El Libro Grande (56 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El día siguiente, lunes, mi padre murió solo, sin el cariño y respeto de su hijo mayor, al que consideraba, pese a su alcoholismo, su ojo derecho. Durante veinte años viví con ese pesar, y también lo usé como una excusa más para seguir bebiendo. Como dice el dicho, «A rey muerto rey puesto»; y aquí me ven con veintiún años como cabeza de familia (madre y tres hermanos menores) y siguiendo los mismos pasos con el alcohol que la persona a quien no quería parecerme. Esta responsabilidad me daba miedo, pero para quitármelo tenía a mi gran aliada, la botella.

Se suponía que como hermano mayor debía ser responsable de que no hubieran malas situaciones, o por lo menos de no crearlas. La realidad era otra: «¡Cada día te pareces más a tu padre, y no sólo en el físico!», me decía mi madre. Yo no lo veía así; creía que todavía controlaba el alcohol, que sólo lo necesitaba para ser más decidido, menos inmaduro; decididamente, el abismo se había abierto para mí, y hacia él salté.

En el trabajo las cosas no iban muy bien, los jefes se quejaban cada vez más de mis faltas laborales y de mi nula producción; los compañeros no querían tenerme como pareja al ser un irresponsable en trabajos de riesgo, en fin: era una auténtica joya laboral. Hay situaciones (o momentos) en la vida en que, incluso estando en el abismo, algunos privilegiados tienen la suerte de tener a su lado a una persona que tiende su mano para que salgas de él.

Yo soy ese privilegiado; a los veinticinco años me casé con una chica ocho años más joven que yo. Ya llevamos juntos veintiséis años, y no puede existir mejor esposa, madre y compañera. Pues bien, el casarme con ella y tener a nuestros hijos fue el colmo de mi inmadurez y cobardía; de mis miedos a «¡Y ahora qué hago!» Cualquier cosa que una persona normal de mi edad asumiría con responsabilidad compartida con su pareja, para mí era un suplicio que podía subsanar con alcohol; y así fue nuestra vida: un caos.

Para colmo, me echan del trabajo, y la economía de casa, que ya era mala, empieza a empeorarse; hago trabajos esporádicos, pero no es suficiente para cubrir los gastos, empiezan a acumularse los impagados y las cartas de demora. Siento pánico y, en vez de enfrentarme con la realidad, busco escaparme con el alcohol, y así lo hago, y parece ser que bien. Tengo la excusa perfecta: que ella solucione el caos que yo creo, que sabe hacerlo. Ya hasta comienza a darme ultimatums; si no pongo remedio a mi afición al alcohol, se separará de mí; me entra el terror a quedarme solo, y accedo a ir a un grupo donde dan terapias sobre alcoholismo. También accedo a tomar más medicamentos para combatir las ganas de beber. Y pareció que la cosa cambiaba para bien; iba a mis terapias, tomaba mis medicamentos, mi casa parecía ir bien y, por si fuera poco, me readmitieron en mi antiguo trabajo. Esta aparente felicidad duró siete meses. Una mañana al ir al trabajo, como siempre me tomo mis medicamentos, y al salir a la calle y sin venir a cuento entro en un bar y pido un coñac, me lo tomo ¡y no pasa nada! ¡Ya estoy curado!

Para celebrarlo, una segunda copa, y esta vez sí que hizo reacción. Vivo para contarlo de milagro, pero nunca he visto tan cerca y lista para llevarme a la Parca. Aquí quisiera hacer una reflexión y compartirla con ustedes, y es que si bien con esta terapia y estos medicamentos había dejado de beber, mi vida no había hecho ningún cambio, seguía siendo niño, inmaduro, tímido, cobarde; es decir, seguía siendo la misma persona que cuando bebía: un alcohólico que no bebía, pero que no vivía en sobriedad.

Pues bien, opté por enésima vez por ser un bebedor social. Esta vez sí había aprendido la lección, y controlaría la bebida.

Y vuelta otra vez a lo mismo, poco a poco, día a día, mi vida se hacía ingobernable y fue cuestión de poco tiempo el que volviera de nuevo a beber sin control.

De nuevo me invitaron a marcharme del trabajo, y en mi casa me leyeron la cartilla. Como buen actor y mejor embustero que siempre he sido, excusé mi recaída en el agobio en que vivía en una ciudad grande; que si viviera en una más pequeña y lejos de amigos que me inducían a beber, conseguiría dejarlo. Convencida de que el cambio de ciudad me iría bien, mi mujer accedió y, malvendiendo el piso que teníamos, nos fuimos a otra ciudad más tranquila, donde tenía yo una hermana que vivía junto a su esposo e hijos. Mi hermana sabía de mi problema, y se ofreció con gusto a ayudarnos, compartiendo su casa, comida, y también económicamente hasta que yo encontrara trabajo. Pero lo que encontré era que había más alcohol, ¡y más barato!, y el trabajo lo dejé en segundo plano. Dos trabajos encontré; en el primero duré quince días, en el segundo, tres meses; motivos de despido: ir bebido, trabajar bebido.

El disgusto fue monumental; estaba acogido en una casa en la cual me habían facilitado las cosas para cambiar, y los había decepcionado. Para colmo, mi mujer y mi hija, cogían las maletas y se volvían a la otra ciudad, pero sin mí. No había remedio, sabía que lo tenía todo perdido, y ya estaba convencido de habitar alguna cueva de las muchas que hay por las montañas. Ante esta situación, mi hermana se ofreció a buscarme y acompañarme a algún sitio donde me pudieran ayudar. No había otra alternativa: o ponía remedio ya a mi enfermedad, o mi mujer e hija se iban de mi lado. Ni qué decir que dije que sí, pero no por convencimiento de que estuviese enfermo, sino por miedo a quedarme solo. El cobarde, el actor, el inmaduro, actuaba de nuevo. El pensamiento filosófico fue: acepto = las aguas revueltas se calman = y empiezo a controlar la bebida (esta vez en serio). Total que mi hermana me habla de una comunidad llamada Alcohólicos Anónimos. Y ya el nombre no me gustó, pero como mi pensamiento era el expuesto arriba acepté. Este grupo sesionaba los lunes, miércoles y viernes; y ella se ofreció a acompañarme todos estos días, más bien, porque si iba solo tal vez (seguro) bebiera, para calmar mi cobardía. Casualmente, en el mismo lugar se reunían familiares y amigos nuestros, me refiero a Al-Anon. Y mi hermana aprovechó el acompañarme para asistir a sus reuniones.

Durante mi época de alcoholismo activo tuve una santa mujer que, pese al calvario con que pagué su dedicación a mí, me soportó y me sigue queriendo. También tuve un ángel en forma de mujer que me cogió de la mano y no la soltó, e hizo que diera el primer paso hacia una nueva vida.

Llegamos al sitio, subimos la escalera (yo con miedo) y nos abre la puerta un señor muy mayor que, siempre con una sonrisa, nos invita a pasar y nos pregunta si es la primera vez que venimos; contestamos que sí, y que soy yo el enfermo. Nos dice que esperemos y, al poco rato, sale con otro hombre bien vestido y con tipo de médico, de ayudante técnico sanitario, o algo por el estilo. ¡Ya está! el viejo es el portero y el otro es un psicólogo. Mi hermana se queda en una salita con el más mayor, y yo paso con el «psicólogo».

«¡Hola!», me dice, «me llamo… y soy alcohólico. Si tienes problemas con el alcohol y lo reconoces, has llegado a buen sitio»; y empieza a hablarme de su problema con el alcohol y también de su recuperación. Ni qué decir que la impresión fue tremenda; en Alcohólicos Anónimos yo esperaba encontrar gente mal vestida, mal aseada, oliendo a alcohol, y me veo todo lo contrario. Hasta creeré que el que se identificaba como alcohólico era alguien perteneciente a la Sanidad. Hechas las presentaciones y habiéndome transmitido nuestro Paso Doce, me hace pasar a una salita donde están reunidos hombres y mujeres. Me presento sólo con mi nombre, no con mi condición, y todos a la vez me saludan «¡Hola! Bienvenido». Escucho lo que hablan y observo que no les da vergüenza, que lo hacen con la alegría de quien se siente entendido; algunos ríen (qué poco serios); otros parecen que van a llorar (qué trágicos) y, al final de su intervención, todos les dan las gracias por compartir con ellos.

Pienso que esto no va conmigo, lo tengo decidido, tres meses estaré, y luego adiós. Pero lo que es la vida, mi hermana sigue acompañándome lunes, miércoles y viernes y, conforme van pasando los días y las semanas, mi dependencia del alcohol se va apaciguando. Pero lo que sí me asusta, y a la vez hace que se vaya abriendo mi mente, es que entiendo lo que dice esta gente; más que entender, siento lo que dicen los compañeros; conforme los oigo, noto que su experiencia con el alcohol no es que se parezca, sino que es la mía, en lo siguiente: impotencia ante el alcohol y vida ingobernable. Cada día ya no oigo sino que escucho más claro, que no soy un degenerado, que soy un enfermo, que entre nosotros no curamos la enfermedad pero que la pasamos, etc. Y me voy sintiendo cada vez más identificado con los miembros de A.A.

Cuando cumplí tres meses de ir a las reuniones tres veces a la semana, le dije a mi hermana que si quería podíamos acompañarnos a nuestras reuniones respectivas; pero que creía que yo había dado con el sitio y con la gente que me podía ayudar. Con alegría recibió esta noticia, y me dejó ir solo. Ese mismo día, a los tres meses que me había dado yo de plazo para estar en la Comunidad, me presenté a mi grupo, y cuando me tocó compartir me presenté pero esta vez entero: me llamo Antonio y soy alcohólico.

Ni qué decir que mi vida ha cambiado en todo. No sólo no bebo, sino que esos defectos de carácter voy limándolos, con ayuda de la gente en A.A. Mi vida sí tiene sentido, me acepto y me quiero; tengo a toda mi familia (quién lo iba a decir); tengo mi trabajo otra vez (gracias mil); estoy vivo para ver y compartir con mis nietos lo que no pude hacer con sus madres.

Los tengo a ustedes, hombres y mujeres anónimos, y ninguno me es indiferente. A ustedes los culpo de vivir con alegría, con ganas de servir, de compartir, de sentirme miembro de una comunidad que hace que sus hombres y mujeres tengan el privilegio de pertenecer a ella. Y como les siento culpables de mi felicidad, los quiero, y la única manera y las más eficiente de expresarles mi agradecimiento es transmitirlo.

Después de más de veinte años he ido donde reposa mi padre y le he dicho lo que hice aquel día; humildemente le pedí perdón y creo que me lo concede. Quiero creer que se siente contento al ver que, a la misma edad en que él murió siendo un alcohólico activo, yo vivo sobriamente.

(11)
 
«POR COSAS DEL DESTINO…»

Arrestado y hospitalizado numerosas veces, seguía sin poder librarse de la sed obsesiva. Al final se acordó de las palabras que un miembro de A.A. visitante le había dirigido en la cárcel y cambió de rumbo.

E
L ALCOHOL me persiguió por treinta y cinco años. Soy de una familia de once hermanos. Mi padre y todos mis hermanos tomamos alcohol hasta la embriaguez. Al nacer yo, mi padre, que no conocí hasta los dieciséis años, había emigrado al Norte a trabajar para sacar adelante a la familia, pero al poco tiempo se casó con otra mujer. Mi madre y los once hijos tuvimos que trabajar para poder mantenernos nosotros mismos, porque mi padre sólo nos mandaba de vez en cuando muy poco dinero. Sufrí mucho, tanto en el aspecto económico como también moral.

En el lado económico tuve que pasar por muchas vergüenzas. Soy de un pueblito donde todos los habitantes se conocían y a mí me tocaba salir a vender de lo que había de frutas, legumbres, naranjas, y yo, siendo tan tímido, eso me causó mucha inseguridad. Así fue como me la pasaba mientras estudiaba en la primaria y la secundaria. Tuve que trabajar desde muy chico para poder comprar ropa, zapatos y demás necesidades.

Mi primer trago de vino lo tomé a los ocho años. Mi madre acostumbraba comprar una clase de vino nutritivo para que mis hermanas tomaran una copita antes del almuerzo, pero a mí no me daban un traguito porque todavía era un niño. Entonces, cuando podía, robaba un traguito y me acuerdo que ese vino era de color rojo y cuando lo tomaba me hacía arder el estómago. Pienso que allí, sin saberlo, ya empezaba a entrar en el mundo oscuro de la enfermedad del alcoholismo.

En el tercer año de secundaría ya contaba con quince años de edad y era muy popular, especialmente con las compañeras de escuela; eso valió mucho porque me gradué de la secundaria con libros que pedía prestados. En los últimos meses de mi graduación me pasó algo que hasta ahora no he podido olvidar. Me enamoré por primera vez de una compañera de escuela, y la falta de dinero me causó enojo conmigo mismo porque no podía invitarla a nada. Mi timidez no me permitía contarle mi situación y hasta tuve que mentirle varias veces cuando me invitaba a ir a alguna parte.

Esta situación me traía muy preocupado porque ya me había enamorado mucho de ella (pero no podía decírselo). Una noche asistí a un baile en un pueblo cerca del mío y, como no podía pagar mi entrada, estuve mirando por fuera del salón de baile. Grande fue mi sorpresa porque la vi bailando con otro joven que sí tenía lo que yo carecía, lo económico. Eso me causó tantos celos, enojo e incapacidad de controlar mis emociones, que lo único que pude pensar fue en pedir prestado dinero a mi primo para comprar cervezas. Me tomé tres y eso fue suficiente para que el cielo me diera vueltas. No podía mantener el equilibrio y experimenté una laguna mental que no me acuerdo ni a qué horas, ni cómo llegue a casa. Hoy sé que mi enfermedad del alcoholismo estaba avanzando a pasos muy acelerados. En septiembre de 1973 me separé de los seres que más quiero en la vida, mi novia, mi madre y mis abuelos. Fue una tarde triste, nublada y de lágrimas.

Pasé la frontera y llegué a vivir con unos amigos, todos ellos de mayor edad. Todos tomaban alcohol todos los días. La melancolía me abatió y extrañaba a todos, pero más a mi novia. Aquí encontré a mi padre, también borracho.

Mi madre me enseñó a respetar a la gente de mayor edad y por eso no tomaba enfrente de él para apagar la nostalgia. Mi madre se quedó en la pobreza y yo le juré que la iba a sacar de eso, pero el alcoholismo de mi padre no le permitió ayudarme a ir a la escuela. Un amigo me consiguió trabajo en una empresa diciendo que yo tenía dieciocho años de edad.

Empecé a mandarle casi todo lo que ganaba a mi madre semanalmente. En lo económico empezaba a ver que iba progresando. A mi novia le escribí tres cartas, pero sólo tuve una contestación muy triste en la que me decía que también ella se había ido del pueblo a vivir a otro estado, y que en lo referente a nuestro amor todo se había terminado. La carta venía sin dirección y se despidió diciendo que me seguía amando pero que lo nuestro era imposible. Eso a mí me rompió el corazón. Juré no enamorarme nunca más, pero empecé a tomar más seguido hasta emborracharme y perder la noción del tiempo en las lagunas mentales, que nunca me dejaron.

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