A la siguiente semana me preguntó si deseaba ir a una reunión. Yo dudé un poco, pero al final le contesté que «seguro que sí iría». Ella ya tenía anotada la información sobre las reuniones. Me sugirió que fuera a una reunión que se efectuaba los domingos al mediodía.
Para mí el 31 de diciembre de cada año era un día muy esperado porque era temporada de fiestas y ocasión de beber mucho, mucho alcohol. Inconscientemente, el 31 de diciembre de 1989, por primera vez en muchos años, tuve una celebración diferente. Fue una noche de paz porque no hubo alcohol. El día de Año Nuevo fui a casa de una amiga para jugar a los naipes; mientras estaba en la cocina para prepararme un champaña con jugo de naranja, tomé la botella y en ese momento decidí volver a poner la botella en su sitio y me dije a mí misma «yo no quiero esto».
Pronto fui a mi primera reunión como mi psicóloga había sugerido y me senté en la última fila, en la silla del pasillo. No escuché ni una palabra de lo que dijeron, solamente oí decir: «Si ésta es su primera reunión, hablaremos acerca del Primer Paso» y me dijeron que yo era la persona más importante del grupo. Cuando la reunión estaba por finalizar, preguntaron si alguien quería una medalla por estar sobrio durante 24 horas. Yo no reaccioné al principio, pero entonces el coordinador debió de haber adivinado algo acerca de mí y dijo: «O un deseo de no beber hoy». Estas palabras fueron muy impactantes para mí. En ese momento me puse a llorar y levanté la mano. Fui al podio y me dieron una medalla. Entonces dijeron: «Siga viniendo», algo que nadie jamás me había dicho. Volví a la reunión de las seis de la tarde y a la de las ocho de la noche del mismo día.
Así empezó mi periplo en la sobriedad. Fui por lo menos a una reunión al día durante cinco años. A los cinco años de sobriedad, conseguí un trabajo diferente que me requería viajar y por eso no podía asistir diariamente a las reuniones.
Hoy, quince años después, voy a cinco reuniones a la semana. Cuando tomé la decisión de no beber el 1 de enero de 1990, no pensé que sería mi último trago (por la gracia de Dios, un día a la vez). La compulsión se fue ese mismo día. Estoy totalmente agradecida a mi Dios por haberme dado la gracia de dejar de beber después del episodio horrible que pasé en aquel mes de octubre.
De no haber sucedido esto, lo más seguro es que yo hubiese continuado bebiendo más tiempo y podría haber muerto. Me siento muy afortunada y agradecida desde el primer día de mi sobriedad.
Me encantó A.A. desde el primer día y trabajé con los Doce Pasos lo mejor que pude. También participé entusiasmadamente en las actividades de servicio dentro de A.A. desde el principio de mi sobriedad.
Hoy comparto mi vida con otro alcohólico en recuperación. Me doy cuenta de que soy todavía un bebé en este programa y debo estar dispuesta a hacer cualquier cosa para servir a otros alcohólicos y yo «insisto absolutamente en disfrutar de la vida».
Más fiel y firme defensor de la botella por no poder concebir la vida sin alcohol, seguía fallando a sus seres queridos y a sí mismo hasta tocar fondo e ir a pedir ayuda a un amigo, miembro de A.A.
E
STUVE tomando por espacio de dieciséis años, hasta la edad de treinta y un años en que llego a A.A. Los primeros quince años de mi vida estuve bajo la tutela directa de mis padres y los siguientes dieciséis años fue el alcohol el que manejó mi vida. Me hizo creer que la vida no tenía significado alguno si él no estaba presente.
En el comienzo el alcohol me liberaba de mi timidez extrema, me permitía compartir con otros y me proporcionaba el valor hasta para sacar a bailar a las muchachas. Este estado inicial, aparentemente bueno, fue prontamente convirtiéndose en un problema, a medida que la obsesión mental y la compulsión física por el alcohol fueron progresando.
Ahora reconozco que, para cuando me gradué de la escuela superior, yo ya había traspasado la línea imaginaria de bebedor normal a bebedor problema, desde donde no hay regreso. Sin embargo, para esa fecha estaba muy lejos de reconocer y, mucho menos de admitir, mi condición de alcohólico.
Mi vida continuó, tratando de ser siempre un bebedor social, justificándome porque, por lo general, tomaba durante los fines de semana. Logré un título universitario y progresé en mi profesión a pesar de mi actividad alcohólica, lo que hacía muy difícil el reconocer un problema de alcoholismo en mi vida.
Mis problemas mayores comenzaron cuando contraje matrimonio con una buena muchacha y no existían los elementos ni la compatibilidad de carácter necesarios para fortalecer esta relación, como el alcohol me había hecho ver y creer.
Durante los tres años que duró esta relación me entregué a la bebida con más frecuencia y tomaba hasta la inconsciencia. En ese estado, maltrataba verbal y físicamente a mi esposa. No podía controlar mi forma de beber, pero justificaba todos estos actos, atribuyéndoselos a la infelicidad en el hogar.
Cuando este matrimonio terminó, después de una hija con meses de nacida, mi compulsión por tomar se acentuó, pero continuaba justificándola con la excusa de que me encontraba en un período de adaptación.
«Mas por la gracia de Dios», en un momento de mi vida en que me encontraba muy confundido, conocí a quien es hoy mi esposa. Ahora estaba convencido de que por fin podría lograr todas mis metas y alcanzar la felicidad, ya que tenía a mi lado a un ser maravilloso a quien amaba y me sabía ser bien correspondido. Naturalmente esto se llevaría a cabo mientras yo continuaría bebiendo «socialmente» ya que no concebía la vida sin el alcohol.
Estuve tomando durante los primeros dos años de este matrimonio y esto me causaba problemas en todos los aspectos de mi vida. Durante este período mi esposa abortó en cuatro ocasiones, mis amnesias alcohólicas eran cada vez más frecuentes, mi capacidad de asimilar el alcohol se redujo grandemente, mi matrimonio se tambaleaba. Para mi esposa era como si estuviera casada con dos personas diferentes, el de lunes a jueves y el de fin de semana.
El alcohol me hacía reaccionar de diversas formas, con agresividad o con sentimientos de pena y culpa y hasta de servirle de payaso a las demás personas. Nada de esto era normal, pero yo seguía defendiendo mi botella.
El 1 de febrero de 1974 inicié lo que hasta hoy ha sido mi última borrachera. Salí de la oficina acompañado de tres auditores de la compañía que habían finalizado su auditoría anual en un tiempo inferior a lo previsto y, además, ese día marcaba mi tercer año con la empresa, por lo que me sentía eufórico.
Aunque para esa época había tomado la resolución de no ir a bares a tomar —estaba convencido de que este ambiente era el que me causaba los problemas y no el alcohol— esta ocasión ameritaba que los invitara a un trago.
Un trago llevó al otro y a otro más. Hora y media más tarde, dos de los auditores decidieron marcharse y yo me las arreglé para que el tercero me acompañara a un trago más. Continué bebiendo compulsivamente y unas horas más tarde estaba completamente borracho y provoqué una pelea en el lugar, donde estuve muy próximo a perder la vida. Mi acompañante se ofreció a conducir mi carro hasta mi casa pero yo insistí en que estaba bien y él optó por irse y dejarme solo.
Salí de este negocio conduciendo mi carro y tomé la dirección contraria hacia mi casa. Serían, aproximadamente, las 9:30 de la noche, y de aquí en adelante no recuerdo nada de lo que me sucedió, ni dónde estuve hasta la 1:45 de la mañana del día siguiente en que la policía me detuvo en un pueblo al oeste de mi residencia. Hoy considero que esto fue por la gracia de Dios, ya que de haber continuado manejando…
Me arrestaron y tuve que recurrir a mi cuñado y a un amigo abogado para que me liberaran y no pasara la noche en la cárcel. Recuerdo que cuando llegué a mi casa cerca de las seis de la mañana me tomé un trago más «porque esto había sido otra aventura y había que celebrarlo» y me tiré en la cama.
Desperté como a la una de la tarde angustiado, desesperado, avergonzado y sintiéndome la persona más despreciable de este mundo. Le había fallado a mi esposa nuevamente, me había fallado a mí mismo. Yo no quería ser así, ¿qué me estaba pasando?
Salí de la casa en el carro de mi hermana —el mío se había dañado la noche anterior— sin dirección fija y sin saber qué hacer. En ese momento y por la gracia de Dios vino a mi pensamiento el nombre de un amigo que cinco años antes me había invitado a una reunión de Alcohólicos Anónimos. En cuestión de segundos fue como si me pasaran una película donde pude ver el cambio positivo que se había operado en la vida de este amigo. Había terminado sus estudios, tenía un buen trabajo, se había casado, tenían unas niñas fruto de ese matrimonio y, sobre todo, no bebía y se veía feliz sin beber.
En cambio, yo me encontraba sumergido en un profundo hoyo sin saber cómo salir de él. Considero que esta experiencia provocó que realmente tocara fondo, y me dirigí a su casa a pedirle ayuda. Nunca olvidaré este encuentro, en que lloré mucho. Me di cuenta de lo equivocado que estaba al tratar de lograr la felicidad en la vida a través del uso de bebidas alcohólicas, y acepté asistir a mi primera reunión de A.A.
Llegué al programa de A.A. y, una vez que acepté mi impotencia ante el alcohol, comencé a vivir un estilo de vida nuevo. ¡Vivir en sobriedad! Me dejé guiar por los compañeros y, a medida que fui conociendo los Doce Pasos de recuperación del programa, éstos fueron constituyendo la base sobre la cual comencé a edificar mi nueva forma de vida. Con la práctica del programa y por la gracia de Dios me he mantenido sobrio, día a día, durante todos estos años.
En el programa de A.A. fui comprendiendo el valor inmenso de las Doce Tradiciones. Las fui adaptando en mi vida para utilizarlas efectivamente en el compartir con mis compañeros y fortalecer la unidad de mi grupo base.
A través del servicio en las tareas de mi grupo base he experimentado el crecimiento espiritual del cual nos habla la literatura.
El servicio que más disfruto es cuando mis compañeros de grupo, utilizando el método de rotación de servidores cada tres meses, me dan la oportunidad de servirles, ya sea haciendo el café, como tesorero, secretario o coordinador de reuniones. He comprendido la importancia de que las puertas de nuestro grupo se mantengan abiertas para cumplir con nuestro propósito de mantenernos sobrios y de llevar nuestro mensaje de recuperación al alcohólico que aún sufre. De la unidad de A.A. dependen nuestras vidas y las vidas de los que vendrán.
En mi caminar por el sendero de la sobriedad he disfrutado de la realización de las promesas de A.A. en mi vida. He vuelto a ser útil, mi autoestima fue creciendo, pude mantenerme y progresar en mi trabajo por espacio de veintisiete años. Todo esto por la gracia de Dios.
En el aspecto familiar, mi matrimonio se vio fortalecido y de esta relación nacieron tres hijos —un varón y dos mujeres— que han contribuido a la felicidad de nuestro hogar. El primero de estos hijos nació después de ocho años de matrimonio y seis de sobriedad y lo recibimos como un regalo de Dios, quien también permitió la llegada de nuestra primera hija a los once meses de nacido el primero, y cuatro años más tarde fuimos igualmente bendecidos con la llegada de nuestra hija menor.
Nuestra vida familiar la hemos llevado basándonos en los principios espirituales que componen el programa de A.A. Toda nuestra familia está agradecida por ello y yo estoy consciente de que padezco una enfermedad incurable y que soy el responsable, día a día, de decidir el tipo de alcohólico que quiero ser. El alcohólico que hace uso de bebidas alcohólicas y se crea problemas y afecta adversamente a las personas a su alrededor, o el alcohólico anónimo en sobriedad que, por la gracia de Dios, he logrado ser. Por esto yo también soy responsable. Hoy, gracias a Dios y a A.A., disfruto de una vida sobria y feliz. La vivo pidiéndole a mi Poder Superior que me conceda la serenidad y la fortaleza necesarias para vivirla conforme a Su Voluntad y hacer de cada 24 horas las más felices de mi vida.
Después de pasar una durísima carrera de alcoholismo activo, llegó a entender que la única copa que podía controlar era la primera. Al verse a punto de emprender su viaje de recuperación, se dio cuenta de la necesidad de revisar su equipaje para dejar lo innecesario, lo inaprovechable y lo demasiado pesado.
E
SCRIBO estas líneas para compartir con todos mi experiencia de recuperación. Qué menos que dedicar una pequeña parte de mi tiempo después de todo lo que se me ha entregado: el testimonio de fe y esperanza que me salvó la vida y mi bien más preciado: la sobriedad.
Nací en el seno de una familia media y «aparentemente normal» donde no existía el consumo de alcohol u otras drogas por parte ni de mis padres ni de mis dos hermanos.
Tuve una madre abnegadísima en sus obligaciones laborales, implicada en la formación, el cuidado y los estudios de sus hijos… pero me faltó algo importantísimo para mí: su cariño.
Desde muy pequeño mi hermano mayor fue tremendamente problemático y eso requirió la máxima atención de mis padres hacia él. Supongo que yo, sintiéndome desplazada, quise reclamar el amor de mis padres de alguna manera. Ya desde muy pequeña empecé a tener una relación extraña con la comida, robaba dinero a mis padres y compraba cosas a escondidas. Me empecé a construir así un personaje, que me preocupé de alimentar a lo largo de mi vida, con todas las virtudes que yo carecía y que me parecía que mis padres valoraban y que eso haría que me quisieran mucho más. Se inició así una carrera de competencia con mi hermano, que mantuve durante toda mi vida. Quería ser mejor que él, ser mejor hija, más responsable y entregada a mis padres. En definitiva, que mis padres me quisieran a mí más que a mis hermanos.
Crecí además cargada de complejos de inferioridad: no era físicamente como yo quería; intelectualmente no era brillante como yo deseaba… pero tampoco luchaba por conseguirlo, simplemente me lamentaba de mi mala suerte. No sabía lo que era la constancia, el esfuerzo o la disciplina. Mi vacío lo llenaba con fantasías de lo guapísima, interesantísima e inteligentísima que sería de mayor y que eso me permitiría vengarme de todas aquellas personas que en ese momento no me prestaban la atención que yo creía que merecía.
Mi adolescencia transcurrió entre estudios, trabajo y mi obsesión por gustar a los chicos. Hoy en día he descubierto lo poco que yo misma me quería. Eso me llevó a mantener relaciones malsanas, a no saber estar nunca sin pareja y a «venderme» por un poco de cariño. Ya a esas alturas de mi vida yo me valoraba tanto como los demás me dijeran que yo valía. Y me despreciaba tanto como los demás me mostraran. Establecí así una relación de dependencia con el mundo.