El Libro Grande (57 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

Dejé de mandar dinero a mi madre porque veía a mi padre, que se gastaba todo su dinero en las borracheras. Un día me armé de valor y tuve que decirle que empezara a ser responsable y que de ese día en adelante yo iba a dirigir mi propia vida. Ésa fue una decisión muy equivocada porque el dinero que juntaba sólo sirvió para destruir mi vida. Empecé a vivir la vida de una manera descontrolada. Compré mi primer carro y fue una emoción tremenda el poder manejar un vehículo motorizado. Yo ya tomaba más seguido y como todos hacían lo mismo, nunca pasó por mi mente que manejar borracho era contra la ley, ni mucho menos que fuera peligroso para la gente y para mí. Llegué a manejar mi carro con lagunas mentales muchas veces. Era espantoso despertar al día siguiente y darme cuenta de que yo había manejado con el carro lleno de personas sin acordarme de nada, pero no era suficiente para hacerme recapacitar, y lo volvía hacer de nuevo.

Otro de mis problemas fue que me di cuenta de que con las mujeres yo tenía mucho «pegue», especialmente con las mayores. Sin darme cuenta ya estaba envuelto en la prostitución y seguí con la vida desenfrenada. A los diecisiete años me operaron de una hernia y como no tenía a nadie quien me atendiera al salir del hospital, una amiga se ofreció a ayudarme y me llevó a su casa a vivir con ella y su hijo. Después me recuperé y me quedé a vivir con ella. Nacieron dos hijos que yo no quise aceptar y empecé a salir con otras mujeres. Nacieron otros dos hijos más con diferentes madres. Estos problemas fueron acompañados de unos quince arrestos por manejar borracho y así es como conocí las cárceles del condado. Cada vez que me encerraban tenía que faltar a mi trabajo varios días además de los días lunes que faltaba por tener una fuerte resaca.

Paré de conducir mi carro para poder tomar alcohol y no meterme en problemas con la ley, pero mi alcoholismo aumentó. Llegó mi primera hospitalización. Me puse muy mal de salud por el alcohol. Me espanté y por tres largos años no me tomé ni un trago de alcohol. Me ayudó estar en el hospital porque allí me explicaron mucho sobre la enfermedad del alcoholismo. Recuerdo que estando en la cárcel y en el hospital fueron unos compañeros de Alcohólicos Anónimos. Recuerdo a uno de ellos que dijo que si estábamos allí por alcoholismo sería mejor que al salir de la cárcel o del hospital enseguida fuéramos a un grupo de Alcohólicos Anónimos, porque si no lo hacíamos regresaríamos de nuevo a la cárcel o al hospital. Sabían de lo que hablaban porque después de tres años de no tomar volví a beber y tuve cinco hospitalizaciones más.

En los primeros arrestos los policías nada más me quitaban las llaves del carro y las metían en la cajuela. Me dejaban irme caminando y otras veces me llevaban a donde vivía. Pero ya de tantos arrestos fueron viendo que era un problema. Mis arrestos eran más seguidos y empezaron mis problemas con la ley. Me mandaron a las reuniones de A.A. y fui varias veces pero nunca me quedaba. En los últimos arrestos me fijaron una fianza tan alta que un hermano tuvo que hipotecar su casa, nada más para seguir con lo mismo.

Mi supervisor me dio tantas oportunidades que hasta se hizo responsable ante el juez de que yo iría a trabajar en el día y regresaría a dormir en la noche a la cárcel, cosa que no cualquiera quiere hacer. También tuve que incluir a otras personas que me tenían que ir a esperar en la cárcel, llevarme a trabajar y después del trabajo regresar nuevamente a la cárcel.

En mi trabajo siempre me llamaron la atención con amenazas de despedirme pero esta vez ya era en serio. La última vez, mi supervisor me pidió que escogiera entre mi trabajo o mi alcoholismo y yo le dije que escogería mi trabajo. Él me dijo que esa vez lo haría a su modo y me dio de baja tres semanas sin paga. También me pidió que fuera a ver un psicólogo y que fuera a Alcohólicos Anónimos. Si yo lo hacía, me daría mi trabajo de nuevo y si no, perdería mi empleo. Al salir de su oficina, me puse a ver hasta dónde mi vida alcohólica me había llevado y me di cuenta de que habían pasado veintidós años en los que sólo había conseguido hacer sufrir a mis seres más queridos, especialmente a mi madre, mis hijos, y a sus madres.

Tuve que ser hospitalizado nuevamente. Mi última cerveza la compré recolectando los centavos tirados junto a las paredes y debajo de mi cama y, aunque borracho, le pedía a Dios que me ayudara, pero esta vez se lo pedía con el corazón. Fui al psicólogo y a Alcohólicos Anónimos a ver si podían ayudarme y esta decisión fue un milagro, porque el psicólogo me preguntó si estaba buscando otra clase de ayuda y le dije que estaba asistiendo a los grupos de A.A. Sin pensarlo me dijo: «Tú ya no me necesitas, quédate en ese programa, allí te van a recuperar». Esto sucedió en 1992 y desde entonces no he vuelto a beber ni una gota de alcohol. Seguí asistiendo al programa de A.A. y por suerte me encontré con un amigo de infancia con quien estudié la primaria en mi pueblo cuando teníamos apenas ocho años de edad. Él llevaba dos años en el programa de A.A. y me presentó a la persona que lo estaba ayudando. Esta persona me llamó mucho la atención por su forma calmada de escuchar y de explicar el programa de A.A. y al poco tiempo le pregunté si podría ser mi padrino. Fue otro milagro en mi vida porque mi padrino fue un gran ejemplo de sobriedad y servicio dentro de A.A.

Dentro de poco asistiré a la próxima Convención Internacional de A.A., y esta vez me acompañará mi esposa, la misma mujer que fuera mi primera novia en mi pueblo, que por cosas del destino (un milagro) Dios me devolvió. En mi trabajo, después de nueve años, me dieron el gran privilegio de ser supervisor y ahora tengo mi licencia de conducir sin problemas. Toda mi familia vive en la ciudad en que vivo, incluyendo a mis padres, que hoy día quiero mucho.

Hasta el día de hoy y, sólo por un día a la vez, quiero pasar una mejor vida aquí en el programa, y seguir manteniéndome sin beber alcohol y ayudando a otros que tengan esta enfermedad tan desconcertante, poderosa y de fatales consecuencias si no se detiene a tiempo.

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LIBRE ENTRE REJAS

Para esta mujer encarcelada, el alcohol había sido su coraje líquido. Un día, sola en su celda, abrumada por un cúmulo de dolores, cayó de rodillas, enojada con Dios, gritando que no podía más. En ese momento de vulnerabilidad absoluta, se sintió bañada por el amor divino.

M
IS PADRES eran alcohólicos. Yo no digo que por eso sea alcohólica. En realidad yo nací así. Desde pequeña siempre me sentí fuera de lugar, que no pertenecía a nadie, ni me sentía cómoda en ninguna parte. Tenía un vacío en el corazón. Ansiaba encontrar algo que llenara ese vacío y buscaba en los lugares equivocados. Me sentía incompleta y diferente a los demás. Algo me decía que yo no sabía ni podía vivir la vida como la demás gente; sentía dolor emocional y tenía muchos temores.

Mis padres nos llevaron a vivir con mis abuelos maternos. Siempre me sentía resentida con ellos por habernos abandonado, sobre todo con mi mamá. Al recordarlo ahora, ella volvió su cabeza al partir mirándonos con una expresión de tristeza muy grande.

Mi abuela nos educó y fue una madre maravillosa para nosotras, mis tres hermanas y yo. En realidad, por el hecho de estar sin padres, desarrollamos una relación especial que nunca se ha roto. A mi hermano lo enviaron a un internado de varones. Nos perdimos el crecer juntos y él sintió una soledad aún mayor que la mía. Mis tres tías también fueron madres para nosotras y ayudaron con nuestra educación. Mi abuela murió cuando yo tenía quince años, y ese día me traté de suicidar. Por ese tiempo mis padres se separaron y mi mamá se vino a vivir con nosotras y, la verdad, fue duro para todas pues ella continuaba tomando.

Nos enviaron a otro país a estudiar. Yo me casé con un hombre mayor que yo, muy bueno, que me quería mucho. De ese matrimonio nació una hija. Al tener a mi niña en mis brazos yo le juré que no la iba a abandonar, que iba a ser una buena madre, que la amaría mucho y la haría feliz.

El alcohol y mis demás problemas me impidieron cumplir esa promesa. Con mis emociones torcidas y mi percepción distorsionada de la realidad, es un milagro que no comenzara a tomar hasta los treinta años.

Tuve un accidente de auto, donde murió un joven que había chocado con cuatro autos antes de chocarme a mí. Los dos salimos muy golpeados. Nos llevaron a la sala de emergencia en ambulancia y nos pusieron en la misma sala. Lo vi morir. No puedo olvidar su cara. Este joven estaba manejando alcoholizado.

Dejé de dormir pues miraba la faz de ese chico en mis sueños. Un día, vino un amigo y me dijo: «Tómate un whisky, eso te tranquilizará» y yo, como buena alcohólica en potencia, pensé «un vaso será mejor». Para mí, más es siempre mejor. En cosa de tres meses yo estaba tomando una botella de whisky todas las noches. Poco tiempo después, dejé a mi esposo e hija y me fui a vivir por esos caminos hacia los que el alcoholismo te lleva… sin rumbo hacia la destrucción de los valores morales, principios fundamentales, hacia la deshumanización que te crea un odio hacia ti misma al ver en lo que te estás convirtiendo. Rompí con todos los tabúes, hice todo lo que me enseñaron que no debe hacerse. Pasé años practicando un comportamiento destructivo, viviendo en una prisión mental de temor, odio, desesperanza, resentimiento. De Dios yo no quería ni saber, me hacía sentir culpable. Entré en la negación y empecé a culpar a todos por mi situación, dentro de mí yo sabía quién era la única culpable. ¡Yo compraba el whisky! ¡Yo lo servía! ¡Yo lo tomaba! Nadie hacía eso por mí.

Comencé a juntarme con gentes que hacían cosas ilegales; para mí era excitante pues era algo tan diferente a como fui educada que me envolví en ese mundo. Cada día mi adicción al alcohol era más fuerte, hasta que llegó el momento en que sabía que si seguía así me moriría, pero al mismo tiempo me di cuenta de que ya no podía parar, que ya no podía vivir ni un momento sin alcohol. El alcohol me daba valor. Era coraje líquido. Me quitaba el temor que yo sentía a la vida. El alcoholismo es una enfermedad progresiva. En mí progresó muy rápido.

Mi madre estaba muy enferma y esos años fueron los peores de mi adicción. Andaba en un viaje y mi mamá me llamó, me pidió perdón por no haber sido una buena madre, y me dijo que no me sintiera culpable si un día yo pensaba que no fui una buena hija. Que ella sabía que yo tenía problemas con el alcohol y que si un día el dolor llegaba a ser inaguantable que llamara a Alcohólicos Anónimos. Mi madre en sus últimos años fue miembro de A.A. Dos días después de esa llamada murió sobria. Entré a una iglesia y dije esa famosa petición que decimos cuando sabes que te estás muriendo, cuando ya no aguantas el dolor. «Dios mío, ayúdame… ¡perdóname!»

Emocionalmente no pude presentarme al entierro y ver a mi madre muerta. No pude regresar a la casa de mi madre y no encontrarla en ella. Esos últimos meses son como un sueño; tengo recuerdos pero como en una bruma.

Hice un viaje a otro país. Al llegar al aeropuerto fui arrestada por un crimen relacionado con drogas. Cuando me encontré en esa celda lo único que dije fue: «Qué le hice a mi hija ahora». Después de presentarme ante el juez, me llevaron a una prisión preventiva en otra ciudad hasta que se terminara mi juicio. La desintoxicación fue dura. Estaba muy enferma: temblaba, no podía dormir, mi estómago no podía aguantar la comida. Llegué a pesar 80 libras. Las guardias fueron maravillosas. Me ayudaban a caminar y a bañarme; yo no tenía fuerzas de tanto vomitar. Dejaban la puerta abierta todo el día. Me traían helado y sopa. Yo no podía ni sostener la cuchara de tanto temblar. Me dieron de comer hasta que yo lo pude hacer por mí misma. Sentí que el estar en prisión había salvado mi vida. Dios me llevó a ese lugar en donde recibí respeto, ayuda y fui tratada como un ser humano, como una dama, a pesar de todo.

Al pasar dos meses, me empecé a sentir mejor. Llevaba tantos años bebiendo que ni me acordaba de lo que era tener claridad de mente. Las manos me siguieron temblando un largo tiempo. Recordé las últimas palabras de mi madre: «Si el dolor llega a ser inaguantable, llama a Alcohólicos Anónimos», y eso hice.

Un día me llamaron a la sala de visita, y una mujer hermosa, alta, con una bella sonrisa, me dijo: «Soy Marta y soy alcohólica». Y yo, por primera vez en mi vida, dije en alta voz lo que sabía en mi alma… «Soy alcohólica». Ella me abrazó fuerte, y yo lloré. Cada vez que ella venía, me abrazaba y yo lloraba. Me trajo un Libro Grande y me dijo que todo lo que necesitaba saber para mantenerme sobria lo encontraría en esas páginas. Y así fue. Me visitó todas las semanas durante tres años y medio. Me decía que me quería mucho; insistía en que tenía que dar los Pasos, pues ellos iban a ser mis herramientas para poder vivir en el mundo sin tomar. Yo escuché su mensaje porque me fue dado con amor y bondad. Quise aprender a reconstruirme a mí misma y a tratar de sanar las relaciones rotas de mi pasado. A.A. es para toda la vida. Mi madrina me enseñó que yo tenía que ayudar a otros alcohólicos, debía pasar el mensaje que se me dio libremente si yo deseaba mantenerme sobria. Que tenía que ayudar a otra persona a salir de ese lugar de desmoralización y dolor, a caminar de la oscuridad hacia la luz con la ayuda de Dios y los Pasos de Alcohólicos Anónimos.

Los miembros de A.A. del grupo de mi madrina, que sin conocerlos me dieron tanta esperanza y cariño, me enviaban literatura. Ella traía a veces otras personas a visitarme.

Cuando llegué a Alcohólicos Anónimos yo no era nada ni nada tenía. No era nada porque perdí todos mis valores morales y no tenía nada porque no tenía a un Dios en mi vida. Escucho en las reuniones que los alcohólicos somos mentirosos y ladrones. Creo que lo más grande que le robé a mi hija fue la tranquilidad, el sentido de seguridad familiar, del hogar que podría haber tenido. Yo no llegué sola a A.A., traje a mi hija conmigo. El alcoholismo es una enfermedad que afecta a las familias también. Destruimos y herimos profundamente a las personas más cercanas a nosotros, a quienes más nos aman, a quienes nosotros más amamos. El alcohol es más fuerte que el amor.

Mi hermana murió cuando yo estaba en prisión. Fue un golpe terrible el perder a mi hermana menor; ella sabía en lo que yo me había convertido, y aún así siempre me decía que yo era buena persona, que tenía muy buen corazón. No pude enterrar a mi madre, tampoco a mi hermana. La culpabilidad, el dolor y la vergüenza que eso me causó han sido indescriptibles.

Me encontraba en mi celda y me dejé caer de rodillas llorando fuertemente. Estaba enojada con Dios, y grité: «¿Por qué te la llevaste a ella que era tan especial?, ¿por qué no me llevaste a mí que no sirvo para nada?» Sentí que estaba enloqueciendo y grité: «Ya no aguanto el dolor». Y, de repente, escuché dentro de mi cabeza: «Sí puedes». Y empecé a sentir como una lluvia fina que caía sobre mi cabeza, y el dolor de toda una vida iba saliendo por los pies. De repente sentí mucho amor dentro de mí y a mi alrededor y al sentir ese amor tan grande sentí un gozo sin medida. No sé cuanto tiempo duró esa experiencia. Cuando volví en mí estaba en el suelo en posición fetal, y me sentí muy débil, pero con una alegría sin par. Desde ese día, yo sé que Dios me ama y yo lo amo también y sé que no estoy sola nunca.

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