Entonces perdí esa familia. Desde ese momento, yo, que afirmaba que sólo los tontos bebían decepcionados por perder algo, comencé a beber en serio y con mayores dificultades. En 1972, ya solo, me evadí geográficamente, eludí amigos, problemas, familia, yéndome a otras ciudades de mi país, pero el resultado fue que bebí con mayor intensidad. Tuve muchos y graves problemas, pero no pude escapar de mí mismo.
Desacreditado, avergonzado, sin ganas de vivir siquiera, volví a mi ciudad natal después de cinco años de jolgorio pero también de sufrimientos incontables. No ahorré ni un centavo, pese al excelente salario que percibía. Ese mismo año conocí a una joven agradable. Sarcasmo del destino: ella era agraciada y honesta, yo sólo un mal borracho. Aceptó casarse conmigo creyendo en mi honestidad, que mi forma de beber sería pasajera, que con amor y paciencia lograría cambiarme.
Qué ingenuidad. No conocía al crápula que había escogido por esposo, porque pese a mis buenas intenciones, poco tiempo después, luego de un paro forzado para guardar las apariencias, la emprendí de nuevo con la bebida, las damas fáciles y actitudes deshonestas para costear ese tren de vida. Otra vez lo mismo: evadirse para no dar la cara a la vida.
A esta altura todo se precipitó más rápido. Quisieron ayudarme mi madre, amigos, mi esposa, pero ni ellos ni nadie pudieron hacer nada. Por años había bebido una o dos veces al mes. Eso me hacía decir, cuando me molestaban con consejos que no pedía, que yo no podía ser alcohólico, pues «ésos» bebían a diario. Pero mi consumo se hizo semanal y ya para el 88 me hallaba terriblemente conflictuado. Quien más me quería decía: «Pobre, ¿qué muerte irá a tener?» Entonces los odiaba, ahora los comprendo. Ya no era ese joven pletórico, capaz de grandiosos proyectos. Lo único que cumplí bien fue el ideal del abuelo cuando dijo: «El hombre vale por oler a alcohol, tabaco y pólvora». Ese ideal me convirtió en un despreciable borracho, sin principios, y en alguien que se odiaba tanto que se ponía toda clase de nombres ajenos, tratando de no ser él mismo.
Muchos aseguraban que ya no tenía remedio. En los sitios que viví, al principio decían: «Pobre muchacho, deberían ayudarlo», pero cuando me conocían mejor decían: «Borracho degenerado, ¿por qué no lo expulsan?» Una noche de mayo del 89, decidí que los tragos fuertes me dañaban más y pensé que beber tragos suavecitos y pausadamente sería la solución. Siempre intentando demostrar lo indemostrable, lo de siempre. No sé cuánto tomé. Dos días después desperté en una acera, de madrugada, cubierto por completo de barro hediondo. Durante días lloré por esta situación y vinieron varias borracheras más para olvidar este bochornoso fracaso.
Pero dicen que aun el peor borracho no está perdido, sólo está confundido y camina sin dirección. Éste era mi caso. Entonces, mi esposa, cansada de once años de tolerar mi mala conducta, de pasar horas sin dormir esperándome, de verse obligada a lidiar con un caprichoso individuo que hacía lo que le venía en gana, y de las privaciones a que la obligaba junto a nuestras cuatro hijas, se puso a buscar ayuda para mí, para su verdugo, al que le interesaba sólo la botella. Sí, ese bueno para nada, fue inducido por ella a unirse a A.A., en uno de los dos únicos grupos que había en la ciudad. Fue un día junio de 1989 en el que sucedió un hecho extraño, lleno de sorpresas, pero que me liberó de las cadenas que me ataban al alcohol.
La primera sensación extraña y molesta es que esta gente, que no me gustó nada por cierta actitud de «perdonavidas» que tenían, me convenció de que yo estaba gravemente afectado de algo que siempre me negué siquiera a escuchar: alcoholismo. Aquello no sólo me había afectado a mí, sino a todo aquel que tenía que ver conmigo. Qué rudo golpe, qué desilusión comprobar que nunca fui lo que creía: un tipo bueno, incomprendido, con una costumbre inofensiva, que no dañaba a nadie. Tomé conciencia de mi derrota. Tomé una decisión definitiva: dejaría de beber, sabiendo que al hacerlo me ahorraría muchos pesares, sería agradecido con mis pedantes compañeros que me dedicaban su tiempo tratando de explicarme algunas verdades que desconocía.
Viendo en retrospectiva lo que sucedió en ése, que al principio yo llamaba «un día aciago», considero que fui convertido de un modo espectacular. Nunca antes había tenido creencias definidas. Jamás consideré ser convertido en un beato aburrido como los que conocía. Aunque fui invitado reiteradas veces a hacerlo, me negué rotundamente, no porque creyera que tuviesen algo que reprochar, sino porque yo no podía permitir que me quitaran el único refugio consolador de mis penas que tenía. Pero en A.A. todo se esfumó.
Me sentí como si tuviera la bota de alguien en mi cuello, preguntándome rudamente: «¡¿Te rindes o acabo contigo?!». Si no me rendía sería aplastado como una sabandija y ese abusón, que no era otro que el alcohol, se dispondría a destruirme, olvidando que yo le rendí pleitesía durante más de veintitrés años. Y me rendí. Al llegar a ese denigrante estado, sentí como si hubiera caído a una sima profunda y allí, revolcado, recién me acorraló «don cocol», como lo llamamos los habituales de los antros que abundan en mi ciudad. Me había trepado a una alta cima, por tanto la caída fue muy dura. Eso me transformó en otra persona. Todavía confundido, pero sobrio, desperté a una vida diferente. Poco antes yo era un cadáver ambulante.
La segunda sensación extraña e intrigante fue un «no sé qué» al que esos tipos llamaban «Poder Superior» y toda una monserga de corte místico que escuchaba molesto. «¿De manera que esto había gestionado mi esposa?» Hasta una oración se había inventado esa especie de corte de los milagros. Hablaban como predicadores, sólo para impresionar. Al principio traté de ir contra corriente en este aspecto, traté de exhibir mi falso ateísmo y restregarles en la cara que no había necesidad de toda esa parafernalia para recuperarse. Pero, hombre afortunado como fui, al escoger un padrino, éste, con tacto y cariño, me pidió que me retractara de mi actitud absurda y que tratara de adaptarme al grupo y que no esperara lo contrario, que por lo menos pensara que creía en algo.
No me agradó la sugerencia; me callé pero seguí asistiendo. Después de mucho tiempo, muchos sinsabores y borracheras secas, capté lo que me estaban transmitiendo. Tenía que tener un sentimiento, dejar mi adorado yo y sentir que alguien con mayor poder aún que el grupo me amaba y se olvidaba de mis desmanes, dándome en cambio una sobriedad a todas luces inmerecida. Por eso, hoy, tímidamente, en mi soledad, le invoco dándole gracias por enseñarme a dar y recibir, por librarme de ese primer trago amargo, por mostrarme lo que Él quiere, con instrucciones de cómo hacerlo. Para llegar a esa postura, nadie me obligó a creer en nada.
Han pasado muchos años desde que renací a una nueva vida. Yo no creo que ningún testimonio pueda explicar extensamente lo que he visto y vivido, pero si de algo sirve lo que diga ahora, me daré por satisfecho. Es posible que no sea un buen exponente de lo que el programa sugiere. Después de todo, treinta y ocho años de vida retorcida, veintitrés de ellos bebiendo, no se cambian en tres lustros y algo más. Cambié, pero no con la rapidez o la calidad de otros más jóvenes y menos afectados. No quisiera ser soberbio, asegurando que por ser más dañado precisaba más tiempo para recuperarme. Pero sé que si persisto en practicar los Doce Pasos, el cambio llegará, no de maquillaje, con apariencia de bondad y tolerancia, sino de naturaleza. No corro más. Voy despacio porque llevo apuro. Soy una persona de hoy y de una copa. De hoy, porque mis fuerzas no alcanzan para proyectos descabellados. Y de una copa, porque con ésa despertará mi monstruosa obsesión aletargada por estos quince años de bendita sobriedad.
No obstante, debo admitir con un asomo de humildad que las cosas, en algún momento, se tornaron feas. En mi segundo año tuve problemas inconmensurables. Empecé a soslayar esos pequeños secretos que hacen grande a A.A. Olvidé que en mi mundo todavía oscuro, sólo necesitaba la luz de A.A. El resultado fue una profunda desazón.
Si había un perfecto borracho seco, ése era yo. El problema salpicó a mi hogar y a mi trabajo. En casa casi no se me veía y mi llegada tarde la justificaba diciendo que había tenido un día duro y estaba además ayudando a los borrachos. En parte era cierto, aunque había más de las viejas actitudes y de un pésimo carácter. Eso enojó a mi esposa, que no sólo me reprochó, sino que dijo: «Eras mejor cuando bebías. A.A. no te sirve para nada. No te aguanto más». Yo me pregunté: ¿Por qué me dice eso? Con el esfuerzo que hago para mantenerme sobrio. Ella no me valoriza.
Entonces cometí otro disparate. Resentido, me marché a otra ciudad de mi país, jurando no volver más. Me divorciaría y reharía mi vida. En esa misma ciudad, traté de iniciar otro grupo, con pobres resultados. Me frustré mucho y empecé a pensar si no había perdido mi tiempo ingresando a algo que me daba sólo problemas y me había separado de mi familia. Entonces, después de dos años, poco más o menos, pensé en beber, porque era muy posible que pasado ese tiempo yo hubiera recobrado la normalidad. Pero como seguía asistiendo a reuniones, un día conocí a un miembro que tenía algún tiempo sobrio y amablemente me invitó a su casa. Su sinceridad me indujo a compartirle mis preocupaciones. Mi amigo al escucharme, preocupado, me dijo: «Aun sobrio lo que has hecho es huir de la realidad. Ésta es tu fuga geográfica sin beber. Deberías tratar de madurar. Practica los Doce Pasos, te hacen mucha falta».
Yo pensé en una última autodefensa: «Otro que trata de regenerarme» y me retiré molesto. Esa noche, sin poder dormir, me puse a leer algunas páginas del Libro Grande que había llevado y hojeando descubrí una frase que me golpeó duro. Decía: «Si no lo lamentamos (lo que hemos hecho) y nuestra conducta sigue dañando a otro, es seguro que beberemos». Esto último me hizo reflexionar y me deprimió. Tuve miedo de beber y retornar al infierno que había sido mi vida anterior y decidí retornar a la paz de mi hogar. Mi esposa, una vez más, perdonó mis desplantes y yo decidí practicar el programa tal como se me sugería. Me puse al servicio de Alguien más grande que mi pobre orgullo. El «sólo por hoy» caló en mi vida con toda su potencia.
En A.A. me siento tan bien como en casa. Asisto constantemente a las reuniones, porque es la forma que tengo de aprender a vivir cada 24 horas. Pero, y esto es importante, aprendo más de los recién llegados que se unen a nosotros, sufridos, avergonzados y equivocados como yo estuviera un día.
Sólo me queda resaltar dos principios que encontré en A.A. Uno es la felicidad, una dama desconocida para mí. La vida en sobriedad es la felicidad misma y la vivo día a día para gozarla plenamente, a pesar de mis tribulaciones.
El otro principio es el amor. Una vez dentro de A.A. supe que la persona no moría cuando dejaba de existir, sino cuando dejaba de amar. Creía que amaba, pero mi «amor» era superficial, de boca. Sólo recibía, nunca daba.
Gracias a A.A. y a los Doce Pasos, sé que es mejor dar que recibir, pero dar de mí mismo, sin limitaciones o condiciones. No necesito abdicar de mis ansias de ser feliz. A.A. me enseñó algo más sublime aún. Es fácil amar cuando se encuentra en ello el propio provecho, pero es de gran elevación amar cuando por la felicidad de otros es preciso sacrificarse y hacerlo por gratitud.
Sólo así mi mundo cambiará, en la medida en que yo me deje cambiar y sólo cambiaré si me valgo del programa de A.A. y la guía de mi querido Dios. Estoy viviendo intensamente ese cambio. Yo se lo puedo asegurar.
Como su padre que murió de alcoholismo, se creía capaz de controlar su forma de beber, pero por mucho que se esforzara innumerables veces por convertirse en bebedor social, acabó perdiendo el control de su vida.
N
ACÍ hace 51 años en una comunidad, y en una sociedad, donde el uso del alcohol era una forma de relacionarse y hasta de ser «más hombre». Había un dicho que decía: «El hombre macho y fino debe oler a tabaco y vino».
Desde pequeño acompañaba a mi padre a la taberna en la cual él se bebía sus buenos vasos de vino, y recuerdo que me daba un poco, apenas nada, pero que lo bebía con agrado. En casa también bebíamos vino con gaseosa en las comidas, aunque los pequeños en menor cantidad; pero ya le encontraba yo cierto gusto satisfactorio. A los doce años, empecé a trabajar, y este hecho, más la bebida que me daban los oficiales, hacía que me sintiera superior a los niños de mi misma edad. Me creía un hombrecito; tanto era así que cuando fuera mayor quería ser como un tío mío con el cual trabajaba: bebedor y mujeriego. Conforme voy creciendo en este ambiente, observo que la timidez que tenía antes va desapareciendo, y que hago amistades con personas mayores que yo, con las cuales me siento a gusto siempre que haya alcohol de por medio. A los amigos de mi edad los rechazo, son demasiado niños. A los trece años, cojo mi primera gran borrachera al beberme medio litro de coñac ¡de una tocada! Como era por época de Navidades, mis padres creyeron que había sido por algún tipo de broma de alguno de mis amigos, y aunque les recriminaron el acto, yo no dejé su amistad, ni mucho menos la bebida.
A los catorce, y por cuestiones laborales de mi padre, nos encontrábamos en una gran ciudad. Empecé a trabajar y a relacionarme con compañeros, siempre mayores que yo, que se extrañaban de que siendo tan joven bebiera como uno de ellos. Yo me ufanaba de ello y les decía que así éramos de valientes los de mi pueblo.
Conforme voy creciendo, siempre con la bebida, observo que mi padre se va deteriorando cada vez más, y que su comportamiento, aunque no violento, no me gusta nada. Empieza a tener problemas graves en el trabajo y en su relación con mi madre; las relaciones familiares se van distanciando cada vez más, y oigo que empiezan a hablarle de ir al médico, desintoxicación, alcoholismo, etc. Él se resiste, y dice que no es nada, que controla el alcohol. Pero la situación va empeorando; empiezo a odiarlo y a desear su desaparición, cualquier cosa menos verlo, y mucho menos olerlo. No por el ejemplo dejé de beber; sino al contrario me reafirmé con la bebida, en lo que quería ser de pequeño, bebedor y mujeriego como mi tío, pero no alcohólico como mi padre.
Por fin mis plegarias fueron escuchadas y lo ingresaron debido a su alcoholismo, agravado con
delirium tremens
. De mala gana iba a visitarlo los domingos. Estas visitas me acortaban tiempo para hacer lo que yo ya necesitaba, que era beber e ir con mujeres. En casa ya se daban cuenta de que bebía demasiado, y me advertían de lo que le estaba pasando a mi padre. Yo les decía que no se preocuparan, que yo controlaba el alcohol y que nunca sería como él, un alcohólico. Cierto domingo en que tenía que visitarle, me negué a hacerlo y pasé el tiempo bebiendo. Al llegar a casa excusé mi estado ebrio diciendo que no me habían dejado entrar, porque se había hecho tarde para las visitas; y que, enfadado porque no me habían dejado ver a mi querido padre, había bebido un poco para mitigar la pena.