Todo siguió así hasta que dos meses más tarde aterricé en un hospital y empezó mi lucha por la vuelta a la normalidad. Había estado así durante más de un año. Tenía treinta y dos años de edad.
Cuando miro hacia atrás y veo ese horrible último año de constante beber, me pregunto cómo pude sobrevivir tanto física como mentalmente. Había habido, naturalmente, períodos en los que existía una clara comprensión de lo que había llegado a ser, acompañada por recuerdos de lo que había sido, y de lo que había esperado ser. El contraste era bastante impresionante. Sentada en un bar de la Segunda Avenida, aceptando tragos de cualquiera que los ofreciese, después de gastar lo poco que tenía; o sentada en casa sola, con el inevitable vaso en la mano, me ponía a recordar y, al hacerlo, bebía más de prisa, buscando caer rápidamente en el olvido. Era difícil reconciliar este horroroso presente con los simples hechos del pasado.
Mi familia tenía dinero, nunca había sido privada de ningún deseo material. Los mejores internados, y una escuela privada de educación social en Europa me había preparado para el convencional papel de debutante y joven matrona. La época en la que crecí (la era de la Prohibición inmortalizada por Scott Fitzgerald y John Held, Jr.) me había enseñado a ser alegre con los más alegres; mis propios deseos internos me llevaron a superarles a todos. El año después de mi presentación en la sociedad, me casé. Hasta aquel momento, todo iba bien, todo de acuerdo al plan indicado, como otros tantos miles. Entonces la historia empezó a ser la mía propia. Mi marido era alcohólico, yo sólo sentía desprecio por aquellos que no tenían para la bebida la misma asombrosa capacidad que yo, el resultado era inevitable. Mi divorcio coincidió con la bancarrota de mi padre, y me puse a trabajar, deshaciéndome de todo tipo de lealtades y responsabilidades hacia cualquiera que no fuera yo misma. Para mí, el trabajo era un medio para llegar al mismo fin, poder hacer aquello que quisiera.
Los siguientes diez años, hice sólo eso. Buscando más libertad y emoción me fui a vivir a ultramar. Tenía mi propio negocio, de suficiente éxito como para permitirme la mayoría de mis deseos. Conocía a toda la gente que quería conocer. Veía todos los lugares que quería ver. Hacía todas las cosas que quería hacer, y era cada vez más desgraciada. Testaruda, obstinada, corría de placer en placer y encontraba que las compensaciones iban disminuyendo hasta desvanecerse. Las resacas empezaron a tener proporciones monstruosas, y el trago de por la mañana llegó a ser de urgente necesidad. Las lagunas mentales eran cada vez más frecuentes, y rara vez me acordaba de cómo había llegado a casa. Cuando mis amigos insinuaban que estaba bebiendo demasiado, dejaban de ser mis amigos. Iba de grupo en grupo, de lugar en lugar, y seguía bebiendo. Con sigilosa insidia, la bebida había llegado a ser más importante que cualquier otra cosa. Ya no me proporcionaba placer, simplemente aliviaba el dolor; pero tenía que tenerla. Era amargamente infeliz. Sin duda había estado demasiado tiempo en el exilio; debía volver a América. Lo hice y, para sorpresa mía, mi problema empeoró.
Cuando ingresé en un hospital psiquiátrico para un tratamiento intensivo, estaba convencida de que tenía una seria depresión mental. Quería ayuda y traté de cooperar. Al ir progresando el tratamiento, empecé a formarme una idea más clara de mí misma, y de ese temperamento que me había causado tantos problemas. Había sido hipersensible, tímida, idealista. Mi incapacidad para aceptar las duras realidades de la vida me había convertido en una escéptica desilusionada, revestida de una armadura que me protegía contra la incomprensión del mundo. Esa armadura se había convertido en los muros de una prisión, encerrándome en ella con mi miedo y mi soledad. Todo lo que me quedaba era una voluntad de hierro para vivir mi propia vida a pesar del mundo exterior. Y allí me encontraba yo: una mujer aterrorizada por dentro y desafiante por fuera, que necesitaba desesperadamente un apoyo para continuar.
El alcohol era ese apoyo, y yo no veía cómo podía vivir sin él. Cuando el doctor me decía que no debía de beber nunca más,
no pude permitirme el creerle
. Tenía que insistir en mis intentos por enderezarme, tomando los tragos que necesitara, sin que se volvieran en mi contra. Además, ¿cómo podía él entender? No era bebedor, no sabía lo que era necesitar un trago, ni lo que un trago podía hacer por uno en un apuro. Yo quería vivir, no en un desierto, sino en un mundo normal. Y mi idea de un mundo normal era estar rodeada de gente que bebía; los abstemios no estaban incluidos. Estaba segura de que no podía estar con gente que bebía, sin beber. En esto tenía razón; no me sentía a gusto con ningún tipo de persona sin estar bebiendo. Nunca lo había estado.
Naturalmente, a pesar de mis buenas intenciones y de mi vida protegida tras de los muros del hospital, me emborraché varias veces y quedé asombrada, y muy trastornada.
Fue en aquel momento cuando mi doctor me dio el libro
Alcohólicos Anónimos
para que lo leyera. Los primeros capítulos fueron una revelación para mí. ¡Yo no era la única persona en el mundo que se sentía y comportaba de esa manera! No estaba loca, ni era una depravada; era una persona enferma. Padecía una enfermedad real que tenía un nombre y unos síntomas, como los de la diabetes o el cáncer. ¡Y una enfermedad era algo respetable, no un estigma moral! Pero entonces encontré un obstáculo. No tragaba la religión y no me gustaba la mención de Dios o de cualquiera de las otras mayúsculas. Si aquella era la salida, no era para mí. Yo era una intelectual y necesitaba una respuesta intelectual, no emocional. Así de claro se lo dije a mi doctor. Quería aprender a valerme por mí misma, no cambiar un apoyo por otro, y mucho menos por uno tan intangible y dudoso como aquél era. Así continué varias semanas, abriéndome camino a regañadientes a través del ofensivo libro y sintiéndome cada vez más desesperada.
Entonces, ocurrió el milagro. ¡A mí! A todo el mundo no le ocurre tan de repente, pero tuve una crisis personal que me llenó de cólera justificada e incontenible. Mientras bufaba desesperadamente de la cólera y planeaba coger una buena borrachera para
enseñarles
, mis ojos captaron una frase del libro que estaba abierto sobre la cama, «No podemos vivir con cólera». Los muros se derrumbaron y la luz apareció. No estaba atrapada; no estaba desesperada. Era libre, y no tenía que beber para enseñarles. Esto no era la «religión» ¡era libertad! Libertad de la cólera y del miedo, libertad para conocer la felicidad y el amor.
Fui a una reunión para conocer por mí misma al grupo de locos y vagabundos que habían realizado esta obra. Ir a una reunión de gente era una de esas cosas que toda mi vida —desde el día en que dejé mi mundo privado de libros y sueños para encontrarme en el mundo real de la gente, las fiestas, y el trabajo— me había hecho sentir como una intrusa, y para ser parte de ellas necesitaba el estímulo animador de la bebida. Me fui temblando a una casa en Brooklyn llena de gente de mi clase. Hay otro significado de la palabra hebrea que se traduce como «salvación» en la Biblia, y éste es: «volver a casa». Había encontrado mi «salvación». Ya no estaba sola.
Aquel fue el principio de una nueva vida, una vida más completa y feliz de lo que nunca había conocido o creído posible. Había encontrado amigos, amigos comprensivos que a menudo sabían mejor que yo misma, lo que pensaba y sentía y que no me permitían refugiarme en una prisión de miedo y soledad por una ofensa o insulto imaginarios. Comentando las cosas con ellos, grandes torrentes de iluminación me mostraban a mí misma como en realidad yo era, y era como ellos. Todos nosotros teníamos en común cientos de rasgos característicos, de miedos y fobias, gustos y aversiones. De repente pude aceptarme a mí misma, con defectos y todo, como yo era, después de todo, ¿no éramos todos así? Y, aceptando, sentí una nueva paz interior, y la voluntad y la fuerza para enfrentarme a las características de una personalidad con las que no había podido vivir.
La cosa no paró allí. Ellos sabían lo que hacer con esos abismos negros que bostezaban, listos para tragarme cuando me sentía deprimida o nerviosa. Había un programa concreto, diseñado para asegurarnos a nosotros, los evasivos de siempre, la mayor seguridad interior posible. Según iba poniendo en práctica los Doce Pasos, se iba disolviendo la sensación de desastre inminente que me había perseguido durante años. ¡Funcionó!
Miembro en activo de A.A. desde 1939, al fin me siento un miembro útil de la raza humana. Tengo algo con lo que puedo contribuir a la humanidad, ya que estoy peculiarmente cualificada, como compañera de fatigas, para prestar ayuda y consuelo a aquellos que han tropezado y caído en este asunto de enfrentarse con la vida. Tengo mi mayor sensación de logro al saber que he tomado parte en la nueva felicidad que han conseguido otros muchos como yo. El hecho de poder trabajar y ganarme la vida de nuevo, es importante, pero secundario. Creo que mi fuerza de voluntad, una vez exagerada, ha encontrado su justo lugar, porque puedo decir muchas veces al día, «Hágase Tu voluntad, no la mía»… y ser sincera al decirlo.
En todos sus viajes, no podía eludir la botella ni a sí mismo, logró por fin emerger de una vida amarga y desolada y llegó a ser uno de los primeros mensajeros de A.A. en Puerto Rico.
C
OMENCÉ beber a la edad de dieciséis años, en la ciudad de Nueva York. Años más tarde, mientras trabajaba como viajante por toda la América del Sur y las Antillas, de bebedor social me convertí en bebedor fuerte. Al llegar a la edad de 43 años, me di perfecta cuenta de que tenía un problema con el alcohol, pues lo que hasta entonces había considerado como un hábito, se había trocado en una obsesión de tal índole que no podía pasármelas sin el «trago»
Preocupado por ese problema, acudí donde dos psiquiatras, uno del Presbyterian Medical Center y el otro, el Dr. X, asociado de uno de los más connotados psiquiatras de Estados Unidos. El primero que fui a ver en el Centro Médico Presbiteriano, supo desentrañar lo que me ocurría porque hasta me habló de Alcohólicos Anónimos, cuyo movimiento estaba para entonces en los comienzos. Eso sucedió allá por el año 1939. Recuerdo que aquel médico me dijo que había oído hablar de un grupo de hombres y mujeres que estaban haciendo algo eficaz para resolver su problema alcohólico y que si era de mi agrado conocer a esa gente podía ponerme en contacto con ellos. Pero A.A. no me interesó en esa época y así se lo hice saber. De mi experiencia con el otro psiquiatra haré mención más adelante.
Comprendiendo que el problema de la bebida seguía complicándoseme, decidí ir a Hot Spring, Arkansas, a tomar los baños, pensando que me harían bien, y efectivamente, físicamente fue así porque estaba padeciendo de artritis alcohólica y tuve gran alivio por cerca de un año. Entonces comencé de nuevo a sentirme mal y fui a ver al Dr. X, asiduo cliente de mi
restaurant-bar
. Me dijo que no me ocurría nada, que no tenía por qué preocuparme ya que él creía que yo no tenía ningún problema con el alcohol. Y me dijo que pronto pasaría por mi establecimiento para que nos tomáramos algunos tragos de Dubonnet. En efecto, el domingo siguiente el Dr. X me dispensó una visita, obsequiándome con un par de Dubonnets que gustosamente reciproqué con varios «Old Fashions». A esos tragos siguieron otros, después de los cuales el mozo del
restaurant
y yo tuvimos que llevar al doctor a su casa porque estaba tambaleándose.
Al ver que los médicos no podían ayudarme a controlar la bebida, pensé que tal vez un cambio de ambiente podría librarme de esa tenaz obsesión alcohólica. Sabía que estaba bebiendo exageradamente y no sabía a qué atribuirlo, si echarle la culpa a mi mujer por su carácter dominante, a mi socio, o a lo que fuera. La verdad es que no tenía la respuesta del porqué estaba haciendo las cosas que venía haciendo en mi negocio y en mi vida personal casi sin objetivos. De manera que puse manos a la obra, vendí mi participación en el negocio, di la mitad de lo que obtuve en metálico a mi señora y después de conseguir algunas agencias de casas americanas, me vine para Puerto Rico en 1941. Después de mi llegada a la Isla, me hospedé en el Hotel Palace, y a pesar de que traía varias botellas que los amigos me habían dado al despedirme en Nueva York para que trajera conmigo en el viaje y las cuales no había usado, y a pesar de tener también conmigo un par de cajas de vino «San Benito», marca que representaba en Puerto Rico, por una semana me mantuve abstemio en tierra puertorriqueña. Entonces repentinamente comencé a beber de nuevo, con tal ímpetu que a los tres meses de continuas borracheras fui a parar al Hospital Presbiteriano. Allí estuve bajo tratamiento de un simpático doctor que me recetó muchas vitaminas para fortalecerme. Aquel médico bonachón, después que me repuse con el tratamiento vitamínico, me aconsejó que no bebiese licores fuertes; que cuando sintiera ganas de beber me tomara una botella de cerveza y todo marcharía bien. Claro está, el que le hable a un borracho de «una botella de cerveza» lo pone a pensar enseguida en una de esas botellonas grandes de cerveza de cinco galones. De más está decir que el experimento de la cerveza no dio resultado.
Poco después de salir del Hospital Presbiteriano estalló la Segunda Guerra Mundial, paralizándose mi negocio debido al gran descenso en las importaciones. A pesar de ese revés, decidí quedarme aquí. Un buen amigo me ofreció un empleo, que acepté, en el Gobierno Federal, como capataz. Me aseguró que de ahí subiría pronto a otro puesto mejor. Así ocurrió. Trabajé en ese puesto por uno o dos meses cuando cierto día vino a hablar conmigo un oficial del ejército que se estaba haciendo cargo de la transportación general por mar y tierra del equipo pesado del ejército. Le caí bien porque notó que hablaba bastante el castellano y se enteró de que yo había vivido aquí por algunos años. Me propuso que trabajase al lado de él cumplimentando sus instrucciones. Con el permiso del Superintendente de Construcciones que me consiguiera el primer empleo, pasé a trabajar como asistente administrativo a las órdenes del oficial, devengando una buena paga. Duré en ese empleo hasta 1944. Durante ese período no bebí tanto como antes debido a la disciplina a que estaba sujeto, estando bajo órdenes de oficiales. También parece que el oficial conocía al dedillo mi debilidad porque cuando se imaginaba que estaba llegando algún período peligroso para mí, me mandaba tranquilamente a Cuba, a Antigua o a cualquier punto cercano. En esas ocasiones yo lo contemplaba de hito en hito diciéndome: «Este tipo me conoce mejor que yo mismo». Si acaso inquiría para qué me mandaba a ese sitio, él replicaba: «Prepare su equipaje y adelante. Allá es donde lo necesitamos ahora». La verdad es que yo no tenía nada que hacer en ninguno de esos lugares y era de suponer que quería darme una semana o dos para que me desquitara de mi «sed», bebiendo todo lo que yo quisiera. Pero sucedía todo lo contrario. En aquellos sitios no bebía tanto como hubiera bebido en Puerto Rico pues estaba entre coroneles y otros superiores que allí frecuentaban.