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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (14 page)

—¿Qué has hecho? —le preguntó a la niña.

—Echarte una mano, nada más —respondió ella—. Estoy muerta, pero sigo siendo una bruja. Y una bruja nunca olvida sus conjuros.

—Pero…

—Calla —susurró—. Ya vienen.

Oyeron el sonido de la llave al abrir la cerradura.

—Muy bien, chaval —dijo una voz desconocida—. Seguro que ahora todos vamos a ser muy buenos amigos.

Tom Hustings echó un vistazo al interior del almacér sin pasar del umbral, pero se quedó un poco desconcertado. Era un tipo muy, muy corpulento, de cabello pelirrojo y nariz roja y redonda como la de un payaso.

—¡Vaya! Abanazer, ¿no me dijiste que estaba aquí dentro?

—Ahí fue donde lo dejé —respondió Bolger, que se hallaba justo detrás de Hustings.

Abanazer se asomó por encima del hombro de su amigo y echó un vistazo.

—Es inútil que intentes esconderte —dijo, alzando la voz, mientras inspeccionaba la habitación, empezando por el lugar donde estaba Nad—. Te veo perfectamente. Sal de ahí.

Los dos hombres entraron en el almacén, y Nad se quedó quieto delante de sus narices, pensando en las lecciones del señor Pennyworth. No dijo nada, no movió un solo músculo; y dejó que las miradas de aquellos hombres lo atravesaran sin verlo.

—Te vas a arrepentir de no haber salido a la primera —gritó Bolger, y cerró la puerta de nuevo. Entonces le dijo a Hustings—: Muy bien. Tú quédate en la puerta, para que no se nos escape. Yo registraré el almacén.

Bolger se puso a buscar entre las cajas y se agachó para echar un vistazo debajo del escritorio. Pasó justo al lado de Nad, y miró dentro del aparador.

—Te estoy viendo —gritó—. ¡Sal de ahí ahora mismo!

Liza dejó escapar una risilla.

—¿Qué ha sido eso? —se extrañó Hustings, y se dio la vuelta.

—Yo no he oído nada —replicó Abanazer.

Liza volvió a reír. Después, juntando los labios, sopló y emitió un sonido que empezó siendo un leve silbido y acabó sonando como un viento lejano. Las luces del almacén parpadearon con un zumbido y se apagaron.

—¡Condenados plomos! —masculló Abanazer—. Salgamos de aquí. Esto es una pérdida de tiempo.

Cerraron la puerta, y Liza y Nad se quedaron otra vez solos en el almacén.

—Se ha escapado —masculló Abanazer. Nad lo oía perfectamente a través de la puerta—. En un sitio tan pequeño, si hubiera estado escondido lo habría encontrado enseguida.

—A ese tal Jack no le va a gustar nada la noticia.

—¿Y quién se lo va a decir?

Silencio.

—Eh, tú,Tom Hustings, ¿qué ha pasado con el broche?

—¿Mmm? ¿El broche, dices? ¡Ah, sólo quería ponerlo a buen recaudo!

—¿A buen recaudo? En tu bolsillo, ¿no? Pues no me parece a mí el sitio más seguro para guardarlo. Más bien me da la impresión de que querías robármelo… Ya sabes, quedártelo para ti sólito.

—¿Tu broche, Abanazer? ¿Tu broche, dices? Querrás decir nuestro broche.

—Nuestro, claro. Aunque no recuerdo que estuvieras presente cuando se lo quité a ese mocoso.

—¿Te refieres al mocoso que no fuiste capaz de retener para entregárselo a ese tipo llamado Jack? ¿Te imaginas lo que hará contigo cuando se entere de que el crío que andaba buscando ha estado en tu poder y lo has dejado escapar?

—Lo más seguro es que no se tratara del mismo chico.

—Hay millones de niños en el mundo; ¿qué probabilidades hay de que fuera precisamente ése el que andaba buscando?

—Me apostaría el cuello a que se largó por la puerta de atrás en cuanto me di la vuelta —y añadió con voz aflautada y lisonjera—. No te preocupes por Jack, Hustings. Estoy seguro al cien por cien de que ése no era el niño de marras. Estoy viejo, y mi mente me jugó una mala pasada, eso es todo. Mira, nos hemos bebido ya casi todo el licor de endrinas; ¿te apetece una copa de whisky? Tengo un buen scotch guardado en la trastienda. Tú ponte cómodo mientras voy a buscarlo.

No habían echado la llave a la puerta del almacén, y Abanazer entró sigilosamente, con una linterna y un bastón en la mano. La expresión de su rostro era aún más perversa que de costumbre.

—Si sigues ahí escondido murmuró, será mejor que no intentes escapar de mí. Te he denunciado a la policía, para que lo sepas.

Hurgó en un cajón del escritorio, y sacó una botella de whisky medio vacía y un minúsculo frasquito negro.

Abanazer abrió el frasquito, vertió unas gotas del líquido que contenía en la botella de licor, y se lo guardó en el bolsillo.

—Ese broche es mío y sólo mío —murmuró en voz muy baja y, acto seguido, gritó—. ¡Ya voy, Tom! —Con el entrecejo fruncido, echó un vistazo al almacén, sin advertir en absoluto la presencia de Nad, y salió de allí con la botella en la mano. Esta vez cerró la puerta con llave.

—Aquí tienes —le oyó decir Nad a través de la puerta.

—Acércame tu vaso, Tom. Un trago de este whisky, y como nuevo. Tú dirás basta.

Silencio.

—Bah, sabe a matarratas. ¿Tú no bebes?

—El licor de endrinas me ha caído como un tiro. Dame un minuto para que se me siente un poco el estómago… —Y de pronto exclamó—. ¡Eh, Tom! ¿Qué has hecho con mi broche?

—¿Otra vez tu broche? Aaaah… Creo que me estoy mareando… ¡Me has puesto algo en el whisky, maldito gusano!

—¿Y de qué te sorprendes? Te he visto venir, sabía que intentarías robármelo otra vez. Eres un ladrón.

En éstas, se pusieron a dar voces y se armó un verdadero escándalo, como si estuvieran volcando los muébles… hasta que todo quedó en silencio.

—Rápido, éste es el momento. Larguémonos de aquí —dijo Liza.

—Pero la puerta está cerrada con llave —observó Nad, y le dijo a la niña—. ¿Hay algo que puedas hacer para sacarnos de aquí?

—¿Yo? No conozco ningún conjuro que consiga sacarte de una habitación cerrada con llave.

Nad se agachó y miró por el ojo de la cerradura. No se veía nada; el hombre había dejado la llave puesta.

Reflexionó un momento, esbozó una sonrisa y se le iluminó la cara como una bombilla. Entonces se hizo con un periódico arrugado que había en una de las cajas y arrancó un hoja, la alisó lo mejor que pudo y la pasó por debajo de la puerta, dejando dentro del cuarto tan sólo una puntita.

—¿Se puede saber a qué estás jugando? —preguntó Liza, impaciente.

—Necesito un lápiz o algo por el estilo. Pero un poco más fino… ¡Ah, ya lo tengo!

Cogió un pincel muy fino que había visto antes sobre el escritorio, introdujo el mango en el ojo de la cerradura, lo movió un poco y, finalmente, empujó. Al salir la llave sonó un clic, y enseguida la oyó cae sobre el papel. Nad tiró de él, y la llave pasó por debajo de la puerta. Liza, sorprendida, se echó a reír.

—Muy ingenioso, jovencito. Qué idea tan inteligente.

El niño introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Los dos hombres estaban tirados en el suelo, en mitad de la tienda. Efectivamente, habían volcado varios muebles; había sillas y relojes rotos por todas partes, y en medio de aquel estropicio, el inmenso cuerpo de Tom Hustings aplastaba el de Abanazer Bolger. Ninguno de los dos se movía.

—¿Están muertos? —inquirió Nad.

—No caerá esa breva —respondió Liza.

No muy lejos de donde habían caído ambos hombres, vieron brillar la filigrana de plata que adornaba el broche; allí estaba también la piedra con vetas anaranjadas y rojas, sujeta con garras y serpientes, y en la cabeza de éstas se detectaba una expresión de triunfo, avaricia y satisfacción.

Nad se guardó el broche en el bolsillo, junto con el pisapapeles de cristal que había cogido en el almacén, el pincel y el frasco de pintura.

—Llévate esto también —indicó Liza.

Nad miró la tarjeta de borde negro y la palabra «Jack» escrita en una de sus caras. Le produjo cierta desazón. Había algo en ella que le resultaba vagamente familiar, algo que removía viejos recuerdos, algo peligroso.

—No la quiero.

—No debes dejársela aquí —dijo Liza—. Iban a usarla para hacerte daño.

—No la quiero —repitió Nad—. Es mala. Quémala.

—¡No! No la quemes; ni se te ocurra.

—Pues se la daré a Silas —decidió Nad. Y para no estar en contacto directo con ella, la metió en un sobre y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

A más de trescientos kilómetros de allí, el hombre Jack se despertó y olfateó el aire. Enseguida bajó la escalera.

—¿Qué pasa? —le preguntó su abuela, que estaba removiendo el contenido de una gigantesca olla puesta al fuego—. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Pero está sucediendo algo. Algo…

—Interesante —respondió, y se relamió—. Huele rico, muy rico.

Un relámpago iluminó la empedrada calle.

Nad corría bajo la lluvia por el casco viejo de la ciudad, sin perder de vista en ningún momento la colina en la que estaba situado el cementerio. Había pasado el día encerrado en el almacén y se le había hecho de noche, así que no se sorprendió al ver aquella sombra familiar revoloteando a la luz de las farolas. Vaciló un momento, pero entonces vio cómo el revoloteo de negro terciopelo adquiría la forma de una figura humana. Silas se plantó delante de él, con los brazos cruzados, y se le acercó con aire impaciente.

—¿Y bien?

—Lo siento mucho, Silas —se excusó el niño.

—Estoy muy decepcionado, Nad. Llevo buscándote desde que me he levantado, y me da en la nariz que te has metido en algún lío. Sabes de sobra que tienes terminantemente prohibido acceder al mundo de los vivos.

—Lo sé, lo sé. Lo siento mucho. —Gotas de lluvia le rodaban por el rostro, como si fueran lágrimas.

—Antes de nada, te voy a llevar a casa.

Silas se inclinó y envolvió al niño con la capa, y Nad sintió que sus pies perdían contacto con el suelo.

—Silas…

Pero Silas no respondió.

—Me asusté un poco, ¿sabes?, pero estaba seguro de que si la cosa se ponía fea de verdad, tú vendrías a rescatarme. Y Liza estaba allí conmigo; me ayudó mucho.

—¿Liza? —preguntó con sequedad.

—Sí, la bruja. La que está enterrada en la fosa común.

—¿Y dices que te ayudó?

—Sí. Sobre todo con la Desaparición. Creo que ahora ya sé cómo hacerlo.

—Ya me lo contarás todo cuando lleguemos a casa —gruñó. Nad no volvió a abrir la boca hasta que aterrizaron en el cementerio, al lado de la iglesia. En ese momento la lluvia arreció y se metieron dentro.

El niño sacó el sobre que contenía la tarjeta de borde negro, y le dijo a su tutor:

—Ejem. Creí que sería mejor que tú decidieras qué hacer con esto. Bueno, en realidad fue idea de Liza.

Silas miró el sobre y, a continuación, sacó la tarjeta.

La examinó un momento, le dio la vuelta y leyó las instrucciones que Abanazer escribió a lápiz en el dorso, con su diminuta letra; explicaban cómo había que usar la tarjeta.

—Cuéntamelo todo —le pidió al niño.

Nad le contó cuanto había pasado ese día tratando de no olvidar ningún detalle. Cuando terminó, Silas asintió lentamente con aire pensativo.

—¿Me vas a castigar?

—Nadie Owens, desde luego que serás castigado. No obstante, dejaré que sean tus padres adoptivos quienes decidan qué castigo mereces. Mientras tanto, yo me ocuparé de esto.

La tarjeta desapareció entre los pliegues de su capa, y Silas se esfumó.

Nad se cubrió la cabeza con la chaqueta y subió por el embarrado sendero hasta el mausoleo de Frobisher.

Apartó el ataúd de Ephraim Pettyfer y, de inmediato, bajó la escalera de piedra hasta llegar a la gruta situada en pleno corazón de la colina.

Dejó caer el broche al lado del cáliz y del puñal.

—Aquí lo tienes —dijo—. Y bien reluciente. Así es mucho más bonito.

—Ha regresado —susurró el Sanguinario, satisfecho—. Siempre regresa.

Había sido una noche larga, pero estaba a punto de amanecer.

Soñoliento y con cierta cautela, Nad pasó junto a la tumba de aquella mujer de nombre maravilloso, la señorita Liberty Roach
[6]
(«Lo que gastó se perdió sin más, lo que regaló permanecerá siempre con ella. Sed caritativos.»), y junto a la tumba donde descansaban Harrison Westwood, panadero de este concejo, y sus esposas, Marion y Joan, de camino hacia la fosa común. Como los señores Owens murieron varios siglos antes de que los pedagogos decidieran que no estaba bien pegar a los niños, aquella noche el señor Owens había cumplido con lo que él consideraba su obligación, por muy penosa que le resultara, de modo que Nad tenía el trasero en carne viva. Sin embargo, observar la cara de preocupación de la señora Owens le había dolido mil veces más que los azotes.

Llegó hasta la verja y se deslizó por entre los barrotes para ir hasta la fosa común.

—¡Hola! —gritó.

No hubo respuesta. Y tampoco vio ninguna sombra bajo el espino.

—Espero que no te hayan castigado por mi culpa —dijo.

Nada.

Había vuelto a dejar los vaqueros en el cobertizo (iba más cómodo con su sábana gris), pero quiso quedarse con la chaqueta porque los bolsillos resultaban muy prácticos.

Al ir a devolver los vaqueros, encontró en el cobertizo una pequeña guadaña y decidió llevársela para segar las ortigas que crecían sobre la fosa común. Se había aplicado a fondo, y ahora no quedaban más que los rastrojos.

Sacó del bolsillo el pisapapeles de cristal, cuyo interior estaba decorado con una mezcla de vistosos colores, así como el tarro de pintura y el pincel.

Introdujo el pincel en la pintura y, con mucho esmero, escribió sobre la superficie del pisapapeles las letras: «EH» y debajo de ellas, las palabras «Nosotros no olvidamos». Ya era casi de día. Pronto llegaría la hora de irse a dormir y, durante algún tiempo, debía ser prudente y no retrasarse a la hora de volver a casa.

Colocó el pisapapeles sobre el terreno antes cubierto de ortigas, precisamente donde él creía que debía de estar la cabecera de la tumba y, deteniéndose tan sólo unos instantes a contemplar su obra, se fue hacia la verja, se deslizó por entre los barrotes, e inició el ascenso por la ladera.

—No está mal —dijo una voz a su espalda con descaro—. No está nada mal.

Pero al girar la cabeza, vio que el lugar estaba desierto.

Capítulo5

Danza macabra

Algo estaba sucediendo; a Nad no le cabía la menor duda. Flotaba en el frío y vigorizante aire invernal, en las estrellas, en el viento, en la oscuridad… Flotaba en los ritmos marcados por las largas noches y los días fugaces.

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