El Libro Grande (24 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

No voy a relatar todas mis experiencias en hospitales y sanatorios.

Durante todo este tiempo nuestros amigos nos condenaron más o menos al ostracismo. No podían invitamos porque era seguro que me emborracharía y mi esposa no se atrevía a invitar a nadie por la misma razón. Mi fobia por el insomnio imponía que me emborrachara cada noche, pero para poder conseguir licor para la siguiente tenía que estar sobrio por la mañana y abstenerme de beber hasta las cuatro de la tarde por lo menos. Proseguí con esta rutina durante diecisiete años con pocas interrupciones. En realidad era una pesadilla horrible ese ganar dinero, conseguir licor, meterlo a escondidas a la casa, emborracharme, temblar por las mañanas, tomar grandes dosis de sedantes para poder ganar más dinero y así
ad nauseam
. Les prometía que no volvería a beber a mi esposa, a mis hijos y a mis amigos, promesas que raramente me mantenían sobrio ni durante un día a pesar de haber sido muy sincero al hacerlas.

Para beneficio de los inclinados a los experimentos, debo mencionar el llamado experimento de la cerveza. Poco tiempo después de suspenderse la prohibición de vender cerveza, creí que estaba a salvo. La cerveza me parecía inocua; podía beber toda la que quisiera. Nadie se emborrachaba con cerveza. Con el consentimiento de mi buena esposa llené de cerveza el sótano hasta los topes. Al poco tiempo estaba consumiendo cuando menos una caja y media de botellas por día. Subí de peso treinta libras en unos dos meses, parecía un cerdo y me sentía incómodo por falta de respiración. Entonces se me ocurrió que, cuando todo uno olía a cerveza, nadie podía decir lo que había bebido, así que empecé a reforzar mi cerveza con puro alcohol. Desde luego, el resultado fue muy malo, y esto puso fin al experimento de la cerveza.

Más o menos en la época de este experimento fui a dar con un grupo de personas que me atraían por su aparente equilibrio, buena salud y felicidad. Hablaban sin ninguna turbación, cosa que yo nunca podía hacer, se les veía muy reposados en cualquier ocasión y parecían muy saludables. Por encima de estos atributos, parecían felices. Me sentía cohibido e intranquilo la mayor parte del tiempo, mi salud era precaria y me sentía completamente infeliz. Tuve la sensación de que ellos tenían algo que yo no tenía y que podría aprovechar de buena gana. Supe que se trataba de algo de índole espiritual, lo cual no me atraía mucho pero pensé que no podría hacerme ningún daño. Le dediqué mucho tiempo y estudié el asunto durante dos años y medio, pero a pesar de eso me emborrachaba todas las noches. Leí todo lo que pude encontrar y hablé con todo el que creía que sabía algo acerca de ello.

Mi esposa se interesó mucho y fue su interés el que sostuvo el mío a pesar de que entonces no veía que pudiera ser una solución para mi problema con el licor. Nunca sabré cómo mi esposa conservó su fe y su valor durante todos esos años, pero lo hizo. Si no hubiera sido así, sé que desde hace mucho yo estaría muerto. Quién sabe por qué, nosotros los alcohólicos parece que tenemos el don de escoger a las mujeres mejores del mundo. Por qué han de ser sometidas a las torturas que les infligimos es algo que no puedo explicarme.

Por aquellos días una señora llamó a mi esposa un sábado por la tarde para decirle que quería que yo fuese a su casa esa noche, a conocer a un amigo de ella que podría ayudarme. Era la víspera del Día de la Madre y había llegado a casa bien borracho llevando una planta en una maceta que puse en la mesa; acto seguido subí a mi cuarto y perdí el conocimiento. Al día siguiente volvió a llamar aquella señora. Queriendo ser cortés aunque me sentía muy mal, dije: «Vamos a hacer la visita» e hice a mi esposa prometerme que no nos quedaríamos más de quince minutos.

Llegamos a su casa a las cinco y eran las once y cuarto cuando salimos. Tuve posteriormente dos conversaciones más breves con este hombre y dejé de beber repentinamente. Este período seco duró como tres semanas. Entonces fui a Atlantic City para asistir a una reunión de una sociedad nacional de la que era miembro y que duró algunos días. Me bebí todo el whisky que llevaban en el tren y compré varias botellas de camino al hotel. Esto sucedió un domingo; me emborraché esa noche, estuve sin beber el lunes hasta después de la comida y procedí a embriagarme otra vez. Bebí todo lo que me atreví a beber en el bar y me fui a mi cuarto a terminar la borrachera. El martes empecé por la mañana y por la tarde ya estaba bien arreglado. No quise quedar mal y por eso pagué mí cuenta y me fui del hotel. En el camino a la estación del ferrocarril compré licor. Tuve que esperar algún tiempo la salida del tren. A partir de entonces no recuerdo nada sino hasta que desperté en la casa de un amigo que vivía en un pueblo cercano. Esas buenas personas avisaron a mi esposa y ella mandó a mi nuevo amigo para que me llevara a mi casa. Llegó, me llevó, me acostó, me dio unas copas esa noche y una botella de cerveza el día siguiente.

Eso fue el 10 de junio de 1935, y fue mi última copa. Al escribir esto han pasado casi cuatro años.

La pregunta que podría venirte a la mente sería: «¿Qué fue lo que dijo o hizo ese hombre que fue tan diferente de lo que otros habían dicho o hecho?» Debe recordarse que yo había leído mucho y hablado con todo aquel que sabía, o creía que sabía, algo acerca del alcoholismo. Pero este era un hombre que había pasado por años de beber espantosamente, que había tenido la mayoría de las experiencias de borracho conocidas por el hombre, pero que se había recuperado por los mismos medios que había yo estado tratando de emplear, o sea: el enfoque espiritual. Me dio información sobre el tema del alcoholismo que indudablemente fue de gran ayuda.
Mucho más importante fue el hecho de que él era el primer ser humano con quien yo hablaba que sabía por experiencia personal de lo que estaba hablando cuando se refería al alcoholismo. En otras palabras, hablaba mi propio idioma
. Sabía todas las respuestas y ciertamente, no porque las hubiese sacado de sus lecturas.

Es una maravillosa bendición estar liberado de la terrible maldición que pesaba sobre mí. Mi salud es buena y he recobrado el respeto de mí mismo y el de mis colegas. Mi vida hogareña es ideal y mis negocios todo lo bueno que pueda esperarse en estos tiempos inseguros. Dedico mucho tiempo a pasar lo que aprendí a otras personas que lo quieren y necesitan mucho. Los motivos que tengo para hacerlo son:

  1. Sentido del deber.
  2. Es un placer.
  3. Porque al hacerlo estoy pagando mi deuda al hombre que se tomó el tiempo para pasármela a mí.
  4. Porque cada vez que lo hago me aseguro un poco más contra una posible recaída.

A diferencia de la mayoría de nosotros, no me sobrepuse totalmente al ansia de licor durante los primeros dos años y medio. Casi siempre la sentía; pero nunca estuve ni siquiera próximo a ceder a ella. Me inquietaba terriblemente ver a mis amigos beber, sabiendo que yo no podía, pero me discipliné a creer que, aunque una vez había tenido ese mismo privilegio, había abusado de él tan espantosamente que me había sido retirado. Así que no me corresponde protestar porque, después de todo, nadie tuvo nunca que tirarme al suelo para echarme el licor por el gaznate.

Si crees que eres un ateo, un agnóstico, un escéptico, o tienes cualquiera otra forma de orgullo intelectual que te impida aceptar lo que hay en este libro, lo siento por ti. Si crees que todavía tienes fuerzas suficientes para ganar solo la partida, es cuestión tuya. Pero si verdaderamente quieres dejar de beber de una vez por todas, y sinceramente sientes que necesitas ayuda, sabemos que tenemos una solución para ti. Nunca falla, si uno se dedica a ello con la mitad del ahínco que tenía la costumbre de demostrar cuando estaba tratando de conseguir otra copa.

¡Tu Padre Celestial nunca te abandonará!

(1)
 
EL ALCOHÓLICO ANÓNIMO NÚMERO 3

Miembro pionero del Grupo Nº 1 de Akron, el primer grupo de A.A. en el mundo. Preservó su fe, y por esto, él y otros muchos encontraron una vida nueva.

U
NO DE CINCO HIJOS, nací en una granja en el condado de Carlyle, Kentucky. Mis padres eran gente acomodada y un matrimonio feliz. Mi esposa, oriunda también de Kentucky, me acompañó a Akron, donde terminé mis estudios de Leyes en la Facultad de Derecho de Akron.

El mío es en cierto modo un caso inusitado. No hubo episodios de infelicidad durante mi niñez que pudieran explicar mi alcoholismo. Aparentemente, tenía una propensión natural a la bebida. Estaba felizmente casado y, como he dicho, nunca tuve ninguno de los motivos, conscientes o inconscientes, que a menudo se citan para beber. No obstante, como indica mí historial, llegué a convertirme en un caso grave.

Antes de que la bebida me derrotara completamente, logré tener algunos éxitos apreciables, habiendo servido como miembro del consejo municipal y administrador financiero de Kenmore, un suburbio que más tarde se incorporó a la ciudad misma. Pero todo esto se fue esfumando según bebía cada vez más. Así que, cuando llegaron Bill y el Dr. Bob, mis fuerzas se habían agotado.

La primera vez que me emborraché, tenía ocho años. No fue culpa de mi padre ni de mi madre, quienes se oponían fuertemente a la bebida. Un par de trabajadores estaban limpiando el granero de la finca, y yo les acompañaba montado en el trineo. Mientras ellos cargaban, yo bebía sidra de un barril que había en el granero. Después de dos o tres recorridos, en un viaje de vuelta, perdí el conocimiento y me tuvieron que llevar a casa. Recuerdo que mi padre tenía whisky en la casa con propósitos medicinales y para servir a los invitados, y yo lo bebía cuando no había nadie a mi alrededor y luego añadía agua a la botella para que mis padres no se dieran cuenta.

Seguí así hasta que me matriculé en la universidad estatal y, pasados cuatro años, me di cuenta de que era un borracho. Mañana tras mañana me despertaba enfermo y temblando, pero siempre disponía de una botella colocada en la mesa al lado de mi cama. La cogía, me echaba un trago y, a los pocos minutos, me levantaba, me echaba otro, me afeitaba, desayunaba, me metía en el bolsillo un cuarto de litro de licor, y me iba a la universidad. En los intervalos entre mis clases, corría a los servicios, bebía lo suficiente como para calmar mis nervios y me dirigía a la siguiente clase. Eso fue en 1917.

En la segunda parte de mi último año en la universidad, dejé mis estudios para alistarme en el ejército. En aquel entonces, a esto lo llamaba patriotismo. Más tarde, me di cuenta de que estaba huyendo del alcohol. En cierto grado, me ayudó, ya que me encontré en lugares en donde no podía conseguir nada de beber, y así logré romper el hábito.

Luego entró en vigor la Prohibición, y el hecho de que lo que se podía obtener era tan malo, y a veces mortal, unido al de haberme casado y tener un trabajo que no podía descuidar, me ayudaron durante un período de unos tres o cuatro años; aunque cada vez que podía conseguir una cantidad de licor suficiente para empezar, me emborrachaba. Mi esposa y yo pertenecíamos a algunos clubs de bridge, en donde se comenzaba a fabricar y a servir vino. No obstante, después de dos o tres intentos, supe que esto no me convencía, ya que no servían lo suficiente para satisfacerme, así que rehusé beber. Ese problema, sin embargo, pronto se resolvió cuando empecé a llevarme mi propia botella conmigo y a esconderla en el retrete o entre los arbustos.

Según pasaba el tiempo, mi forma de beber iba empeorando. Me ausentaba de la oficina durante dos o tres semanas; días y noches espantosas en las que me veía tirado en el suelo de mi casa, buscando la botella a tientas, echándome un trago y volviéndome a hundir en el olvido.

Durante los primeros seis meses de 1935, me hospitalizaron ocho veces por embriaguez y me ataron a la cama durante dos o tres días antes de que supiera dónde estaba.

El 26 de junio de 1935, llegué otra vez al hospital, y me sentí desanimado, por no decir más. Cada una de las siete veces que me había ido del hospital durante los últimos seis meses, salí resuelto a no emborracharme, por lo menos durante ocho meses. No fue así; no sabía cuál era el problema, y no sabía qué hacer.

Aquella mañana me trasladaron a otra habitación, y allí estaba mi esposa. Pensé: «Bueno, me va a decir que hemos llegado al fin». No podía culparla, y no tenía intención de tratar de justificarme. Me dijo que había hablado con dos personas acerca de la bebida. De esto me resentí mucho, hasta que me informó que eran un par de borrachos como yo. Decírselo a otro borracho no era tan malo.

Me dijo: «Vas a dejarlo». Esto valió mucho, aunque no lo creía. Luego me dijo que los borrachos con quienes había hablado, tenían un plan a través del cual creían que podían dejar de beber, y una parte del plan era el contárselo a otro borracho. Esto iba a ayudarles a mantenerse sobrios. Toda la demás gente que había hablado conmigo quería ayudarme, y mi orgullo no me dejaba escucharlos, creándome únicamente resentimientos. Me pareció, no obstante, que sería una mala persona si no escuchaba por un rato a un par de hombres, si esto les podría curar. También me dijo que no podía pagarles aunque quisiera y tuviera el dinero para hacerlo, dinero que no tenía.

Entraron y empezaron a instruirme en el programa que más tarde se conocería como Alcohólicos Anónimos, y que en aquel entonces no era muy extenso.

Los miré, dos hombres grandes, de más de seis pies de altura, y de apariencia muy agradable. (Más tarde supe que eran Bill W. y el Dr. Bob). Poco después empezamos a relatar algunos acontecimientos de nuestro beber y, naturalmente, me di cuenta rápidamente que ambos sabían de lo que estaban hablando, porque cuando se está borracho, uno puede sentir y oler cosas que no se pueden en otros momentos. Si me hubiera parecido que no sabían de lo que estaban hablando, no habría estado dispuesto en absoluto a hablar con ellos.

Pasado un rato, Bill dijo: «Bueno, has estado hablando mucho; deja que hable yo por unos minutos». Así que, después de escuchar un poco más de mi historia, se volvió hacia el Dr. Bob, creo que él no sabía que lo oía, y dijo: «Bueno, me parece que vale la pena trabajar con él y salvarle». Me preguntaron: «¿Quieres dejar de beber? Tu beber no es asunto nuestro. No estamos aquí para tratar de quitarte ningún derecho o privilegios tuyos; pero tenemos un programa a través del cual creemos que podemos mantenernos sobrios. Una parte de este programa consiste en que lo pasemos a otra persona, que lo necesite y lo quiera. Si no lo quieres, no malgastaremos tu tiempo, y nos iremos a buscar a otro».

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