El Libro Grande (45 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

Los beneficios que he recibido por ser miembro sobria de A.A. son innumerables; y el amor y gratitud que llenan mi corazón, inmensos.

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«LO QUE MAS ODIÉ, YO FUI…»

Como un púgil vencido pasó varios días tendido en la cama sin siquiera poder levantarse. Cuando su fiel esposa volvió a sugerirle la alternativa de probar A.A., aceptó.

N
ACÍ hace cincuenta años en el seno de una familia sencilla, muy numerosa, y en unos años difíciles en la historia de mi país.

Fui creciendo y me daba cuenta de los problemas que el alcohol estaba causando en mi familia. Infinidad de veces observaba a mi madre llorar porque mi padre no sólo tomaba alcohol, sino que gastaba en la bebida el poco dinero que había para comprar escasamente el pan para los once miembros de la familia.

Fui el único de los hermanos que pudo ir al colegio, por ser el menor. Allí tuve mi primer contacto con el alcohol y, a partir de ese momento, mi vida iba a estar marcada por él. Acompañaba a mi padre una y otra vez a los bares para ser siempre su vigilante. Me enviaba mi madre y siempre era el bastón donde mi padre se apoyaba para llegar de la mejor manera.

Comencé a trabajar muy joven. Cuando salía del colegio, aprovechaba los claros del día que quedaban para ayudar a mi madre a recolectar algodón. Cuando cumplí los trece años, tuve mi primer empleo; pero el alcohol hacía también más daño a mi cuerpo, y pasados unos pocos días me despidieron del trabajo. Me inventé una historia y le dije a mi familia que, como tenía algunos estudios, quería ser algo más que un peón, pero a los pocos días me volvieron a dar el empleo y continué unos años en el puesto, siempre advertido de expulsión.

En el puesto de trabajo conocí a la que hoy es mi esposa. Fueron unos años felices, en los que más de una vez el alcohol me tumbó, pero ella siempre estaba allí. Nuestras salidas eran siempre infernales; cuando me pasaba en la bebida terminaba llorando y maldiciendo a mi familia porque no me querían, no me daban dinero y muchas cosas más, que ella soportaba con mucho amor. Me ayudó siempre, hasta económicamente. Un día decidí ingresar en el ejército; quería seguir la carrera de las armas, pero mi vida se fue complicando de tal manera por el alcohol que hizo que pasara varias veces por los calabozos por mi manera de beber. Un día que tenía que ser muy especial para toda la familia, el día de mi santo, estaba de servicio y abandoné mi puesto. Al regresar al cuartel el oficial de guardia se dispuso a arrestarme y quitarme el arma, pero yo estaba tan bebido que me lancé sobre él, y con el arma montada se la puse en la boca dispuesto a matarle. Los compañeros evitaron lo peor. Me arrebataron el arma y me encerraron en un hospital por depresión y tuve que abandonar el ejército.

Como yo no quería trabajar solicité el ingreso a la policía. Lo conseguí porque en aquellos días todos valían. Los estudios que poseía y la fuerza que me daba el alcohol hicieron que pronto ascendiera y que un cuerpo que era represivo aceptara a una persona tan inhumana como era yo.

Contraje matrimonio enseguida que obtuve un destino. Una y otra vez llegaba bebido a casa. Siempre le prometía a mi esposa que dejaría la bebida pero cuando volvía al amanecer no me acordaba de lo dicho. Pasó tan sólo un año y tuvimos nuestro primer hijo. Parecía que todo cambiaría pero no fue así. Mi vida se hacía imposible sin alcohol.

La situación política de mi país y el alcohol marcarían para siempre mi destino. Me encontraba en un control de carreteras toda la noche, de servicio, y con una botella de alcohol. Un vehículo se saltó la señal de «stop» y realicé unos disparos. El vehículo se detuvo y fue analizado por mis superiores. Por la gracia de Dios no pasó nada gracias a los refuerzos de chapa del vehículo y los asientos, que frenaron la trayectoria de las balas. Los ocupantes salieron ilesos. Durante varios días y noches no pude conciliar el sueño. Tomé la decisión de abandonar la policía y trasladarme a trabajar en las explotaciones agrarias que poseía el padre de mi esposa. Poco a poco me fui ganado su confianza. Era un hombre rudo pero de un gran corazón. Quería ver si su hija era feliz de una vez por todas; pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que viera todos sus bienes embargados. Pero jamás me echó nada en cara; continuamos juntos y un terrible accidente lo imposibilitó en una silla de ruedas y me hice cargo junto a su hijo de todo el negocio. Cada día que pasaba estaba todo peor. Por aquellos días nació mi hija y mi esposa pensó que eso me haría estar cada día más en casa, cosa que no pasó. Estaba más lejos.

El alcohol había dominado ya toda mi vida, mi cuerpo y mi salud; pero mi familia estaba siempre apoyándome para que yo lo dejara. Un buen día me encontraba regando uno de nuestros campos, llorando. Necesitaba beber y no quería. Me habían puesto en tratamiento psiquiátrico. No sé nada de lo que pasó. Aparecí encerrado en un centro sanitario, con un vigilante. Me contaron que había intentado quitarme la vida. Estando en el centro mi esposa me dio la alternativa: me ofreció la comunidad de Alcohólicos Anónimos. Yo me irrité mucho; le grité a mi esposa y le dije que eso no era para mí.

No me echaron de casa pero ya no contaba para nada. Mis hijos me tenían miedo, mi esposa no dormía esperando lo peor. Conforme pasa el tiempo, el alcohol me hunde más. No coopero en casa, no atiendo a mis hijos, y el sufrimiento es tan fuerte en la familia que una y otra vez me tienen que ingresar. Una mañana me encontraba tendido en la cama, como un púgil vencido por uno más fuerte que él. Todo me daba vueltas. La habitación parecía un reactor en marcha; tenía miedo, pánico y estaba solo. Así pasé varios días en los que sólo me rodeaban mis imaginaciones. Entró mi esposa y me dijo: «Creo que necesitas algo más que ayuda médica, ¿por qué no lo intentas?» Mi respuesta afirmativa tuvo fruto enseguida. Dos miembros de Alcohólicos Anónimos aparecieron en la habitación. No pude ni levantarme. Estaba enroscado como una pelota. Me recosté y escuché a estas dos personas. Me impactaron y más cuando me dijeron que ellos se estaban beneficiando con estar allí. Decidí probar.

Aquella noche aparecieron en un coche destartalado y me llevaron a un grupo de A.A. Allí las sonrisas y las sugerencias de tantas personas me pusieron en el camino. No recobré a la mujer que tengo, porque jamás la perdí. Fue siempre más fuerte que yo. Pasaron los días y recuperé a mis hijos, que éstos si los había perdido. Siempre que su padre entraba ellos salían corriendo. Y, lo que es mejor, los conseguí sin tener que hacer ningún regalo económico, tan sólo abrirles el corazón.

Cuando conseguí un poco de sobriedad, empecé a trabajar de lleno en mi empresa día tras día. Se me hacía imposible recuperar todo lo que había perdido, pero con un adelantamiento constante, las aguas fueron volviendo a su cauce.

Fueron llegando los primeros conflictos. Quería serlo todo, buen padre, esposo y empresario; pero había dejado de serlo y además había hundido el barco de todo lo que poseía cuando bebía. Y había unas personas que tuvieron que hacer frente a mi abandono y a ellas les fue duro. Tuve que aprender a compartir responsabilidades, cariño, amor, dinero, negocios y tranquilidad, que tan sólo lo conseguí con la humildad que el programa de Alcohólicos Anónimos me estaba dando.

Así fui consiguiendo la confianza de mis seres queridos. Un día me di cuenta del vacío que Don Alcohol había dejado en mi corazón y, poco a poco, me fui incorporando a la vida familiar y empecé a dar todo lo que olvidé en aquellos años. Sintiendo el deber, comencé a dar lo que un día me dieron a mí, por la obligación de ser un buen nacido y para que mi sobriedad no se tambalee.

Un día odié a mi padre por su alcoholismo; yo soy un alcohólico. Un día mi padre se alegró de que yo estuviera en Alcohólicos Anónimos. Mis hijos se enorgullecen. Fui el sustento de mi padre, el de mis hijos también.

Creo que mi vida llegó a ser lo que yo más odié, pero cuando estuve hundido en la miseria del alcohol, apartado de todos, solo, con mil temores, llegando incluso a robar a mi propia familia dinero, tiempo y otras cosas más —tras la visión de los dos señores, que tuve tumbado en la cama— llegó un mensaje que transformó a un ser inútil en útil, en un padre de familia y amigo y compañero para la Comunidad.

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INSISTIÓ EN DISFRUTAR DE LA VIDA

Bebedora periódica, seguía ingiriendo alcohol para sentirse libre y así pasarlo bien con sus amigos, a pesar de las úlceras, las resacas y las lagunas mentales. Acabó encontrando la verdadera libertad y amistad en las salas de Alcohólicos Anónimos.

T
IEMPO atrás yo no sabía lo que la palabra «gratitud» significaba. Hoy es diferente. Para mí, «gratitud» es salvación y sobriedad.

Me crié en un hogar muy cariñoso; pero desafortunadamente muchos miembros de mi familia (por ambos lados) han sido bebedores, y algunos aún ingieren bebidas alcohólicas. Tengo dos hermanos y una hermana gemela; todos bebíamos en exceso. Hoy yo soy la única que ha logrado la sobriedad. Nuestros padres hicieron todo lo que pudieron para educarnos bien. Sin embargo, ya que nuestra familia era muy conservadora, no nos enseñaron a hablar libremente acerca de nuestros sentimientos ni mucho menos a hablar a otras personas acerca del alcohol que estaba reinando en nuestro hogar; y no recuerdo haber escuchado nunca en mi familia la palabra
alcoholismo
ni mucho menos Alcohólicos Anónimos.

Tuve mi primera experiencia con el alcohol en el último año de la escuela secundaria. Era la época de la fiesta de graduación. Ese día tomé y no recuerdo exactamente si me emborraché o no. Luego llegó el verano y, días antes de ingresar en la universidad, salí y descubrí el mundo de los bares. Me sentía fabulosamente, libre, y sólo quería bailar y, por supuesto, el alcohol me ayudó a hacerlo.

Durante mi época de universitaria tomé más alcohol y como consecuencia fue un período de oscuridad. Era una bebedora periódica. Bebía para pasar un buen rato con mis amigas. No bebía a diario, ni cada semana; pero cuando lo hacía bebía en exceso. También era una bebedora que experimentaba lagunas mentales. Como ya he dicho, aunque es cierto que bebía ocasionalmente, cuando lo hacía me volvía una borracha feliz o bien una borracha fastidiosa. Muy raramente tuve resaca, posiblemente porque bailaba y sudaba mucho.

En una de las ocasiones en las que bebí demasiado acabé en la enfermería de la universidad y allí me dijeron que tenía una úlcera, causada por la cerveza. Me pareció que la mejor solución era dejar de tomar cerveza, y cambiarla por otra clase de bebida.

La noche en que cumplí veinte años, en una época en que estaba tomando medicinas para las úlceras y al mismo tiempo bebiendo, tuve un grave accidente. Destruí totalmente el coche de una amiga. No obstante, nadie mencionó en aquel momento que lo sucedido fue una consecuencia de lo mucho que había tomado. Yo era consciente de que mis amigas bebían mucho, pero no me daba cuenta de cuánto bebía yo. Nadie me dijo que bebía demasiado.

A la edad de veinticinco años, en la oficina donde trabajaba, a la hora del almuerzo, ingería mucho alcohol y regresaba así al trabajo, algo que reconozco con mucha pena porque era poco profesional. Un colega cubría por mí y por eso no me despidieron.

A los veintiocho años tuve dos borracheras que nunca olvidaré. La primera comenzó un típico fin de semana de octubre. Por lo general salía con mis amigos y «disfrutábamos» juntos. Un sábado por la tarde —que terminó de manera horrible— yo me separé de mis amigas, algo que no solía hacer. Caminando por la calle, llegué tambaleándome a un lugar donde los turistas se congregan para ver las actuaciones de los artistas callejeros. No me gustaba la manera en que se comportaban los turistas, o sea, no se estaban comportando a mi gusto; y, por esa razón, decidí «enseñarles» a ser buenos turistas. En el suelo había un sombrero en el que la gente echaba dinero para los artistas y yo lo tomé y lo puse delante de la cara de cada uno de los turistas diciéndoles que echaran dinero en el sombrero. Les dije algo como: «No sean tan tacaños, estos tipos están tratando de ganarse la vida. Echen un poco de dinero en el sombrero». La plaza estaba llena de artistas y de músicos, y alrededor de la plaza había unos botes de basura hechos de hierro. Yo estaba tan enfocada en hacer pasar un mal rato a los turistas, y como no caminaba bien y me daba vueltas la cabeza, perdí el equilibrio y me choqué contra un bote de basura. Como resultado me salió un moretón gigantesco que tardó seis semanas en desaparecer.

Pero eso no fue suficiente. Ese mismo día, después del gran golpe, continué caminando, o mejor dicho tambaleándome por el barrio y llegué a una heladería. Recuerdo que había un perro que se estaba comiendo el resto de un helado que a alguien se le había caído al suelo y yo me dije que el perro necesitaba ayuda y me puse de rodillas a comer helado con el perro. Ahora digo ¡menuda vergüenza!, pero eso no me humilló lo suficiente. Después de compartir el helado con el perro, al volver al bar donde estaban mis amigos, vi a un vagabundo que caminaba hacia mí. Me paré ante él, lo besé, y sin pensar le di todo el dinero que llevaba en mis bolsillos, cerca de setenta dólares.

Al llegar al bar comí media docena de ostras, pero de lo que pasó después no les puedo contar porque no lo puedo recordar. Solamente sé que me dijeron que tuve envenenamiento alcohólico y que pude haber muerto.

Pasado un mes, un día me bebí tres cervezas y me puse totalmente fuera de control. El alcohol ya no me hacía el efecto que yo deseaba, no me sentía fabulosamente, ni feliz, ni libre.

Comencé a beber a los diecisiete años de edad e ingresé en el programa de AA recién cumplidos los veintinueve. Algunos pueden decir que no pasé mucho tiempo en el mundo del alcohol, pero en realidad para mí sí lo pasé, porque de continuar bebiendo no hubiese sido capaz de escribir esta historia.

Afortunadamente, en el trabajo teníamos un programa de «Ayuda al empleado» y allí me dirigieron a una psicóloga. La doctora era una persona calmada y cariñosa; realmente nunca había conocido a nadie así. No se tomó mucho tiempo en hacerme unas veinte preguntas y rápidamente reconocer que había fallado a la primera, «¿Tiene lagunas mentales?» Yo había contestado: «Sí, casi siempre», y creía que esto era normal.

Ella se dio cuenta muy pronto de que yo era alcohólica, y una de sus primeras estrategias como profesional fue pedirme en una de las sesiones que anotara la clase de bebida que tomaba; en la siguiente sesión me pidió que escribiera la cantidad que tomaba; luego me pidió que le informara sobre el tiempo que pasaba bebiendo, y así sucesivamente la doctora fue pidiéndome más información sobre la forma en que yo ingería alcohol.

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