Mi padrino de hoy me ha ayudado a madurar, a formar mi carácter, a cortar con dependencias, a ser libre; lo quiero mucho. Siempre le agradezco a Dios por haberme regalado esta vida. A través de A.A. he llegado a entender el significado de «amarás a tu prójimo como a ti mismo». Mi padrino me lo ha inculcado. Le pido a Dios que tome todo lo bueno y malo que soy, lo transforme y lo utilice para ayudar a otro, porque hoy puedo decir con mucho orgullo: «Soy alcohólico y hoy no bebo». Antes me daba vergüenza decirlo, pero hoy me da vergüenza ser borracho y deshonesto. Sigo estando dispuesto a salvar mi vida, ayudando a salvar la de otro, contribuyendo, compartiendo, sirviendo café, contestando el teléfono y practicando los Pasos de A.A. funciona si tú estás dispuesto.
Se creía abandonada, desgraciada, sin salida ni esperanza. Ahora, con el apoyo de su Poder Superior y sus compañeros de A.A., vive tranquila y agradecida, pasando el mensaje de recuperación.
P
ASÉ veinticinco años tomando alcohol, pero dejé de beber hace poco más de tres. Tenía treinta y nueve años y recuerdo todavía aquella mañana: me estaba tomando la que sería mi última cerveza. No la saboreaba porque cada trago me hacía sufrir; había pasado varios días bebiendo y sabía que necesitaba parar de tomar. Temblaba, pues sentía mucho frío y sabía lo que vendría después. Sufría una de tantas y tantas resacas; tenía comezón en los brazos y en la cara. Miraba aquella botella como si fuera mi única salvación, pero lejos de sentirme mejor me sentía aún peor. Me dolía el cuerpo, pero sentía un dolor más allá del físico, era una punzada en el alma.
Esa mañana me encontraba en el departamento de mi hermana. Ella me dejó quedarme ahí mientras «todo se arreglaba». Caminaba de un lugar a otro y no encontraba mi lugar. Entré al baño y olía a limpio. Me paré frente al espejo y sentía tanta vergüenza de mí que cuando me miré solté el llanto. Me sentía sucia y vacía por dentro, y mientras vomitaba pensaba: «¿Por qué?» Ya llevaba muchos años sufriendo cada vez que me emborrachaba y eso era muy seguido. Después de cada borrachera, hacía una promesa, me hincaba y le gritaba a Dios. En muchas ocasiones lo culpaba y le decía, «Tú sabes que yo no quiero vivir así; haz algo, yo sé que puedes». Pero siempre sentía que no me escuchaba y que no me merecía que me escuchara. Me dolía mucho haber discutido con mi hija mayor, pero yo sabía que ella tenía razón; no obstante, me sentía yo la víctima, siempre dependiendo de mi enfermedad.
Mis hijas me vieron tomar desde siempre, pero el alcoholismo fue creciendo y yo fui empeorando junto con los problemas. No me perdonaba haberme emborrachado cuando me confiaron el cuidado de mi nieta de apenas dos años. Aunque no era la primera vez que tomaba de esa manera, esta vez anduve manejando por toda la ciudad en un carro que apenas caminaba. Y anduvimos así, de un lado a otro, por muchas horas, mi hija de nueve años y la nieta de dos, y yo en estado de ebriedad.
Mi hija nos estuvo buscando. Sabía que yo no andaba bien. Fuimos a visitar a otras personas que también bebían y fue allí donde me encontró y me hizo saber su miedo y su coraje.
Como pude, me regresé a casa y volvimos a discutir. Ella tenía razón, pero yo le reclamaba su comportamiento de los últimos meses, y así terminamos decidiendo que cada quien se fuera por su lado. Yo me sentía ofendida y opté por salirme de nuestra casa. Las dos teníamos el compromiso de mantener la casa que compramos con muchas ilusiones. Fue un compromiso que adquirimos en un corto tiempo que dejé de beber a fuerza de voluntad, pensando que nunca más volvería a tomar nada que tuviera alcohol. Pero con una mente trastornada y con mi historia de alcoholismo, me fue muy difícil mantenerme sin beber. Lo intenté a lo largo de mi carrera alcohólica y en todas las ocasiones fracasé. Pero esta vez había el compromiso de una casa. Yo sabía que ni ella podía sola, ni yo podría ni quería afrontarlo.
Empecé a tomar desde el hogar materno, sirviendo los tragos a los tíos que nos visitaban muy seguido. Cada vaso que servía lo probaba primero y, después de algunos sorbos, empezaba a sentirme bien y me quedaba dormida en el baño o en cualquier rincón de la casa. Me gustaba esa sensación porque me sentía otra.
Fui muy callada en la escuela; me sentía menos que los demás alumnos. No entendía el idioma ya que habíamos venido de otro país hacía muy pocos años, y cambiamos de escuela tantas veces que era difícil cada vez que había que empezar. Así que amistades tenía pocas y buenas amigas, ninguna. No tenía confianza, venía de «otro lado».
Decía que tomaba y me embriagaba porque cuando éramos niños nos habían abandonado con los abuelos. No me daba cuenta de la necesidad de una madre soltera de ayudar en la economía de su pobre hogar para hacer realidad su sueño de una vida mejor. Y por eso tuvo que dejarnos al cuidado de alguien. Llegué a darme cuenta de que yo no era la única que había sufrido. Estaban mis otros tres hermanos y ellos no eran alcohólicos.
Bebía mucho; creía que la vida me debía algo y que yo era la víctima de las situaciones malas. Viví muchos años con esa muleta y, cuando estaba ebria, si alguien me preguntaba por qué tomaba tanto, mi respuesta era larga y triste. Siempre fui muy impulsiva y de esa manera decidí un día irme de mi casa con el hombre que fue el padre de mis hijas. De esa misma manera me salí de su vida porque él era un borracho y un mujeriego y yo no estaba dispuesta a vivir así. Aunque yo nunca dejé de beber, pensaba que él era peor y no quise ver la verdad.
Cuando empecé a vivir sola, creí que eso era lo mejor. Y así empecé sin ningún freno, con muchas desveladas y crudas. Las lagunas mentales las experimenté de inmediato y asimismo perdía el dinero que ganaba trabajando en un taller de costura. Ganaba lo suficiente para vivir tranquila con mis hijas pero, en vez de buscar algo bueno, rentaba dos cuartos en un segundo piso tapizado de cucarachas y ni un baño privado tenía. Me mudé varias veces intentando ajustarme con lo poco que me quedaba, y trabajaba muchas horas extras. Trabajar tanto fue la razón por la que mis hijas quedaban abandonadas por mí y abandonadas por el papá, que entonces vivía su luna de miel.
Peor aún, la bebida se fue haciendo más común, ya también tomaba entre semana y aunque en ese tiempo todavía tenía fuerzas para levantarme e ir a trabajar, me deterioraba cada vez más. Experimentaba fracaso tras fracaso, tanto moral como emocionalmente. En una de mis borracheras perdí el conocimiento una Navidad. Me tomé unos jarabes muy fuertes combinados con una botella de ron, y después intenté quitarme la vida.
Desperté en un hospital y la familia me preguntaba por qué lo había hecho. ¿Hecho qué? No recordaba nada, pero fue muy doloroso saber que no me gustaba vivir. Por lo menos eso creía, porque lo volví a intentar. Esta vez quería saltar por la ventana. Me odiaba a mí misma y no podía o no sabía qué hacer.
En ese entonces encontré un médico con quien platicar y le confiaba muchas de mis cosas. Pero me enredé emocionalmente y a los dos años me volví a quedar embarazada.
Tuvimos problemas porque yo seguía bebiendo y con esa excusa él me dejó. Estaba sola otra vez, y ésa fue otra razón para retomar el camino del alcohol. Cuando nació mi niña, el padre estuvo ahí, pero sólo se mantuvo en contacto los dos primeros años.
De ahí decidí seguir mi vida sola y, cuando volví a agarrar la botella, fue con dobles ganas. Tal vez me quería volver loca para no enfrentarme a nada. No me gustaba mi manera de vivir; quise terminar la escuela y fracasé por seguir bebiendo. Eso me derrotaba aún más; me sentía sin valor alguno, pero todos tenían la culpa, menos yo.
De pronto me di cuenta de que algo andaba mal y busqué ayuda. Después de llamar a algunos hospitales encontré un lugar en donde se requería estar internada. Pero cuando me entrevistaron, me asustó pensar que debía quedarme seis meses y pensé que no podría dejar a mis hijas tanto tiempo sin mí. No me daba cuenta de que no me tenían; y pasé varios años más de locura evitando la realidad.
Me acerqué después a la religión. Quería creer, pero no tenía ni fe ni humildad. Decidí buscar viejas amistades y por recurrir siempre a esa «amiga», pasé más de seis años bebiendo y destrozando mis sueños de ser maestra. Eso era lo que quería, pero sin autoestima no lograba terminar la escuela. Empezaron las promesas y juramentos; ya mis hijas mayores tenían nueve y diez años y empezaban a ver todo lo que su mamá andaba haciendo. Traté de dejar la bebida a fuerza de voluntad, pero cuando me tomaba
sólo una
ya no podía detenerme. Ya no salía ni a trabajar porque no podía mantener un trabajo mucho tiempo. Trabajaba un día; la vergüenza no me dejaba ir a cobrar, y volvía a buscar otro trabajo.
Hasta que un día se me presentó la oportunidad de un trabajo que, por inconsciente e impulsiva, me llevó a parar mucho tiempo en una prisión. Esta vez sí tuve en cuenta a mis parientes, pues necesitaba que se hicieran cargo de mi familia. Fue muy difícil, ya que en prisión empecé a ver todo lo que había hecho, y a sufrir por no tener cerca a mis hijas. El miedo de pensar que algo les pasara me atormentaba. Así que sólo esperaba el día que llegara mi fecha de salida para empezar una nueva vida al lado de mis hijas, que ya eran unas señoritas.
Por fin llegó el día y cuando al fin bajé del autobús que me llevó hasta donde me esperaban, entre risas, abrazos y mucha emoción, les aseguré que nos esperaba algo nuevo.
Mi hija me dio la noticia de que yo iba a ser abuela. Hacía más de dos años que su papá se había muerto en un accidente, así que le dije que yo sería mamá y papá y que juntas nos arreglaríamos bien.
Pasaron algunos meses y el Señor Alcohol me esperaba paciente y seguro. Así fue como me volví a entregar en cuerpo y alma a lo que conocí toda la vida, y aunque intenté frenarlo, ya había hecho su trabajo conmigo. Otra vez más no sabía qué hacer y me encontré en la misma situación.
Ya era abuela y aún así nada me detenía. Las resacas y las lagunas mentales eran más crueles, pero no veía la solución. Me sentía tan desgraciada y me decía a mí misma que no quería esa vida, pero no sabía qué hacer para cambiarla. La familia entera estaba desilusionada, y con mucha razón. Así pasaron otros dos años de infierno. No tenía perdón y me avergonzaba pedirle a Dios ayuda porque sentía que no la merecía.
Una mañana de resaca moral, volví a buscar «algo» en la guía de teléfonos. No sabía qué, pero necesitaba algo más que no fuera alcohol. Encontré «A.A.» y llamé. Me informaron de los grupos y asistí a ellos un par de semanas. No sé cómo, tal vez por la confianza de creer que ya no volvería a emborracharme, volví una vez más a estar en las puertas del infierno.
En pocos meses viví lo que no había vivido en mi alcoholismo, y toqué un profundo fondo tras otro. Me convertí en una carga para mi familia, y mi estado físico y moral quedó muy deteriorado. Sabía que me estaba comportando mal, pero también sabía que existía un lugar donde se deja de beber y, principalmente, se deja de sufrir. Se deja también la autoconmiseración y, sobre todo, se deja de hacer sufrir a la familia y a la gente que nos quiere de verdad.
Aquella mañana en el departamento de mi hermana estuve pensando que Dios no me tenía abandonada, porque me dio la oportunidad de saber que había un lugar donde otras personas dejaron de beber.
Esta vez no me mandó el juez como en otras ocasiones. Llegué a un grupo que apenas empezaba y así empecé yo también. Al principio batallaba porque seguía culpando a otros; estaba atrasada en todos mis pagos y me seguía sintiendo víctima del destino. Pero, poco a poco, al pasar por varias experiencias, me fui dando cuenta de que el programa de los Doce Pasos es para mí y nadie más.
Llevo muy poco tiempo en esta comunidad tan diferente de lo que yo creía que era, pero los logros emocionales, morales y, por qué no, también espirituales, se dejan sentir. Ando muy ocupada con mi nuevo estilo de vida, pero necesito estar así. Entre el grupo, el servicio y visitas a centros de tratamiento, yo soy quien más se beneficia.
Hoy sé que no estoy sola y que mi Poder Superior nunca me soltó de su mano. Fue más paciente que el mismo alcohol. Busco la recuperación día a día y aunque aún tengo algunos problemas, los puedo enfrentar sin alcohol. Tengo a mis hijas cerca de mí y —otro regalo de Dios que viene en camino— el apoyo de un buen hombre que también es A.A. Cada día que pasa, algo o alguien me dice que lo mejor está por venir.
Me acostumbré a vivir una vida de infierno, de actos impulsivos y mucha inestabilidad, pero nunca me gustó el traje. Yo sabía que no me venía bien pero no sabía qué hacer para cambiarlo. Hoy trato de vivir este día agradecida y vivo tranquila.
Sólo me resta darle las gracias a Dios por haberme acercado a A.A. La única forma de pagarle y mostrarme agradecida es pasar el mensaje y no olvidarme de dónde salí.
Este «hombre de los miles de trabajos» estaba en fuga constante. Volvió, décadas después, a la casa paterna donde se había emborrachado por vez primera y allí se le abrió el camino hacia la sobriedad.
O
CTUBRE, otoñal y brillante, con olor a nieve, con aire renovador y vibrante, mi mes favorito. La Serie Mundial de béisbol. Posibles ganancias en las apuestas. Mi comité cerebral en control alcohólico. Ese incontrolable sentido de fatalidad, un pendiente sentimiento del desastre que sucedería, sin duda alguna. La salida, un par de tragos más, y esa desesperación se evaporaba, y volvía la falsa algarabía, y un rayito de esperanza de que esto algún día fuera a cambiar. Lo presentía, en desesperada vacilación. Sudando copiosamente a pesar del frío de octubre, entré a mi bar favorito. Había algunos comensales en la barra; saludándome, el
bartender
me preparó un trago de
scotch
y una cerveza. Automáticamente me acerqué a la vieja victrola, donde hacía años repetía las mismas canciones y dejé caer una moneda de veinticinco centavos y apreté la tecla de un tango. Sin saberlo, era mi última selección, en mi apodado «tangobar». Aquella selección sería la última, así como mi último trago en aquel bar y ciudad que me recibieran en mi juventud. Tomé varios tragos, y salí al frío de la tarde; una brisa glaciar me despejó, aunque temporalmente, de la cruda moral interna. Desde allí tomé un taxi al aeropuerto, hacia mi encuentro con Dios, A.A. y mi destino.
Semanas atrás había recibido la terrible noticia en el correo, de que me estaban buscando los federales para una auditoría de impuestos, y querían un pedazo de mi humanidad. Actuando con desafío y locura, decidí, una vez más, escaparme de las responsabilidades de la vida. Siempre lo había hecho. Un cambio geográfico temporal me daría espacio. Llamé por teléfono justo antes de abordar mi vuelo para postergar mi cita. La postergaron un par de meses, y mi adrenalina explotó. Yo podía desde un teléfono compaginar mi vida. Mi escape era una ciudad donde fluía la cachaza y la cerveza. Después de tres días de borrachera, otra ciudad, una semana. De retorno, otra parada, saludar a la banda de amigotes, y luego mi destino final. Habiendo trabajado en aviación comercial, ésta era mi ruta, ya me conocían. El campo estaba fértil, éste era el momento en mi vida en que el milagro iba a suceder. Pero antes, necesito, como en el trabajo de los Pasos, retornar al principio, donde todo comenzó…