El Libro Grande (25 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

Luego, querían saber si yo creía que podía dejar de beber por mis propios medios, sin ayuda alguna; si podía simplemente salir del hospital para no beber nunca. Si así fuera, sería una maravilla, y a ellos les agradaría conocer a un hombre que tuviera tal capacidad. No obstante, buscaban a una persona que supiera que tenía un problema que no podía resolver por sí misma y que necesitara ayuda ajena. Luego me preguntaron si creía en un Poder Superior. Eso no me causó ninguna dificultad, ya que nunca había dejado de creer en Dios, y había tratado repetidas veces de conseguir ayuda, sin lograrla. Luego me preguntaron si estaría dispuesto a recurrir a este Poder para pedir ayuda, tranquilamente y sin reservas.

Me dejaron para que reflexionara sobre esto, y me quedé echado en mi cama del hospital, pensando en mi vida pasada y repasándola. Pensé en lo que el alcohol me había hecho, en las oportunidades que había perdido, en los talentos que se me habían dado y en cómo los había malgastado; y finalmente llegué a la conclusión de que, aunque no deseara dejar de beber, debería desearlo, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para dejarlo.

Estaba dispuesto a admitir que había tocado fondo, que me había encontrado con algo con lo que no sabía enfrentarme solo. Así que, después de meditar sobre esto, y dándome cuenta de lo que la bebida me había costado, acudí a este Poder Superior, que para mí era Dios, sin reserva alguna, y admití que yo era impotente ante el alcohol, y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para deshacerme del problema. De hecho, admití que estaba dispuesto, de allí en adelante, a entregar mi dirección a Dios. Cada día trataría de buscar su voluntad y de seguirla, en vez de tratar de convencer a Dios de que lo que yo pensaba era lo mejor para mí. Entonces, cuando ellos volvieron, se lo dije.

Uno de los hombres, creo que fue el Dr. Bob, me preguntó: «Bueno, ¿quieres dejar de beber?» Respondí: «Sí, me gustaría dejarlo, por lo menos durante unos seis u ocho meses, hasta que pueda poner mis cosas en orden y vuelva a ganarme el respeto de mi esposa y de algunos otros, arreglar mis finanzas, etc…» Y los dos con esto se echaron a reír de buena gana, y me dijeron: «Sería mejor que lo que has estado haciendo, ¿verdad?» lo que era, por supuesto, la verdad. Y me dijeron: «Tenemos malas noticias para ti. A nosotros nos parecieron malas noticias, y a ti probablemente te lo parecerán también. Aunque hayan pasado seis días, meses o años desde que tomaste tu último trago, si te tomas una o dos copas acabarás atado a la cama en el hospital, como has estado durante los seis meses pasados. Eres un alcohólico». Que recuerde yo, esta fue la primera vez que presté atención a aquella palabra. Me imaginaba que era simplemente un borracho, y ellos me dijeron: «No, sufres de una enfermedad y no importa cuánto tiempo pases sin beber, después de tomarte uno o dos tragos, te encontrarás como estás ahora». En aquel entonces, esa noticia me fue verdaderamente desalentadora.

Seguidamente me preguntaron: «Puedes dejar de beber durante 24 horas, ¿verdad?» Les respondí: «Sí, cualquiera puede dejarlo, durante 24 horas». Me dijeron: «De esto precisamente hablamos. Veinticuatro horas cada vez». Esto me quitó un peso de encima. Cada vez que comenzaba a pensar en la bebida, me imaginaba los largos años secos que me esperaban sin beber; esta idea de las veinticuatro horas, y el que la decisión dependiera de mí, me ayudaron mucho.

(En este punto, la Redacción se interpone sólo lo suficiente como para complementar el relato de Bill D., el hombre en la cama, con el de Bill W., el que estaba sentado al lado de la cama). Dice Bill W.

Este último verano hizo 19 años que el Dr. Bob y yo le vimos (a Bill D.) por primera vez. Echado en su cama del hospital, nos miraba con asombro.

Dos días antes, el Dr. Bob me había dicho: «Si tú y yo vamos a mantenernos sobrios, más vale que nos pongamos a trabajar». En seguida, Bob llamó al Hospital Municipal de Akron y pidió hablar con la enfermera encargada de la recepción. Le explicó que él y un señor de Nueva York tenían una cura para el alcoholismo. ¿Tenía ella algún paciente alcohólico con quien la pudiéramos probar? Ella conocía al Dr. Bob desde hacía tiempo, y le replicó bromeando: «Supongo que ya la ha probado usted mismo».

Sí, tenía un paciente, y de primera clase. Acababa de llegar con
delirium tremens
. A dos enfermeras les había puesto los ojos morados, y ahora le tenían atado fuertemente. ¿Serviría éste? Después de recetarle medicamentos, Bob ordenó: «Ponle en una habitación privada. Le visitaremos cuando se despeje».

A Bill D. no pareció causarle mucha impresión. Con cara triste, nos dijo cansadamente: «Bueno, todo eso es para ustedes estupendo; pero para mí no puede serlo. Mi caso es tan malo que me aterra hasta la idea de salir del hospital. Y tampoco tienen que venderme la religión. Una vez fui diácono, y todavía creo en Dios. Parece que El apenas cree en mí».

Entonces, el Dr. Bob le dijo: «Bueno, quizá te sentirás mejor mañana. ¿Te gustaría vernos otra vez?»

«¡Cómo no!» respondió Bill D., «tal vez no sirva para nada, pero no obstante me gustaría verles. No cabe duda de que saben de lo que están hablando».

Al pasar más tarde por su habitación, le encontramos con su esposa Henrietta. Nos señaló con el dedo diciendo con entusiasmo: «Estos son los hombres de quienes te estaba hablando, los que entienden».

Luego Bill nos contó que había pasado casi toda la noche despierto, echado en la cama. En el abismo de su depresión nació de alguna manera una nueva esperanza. Le había cruzado por la mente como un relámpago la idea: «Si ellos pueden hacerlo yo también lo puedo hacer». Se lo dijo repetidas veces a sí mismo. Finalmente, de su esperanza surgió una convicción. Estaba seguro. Le vino entonces una profunda alegría. Sintió por fin una gran tranquilidad, y se durmió.

Antes de terminar nuestra visita, Bill se volvió hacia su esposa y le dijo: «Tráeme mis ropas, querida. Vamos a levantarnos e irnos de aquí». Bill D. salió del hospital como un hombre libre y nunca más volvió a beber.

El Grupo Número Uno de A.A. data de ese mismo día. (A continuación sigue la historia de Bill D.)

Durante los siguientes dos o tres días, llegué por fin a la decisión de entregar mi voluntad a Dios y de seguir el programa lo mejor que pudiera. Sus palabras y sus acciones me habían infundido una cierta seguridad. Aunque no estaba absolutamente seguro. No dudaba de que el programa funcionara, dudaba de que yo pudiera atenerme a él; llegué no obstante a la conclusión de que estaba dispuesto a dedicar todos mis esfuerzos a hacerlo, con la gracia de Dios, y que deseaba hacer precisamente esto. En cuanto llegué a esta decisión, sentí un gran alivio. Supe que tenía alguien que me ayudaría, en el que podía confiar, que no me fallaría. Si pudiera apegarme a Él y escuchar, conseguiría lo deseado. Recuerdo que, cuando los hombres volvieron, les dije: «Acudí a este Poder Superior, y le dije que estoy dispuesto a anteponer Su mundo a todo lo demás. Ya lo he hecho, y estoy dispuesto a hacerlo otra vez ante ustedes, o a decirlo en cualquier sitio, en cualquier parte del mundo, de aquí en adelante, sin tener vergüenza». Y esto, como ya he dicho, me deparó mucha seguridad; parecía quitarme una gran parte de mi carga.

Me acuerdo haberles dicho también que iba a ser muy duro, porque hacía otras cosas: fumaba cigarrillos, jugaba al póquer y a veces apostaba a los caballos; y me dijeron: «¿No te parece que en el presente la bebida te está causando más problemas que cualquier otra cosa? ¿No crees que vas a tener que hacer todo lo que puedas para deshacerte de ella?» Les repliqué a regañadientes: «Sí, probablemente será así». Me dijeron: «Dejemos de pensar en los demás problemas; es decir, no tratemos de eliminarlos todos de un golpe, y concentrémonos en el de la bebida». Por supuesto, habíamos hablado de varios de mis defectos y hecho un tipo de inventario que no fue difícil de hacer, ya que tenía muchos defectos que eran muy obvios, porque los conocía de sobra. Luego me dijeron. «Hay una cosa más. Debes salir y llevar este programa a otra persona que lo necesite y lo desee».

Llegado a este punto, mis negocios eran prácticamente no existentes. No tenía ninguno. Durante bastante tiempo, tampoco gocé, naturalmente, de mi buena salud. Me llevó un año y medio empezar a sentirme bien físicamente. Me fue algo duro, pero pronto encontré a gente que antes habían sido amigos y, después de haberme mantenido sobrio durante un tiempo, vi a esta gente volver a tratarme como lo habían hecho en años pasados, antes de haberme puesto tan malo que no prestaba mucha atención a las ganancias económicas. Pasé la mayor parte de mi tiempo tratando de recobrar estas amistades y de compensar de alguna forma a mi mujer, a quien había lastimado mucho.

Sería difícil calcular cuánto A.A. ha hecho por mí. Verdaderamente deseaba el programa y quería seguirlo. Me parecía que los demás tenían tanto alivio, una felicidad, un no sé qué, que yo creía que toda persona debía tener. Estaba tratando de encontrar la solución. Sabía que había aún más, algo que no había captado todavía. Recuerdo un día, una o dos semanas después de que salí del hospital, en el que Bill estaba en mi casa hablando con mi esposa y conmigo. Estábamos almorzando, y yo estaba escuchando, tratando de descubrir por qué tenían ese alivio que parecían tener. Bill miró a mi esposa y le dijo: «Henrietta, Dios me ha mostrado tanta bondad, curándome de esta enfermedad espantosa, que yo quiero únicamente seguir hablando de esto y seguir contándoselo a otras gentes».

Me dije: «Creo que tengo la solución». Bill estaba muy, muy agradecido por haber sido liberado de esta cosa tan terrible y había atribuido a Dios el mérito de haberlo hecho y está tan agradecido que quiere contárselo a otras gentes. Aquella frase: «Dios me ha mostrado tanta bondad, curándome de esta enfermedad espantosa, que únicamente quiero contárselo a otras gentes», me había servido como un texto dorado para el programa de A.A. y para mí.

Por supuesto, mientras pasaba el tiempo y yo empezaba a recuperar mi salud, sentí que no tenía que esconderme siempre de la gente, y esto ha sido maravilloso. Todavía asisto a las reuniones, porque me gusta hacerlo. Me encuentro con gente con quien me gusta hablar. Otro motivo que tengo para asistir es que estoy aún tan agradecido de tener tanto el programa como la gente que lo compone, que todavía quiero participar en las reuniones —y tal vez la cosa más maravillosa que me ha enseñado el programa— lo he visto muchas veces en el «A.A. Grapevine», y muchas personas me lo han dicho personalmente, y he visto a otras muchas ponerse de pie en las reuniones y decirlo, es lo siguiente: «Vine a A.A. únicamente con el propósito de lograr mi sobriedad, pero a través del programa de A.A. he encontrado a Dios».

Esto me parece lo más maravilloso que una persona puede hacer.

(2)
 
LAS MUJERES TAMBIÉN SUFREN

A pesar de tener grandes oportunidades, el alcohol casi terminó con su vida. Pionera en A.A., difundió la palabra entre las mujeres de nuestra etapa primera.

¿Q
UÉ ESTABA diciendo?… De lejos, como en un delirio, oí mi propia voz llamando a alguien, «Dorotea», hablando de tiendas de ropa, de trabajos… las palabras se fueron haciendo más claras… el sonido de mi propia voz me asustaba al irse acercando… y de repente, allí estaba, hablando no sé de qué, con alguien a quien no había visto nunca antes de aquel momento. De golpe, paré de hablar. ¿Dónde me encontraba?

Había despertado antes en habitaciones extrañas, completamente vestida, sobre una cama o un sofá; había despertado en mi propia habitación, dentro o sobre mi propia cama, sin saber qué hora del día era, con miedo a preguntar… pero esto era diferente. Esta vez parecía estar ya despierta, sentada derecha en una silla grande y cómoda, en el medio de una animada conversación con una mujer joven, que no parecía extrañarse de la situación. Ella estaba charlando, cómoda y agradablemente.

Aterrorizada, miré a mi alrededor. Estaba en una habitación grande, oscura, y amueblada de una manera bastante pobre, la sala de estar de un apartamento en el sótano de la casa. Escalofríos empezaron a recorrer mi espalda; me empezaron a castañear los dientes; mis manos empezaron a temblar y las metí debajo de mí para evitar que salieran volando. Mi miedo era real, pero no era el responsable de esas violentas reacciones. Yo sabía muy bien lo que eran, un trago lo arreglaría todo. Debía de haber pasado mucho tiempo desde mi última copa, pero no me atrevía a pedirle una a esta extraña. Tengo que salir de aquí. De cualquier forma, tengo que salir de aquí antes de que se descubra mi abismal ignorancia de cómo llegué aquí, y ella se dé cuenta de que yo estoy totalmente loca. Estaba loca, debía de estarlo.

Los temblores empeoraron y yo miré mi reloj, las seis en punto. La última vez que recuerdo mirar la hora era la una. Había estado sentada cómodamente en un restaurante con Rita, bebiendo mi sexto martini y esperando que el camarero se olvidara de nuestra comida o, por lo menos, lo suficiente como para tomarme un par de ellos más. Me había tomado sólo dos con ella, pero había conseguido tomarme cuatro en los quince minutos que la estuve esperando, y, naturalmente, los incontados tragos de la botella según me levantaba dolorosamente y me vestía de manera lenta y espasmódica. De hecho, a la una me encontraba muy bien, sin sentir dolor alguno. ¿Qué podía haber pasado? Aquello ocurrió en el centro de Nueva York, en la ruidosa calle 42… esto era obviamente una tranquila zona residencial. ¿Por qué me había traído aquí Dorotea? ¿Quién era esta mujer? ¿Cómo la había conocido? No tenía respuestas y no osaba preguntar. Ella no daba señal de que nada estuviera mal. Pero, ¿qué había estado haciendo en esas cinco horas perdidas? Mi cerebro daba vueltas. Podía haber hecho cosas terribles. ¡Y ni siquiera lo sabía!

De alguna forma, salí de allí y caminé cinco manzanas. No había ningún bar a la vista, pero encontré la estación del Metro. El nombre no me era familiar y tuve que preguntar por la línea de Grand Central. Me llevó tres cuartos de hora y dos trasbordos llegar allí, de vuelta en mi punto de partida. Había estado en las remotas zonas de Brooklyn.

Esa noche me puse muy borracha, lo cual era normal, pero recordé todo, lo que era muy extraño. Me acordé de estar en lo que, mi hermana me aseguró, era mi proceso de todas las noches, de tratar de buscar el nombre de Willie Seabrook en la guía de teléfonos. Recordé mi firme decisión de encontrarle y pedirle que me ayudara a entrar en esa «casa de recuperación», de la que había escrito. Recordé que aseguraba que iba a hacer algo al respecto, que no podía seguir… Recordé el haber mirado con ansia a la ventana como una solución más fácil, y me estremecía con el recuerdo de esa otra ventana, tres años antes, y los seis agonizantes meses en una sala de un hospital de Londres. Recordé cuando llenaba de ginebra la botella del agua oxigenada que guardaba en mi armarito de las medicinas, en caso de que mi hermana descubriera la que escondía debajo del colchón. Y recordé el pavoroso horror de aquella interminable noche en que dormí a ratos y me desperté goteando sudor frío y temblando con una total desesperación, para terminar bebiendo apresuradamente de mi botella y desmayándome de nuevo. «Estás loca, estás loca, estás loca» martilleaba mi cerebro en cada rayo de conocimiento, para ahogar el estribillo con un trago.

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