Así crecimos y así puede sucederte a ti aunque no seas más que un individuo con este libro en tus manos. Creemos y tenemos la esperanza de que éste contenga todo lo que necesitas para empezar.
Sabemos lo que estás pensando. Te estás diciendo a ti mismo: «Estoy tembloroso y me siento solo. Yo no podría hacerlo». Pero sí puedes. Se te olvida que acabas de encontrar una fuente de poder mucho más grande que tú mismo. Con este respaldo, puedes hacer lo mismo que hemos hecho nosotros. Sólo es cuestión de buena voluntad, paciencia y una labor perseverante.
Conocemos a un alcohólico que vivía en una comunidad grande. Después de estar allí apenas unas semanas, pudo darse cuenta de que en aquel lugar probablemente había un porcentaje mayor de alcohólicos que el de cualquiera otra ciudad de este país. Esto sucedía unos días antes de escribir estas palabras (año 1939). Las autoridades del lugar estaban muy preocupadas. Nuestro amigo se puso en contacto con un eminente psiquiatra que había asumido la responsabilidad de velar por la salud mental de la comunidad. Este doctor resultó ser muy capaz y estaba realmente interesado en adoptar cualquier sistema factible para poder manejar aquella situación. Por lo tanto, le preguntó a nuestro amigo cuál era la idea que tenía.
Nuestro amigo procedió a explicarle, con tan buen resultado que el doctor estuvo de acuerdo en hacer un ensayo entre sus pacientes y otros alcohólicos de una clínica que él atendía. También se hicieron arreglos con el jefe de psiquiatría de un hospital público para seleccionar otros más de entre el flujo de miseria que pasaba por esa institución.
Así es que nuestro compañero de labores pronto tendrá muchísimos amigos. Puede ser que algunos de ellos caigan, y tal vez no se levanten nunca; pero si nuestra experiencia puede servir de criterio, más de la mitad de aquellos a quienes se aborde llegarán a ser miembros de Alcohólicos Anónimos. Cuando unos cuantos individuos de esa ciudad se hayan descubierto a sí mismos y hayan descubierto la alegría de ayudar a otros a encarar la vida de nuevo, no se darán tregua hasta que todos los de dicha población hayan tenido su propia oportunidad para recuperarse, si pueden y quieren hacerlo.
Todavía podrías decir: «Pero yo no tendré la oportunidad de entrar en contacto con los que escribieron este libro». ¡Quién lo sabe! Dios será quien lo determine; así es que tienes que recordar que tu verdadera dependencia siempre recae en Él. Él te enseñará cómo formar la Agrupación que anhelas
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Nuestra intención al escribir este libro es que su contenido tenga un carácter de sugerencia. Nos damos cuenta de lo poco que sabemos. Dios constantemente nos revelará más, a ti y a nosotros. Pídele a Él, en tu meditación por la mañana, que te inspire lo que puedes hacer ese día por el que todavía está enfermo. Recibirás la respuesta si tus propios asuntos están en orden. Pero, obviamente, no se puede transmitir algo que no se tiene. Ocúpate, pues, de que tu relación con Él ande bien y grandes acontecimientos te sucederán a ti y a infinidad de otros. Ésta es para nosotros la Gran Realidad.
Entrégate a Dios, tal como tú Lo concibes. Admite tus faltas ante Él y ante tus semejantes. Limpia de escombros tu pasado. Da con largueza de lo que has encontrado y únete a nosotros. Estaremos contigo en la Fraternidad del Espíritu, y seguramente te encontrarás con algunos de nosotros cuando vayas por el Camino del Destino Feliz.
Que Dios te bendiga y conserve hasta entonces.
(Cómo 15 alcohólicos se recuperaron de su enfermedad)
Comenzando con el relato del Dr. Bob, co-fundador de A.A. aquí se presentan tres grupos de historias personales.
PRIMERA PARTE
LOS PIONEROS DE A.A.
Este grupo de trece relatos muestra que la sobriedad en A.A. puede durar
SEGUNDA PARTE
DEJARON DE BEBER A TIEMPO
Dieciséis relatos que pueden ayudarle a decidir si usted es alcohólico; también, si A.A. es para usted
TERCERA PARTE
CASI LO PERDIERON TODO
Aquellos que creen que su forma de beber no tiene esperanza pueden encontrar otra vez esperanza en estas quince impresionantes historias
PIONEROS DE A.A.
El Dr., Bob y los 12 hombres y mujeres que a continuación cuentan sus historias figuraban entre los primeros miembros de los grupos pioneros.
Hoy día hay otros centenares de miembros de A.A. que llevan sobrios 50 años o más sin recaer.
Todos éstos entonces, son los pioneros de A.A. Sirven como una prueba patente de que es posible liberarse del alcoholismo permanentemente.
Co-fundador de Alcohólicos Anónimos. El nacimiento de nuestra Sociedad data del primer día de su sobriedad permanente: el 10 de junio de 1935.
Hasta 1950, año en que falleció, llevo el mensaje de A.A. a más de 5.000 hombres y mujeres alcohólicos, y prestó a todos ellos sus servicios sin pensar en cobrar.
En este prodigio de servicio contó con la eficaz ayuda de la Hermana Ignacia, en el Hospital Santo Tomás, de Akron, Ohio, una de las mejores amigas que podrá tener nuestra Comunidad.
N
ACÍ EN un pueblo de Nueva Inglaterra, de unas siete mil almas. La norma general de moral era, según recuerdo, muy superior a la prevaleciente en aquel tiempo. No se vendía cerveza ni licor en la vecindad; solamente en la agencia del Estado había la posibilidad de conseguir una pinta si se podía convencer al agente de que uno la necesitaba realmente. Sin una prueba a ese efecto, el comprador esperanzado se veía obligado a marcharse con las manos vacías, sin nada de aquello que llegué a creer más tarde era la panacea para todos los males. Aquellos que recibían sus pedidos de licor por correo expreso desde Nueva York o Boston, eran vistos con mucha desconfianza y desaprobación por la mayoría de los vecinos. El pueblo estaba bien dotado de iglesias y escuelas en las que desarrollé mis primeras actividades educacionales.
Mi padre fue un profesional de reconocida capacidad, y tanto él como mi madre participaban muy activamente en asuntos de la iglesia. Ambos tenían una inteligencia que estaba por encima de lo común.
Desgraciadamente para mí, fui hijo único; lo cual tal vez creó en mí el egoísmo que tuvo tanto que ver en que se presentara en mí el alcoholismo.
Desde mi niñez hasta que empecé a cursar estudios en la escuela secundaria, se me obligó más o menos a ir a la iglesia, a la doctrina y servicios dominicales nocturnos, a los servicios de los lunes y algunas veces a las oraciones de los miércoles por la noche. Por eso, decidí que, cuando estuviera libre del dominio de mis padres, nunca volvería a pisar la puerta de una iglesia. Cumplí con constancia esta resolución durante cuarenta años, excepto cuando las circunstancias parecían indicar que sería imprudente no presentarme.
Después de la escuela secundaria estudié dos años en una de las mejores universidades del país, en la que beber parecía ser la principal actividad al margen del plan de estudios. Parecía que casi todos participaban en ella. Yo lo hice más y más, y me divertía mucho sin sufrir ni física ni económicamente. A la mañana siguiente parecía recuperarme mejor que la mayoría de mis amigos que tenían la mala suerte (o tal vez la buena) de levantarse con fuertes náuseas. Nunca en la vida he tenido un dolor de cabeza, hecho que me hace creer que fui un alcohólico casi desde el principio. Toda mi vida parecía estar concentrada alrededor de hacer lo que yo quería hacer, sin tener en cuenta los derechos, deseos o prerrogativas de nadie más; un estado de ánimo que llegó a ser más y más predominante con el transcurso de los años. Me gradué con los máximos honores ante la fraternidad de los bebedores, pero no ante el decano de la universidad.
Los siguientes tres años los pasé en Boston, Chicago y Montreal como empleado de una importante compañía manufacturera, vendiendo repuestos para ferrocarriles, motores de gasolina de todas clases y muchos otros artículos de ferretería pesada. Durante esos años bebí todo lo que mi bolsillo me permitía, todavía sin pagar mucho por las consecuencias, a pesar de que a veces empezaba a estar tembloroso por las mañanas. Durante estos tres años sólo perdí medio día de trabajo.
Mi paso siguiente consistió en emprender el estudio de la medicina, ingresando en una de las universidades más grandes del país. Allí me dediqué a la bebida con mucho mayor empeño del que hasta entonces había demostrado. Debido a mi enorme capacidad para beber cerveza, fui elegido como miembro de una de las sociedades de bebedores y pronto llegué a ser uno de sus principales miembros. Muchas mañanas me encaminaba a las clases y, aunque iba completamente bien preparado, regresaba a la casa de la fraternidad porque, debido a los temblores que tenía, no me atrevía a entrar al aula por miedo a hacer una escena si se me pedía que diese la lección.
Esto fue de mal en peor hasta la primavera de mi segundo año de estudios en que, después de un largo tiempo de estar bebiendo, decidí que no podía terminar el curso; hice mi maleta y me fui al sur a pasar un mes en una gran hacienda de un amigo mío. Cuando se me despejó la mente, decidí que sería una gran tontería dejar la escuela y que era mejor regresar y continuar mis estudios. Cuando llegué a la escuela descubrí que el profesorado tenía otras ideas sobre el particular, Después de muchas discusiones me permitieron regresar y presentar mis exámenes, todos los cuales pasé honrosamente. Pero estaban muy disgustados y me dijeron que tratarían de arreglárselas sin mí. Después de muchas discusiones penosas, me dieron al fin mis créditos y me marché a otra de las principales universidades del país, entrando en ella ese otoño como estudiante del penúltimo año.
Allí empeoró tanto mi manera de beber, que los muchachos de la casa de la fraternidad donde vivía se vieron obligados a llamar a mi padre, el cual hizo un largo viaje con el inútil propósito de corregirme. Poco efecto surtió esto pues seguí bebiendo, y más licor que en años anteriores.
Al llegar a los exámenes finales, agarré una borrachera bastante grande. Cuando traté de escribir mis pruebas, me temblaban tanto las manos que no podía sostener el lápiz. Entregué tres libretas, por lo menos, completamente en blanco. Por supuesto, se me llamó a cuentas en seguida y el resultado fue que tuve que repetir dos trimestres y abstenerme completamente de beber para poder graduarme. Lo hice y tuve la aprobación del profesorado, tanto en conducta como en estudios.
Me porté tan honorablemente que pude conseguir un codiciado internado en una ciudad del oeste, en la que estuve dos años. Durante esos dos años me tuvieron tan ocupado que casi no salía del hospital para nada. Por lo tanto, no podía meterme en dificultades.
Al cabo de esos dos años puse un consultorio en el centro de la ciudad. Tenía algún dinero, disponía de mucho tiempo y padecía bastante del estómago. Pronto descubrí que un par de copas me aliviaban mis dolores gástricos por lo menos por unas horas y por lo tanto no me fue difícil volver a mis antiguos excesos.
Para entonces estaba empezando a pagarlo muy caro físicamente y, con la esperanza de encontrar alivio, me encerré voluntariamente en uno de los sanatorios locales al menos una docena de veces. Ahora estaba «entre Escila y Caribdis» porque si no bebía me torturaba mi estómago y si bebía, eran mis nervios los que me torturaban. Después de tres años de esto acabé en un hospital donde trataron de ayudarme; pero yo hacía que algún amigo me llevara licor a escondidas, o robaba el alcohol en el edificio; de manera que empeoré rápidamente.
Por fin, mi padre tuvo que mandar del pueblo a un médico que se las arregló para llevarme a casa, y estuve dos meses en cama antes de poder salir a la calle. Permanecí allí unos dos meses más y regresé a reanudar la práctica de mi profesión. Creo que debí de haber estado verdaderamente asustado de lo que había pasado, o del médico, o probablemente de las dos cosas, y por lo tanto no bebí una copa hasta que se decretó la ley seca en el país.
Con la promulgación de la «Ley Seca» me sentí bastante seguro. Sabía que todos comprarían botellas o cajas de licor, según sus posibilidades, y que pronto se acabaría. Por lo tanto no importaba mucho que yo bebiera algo. Entonces no me daba cuenta del abastecimiento casi ilimitado que el gobierno nos permitía a los médicos, ni tenía ninguna idea del contrabandista de licor que pronto apareció en escena. Al principio bebía con moderación, pero tardé relativamente poco tiempo en volver a esos hábitos que tan desastrosos resultados me habían dado antes.
Con el transcurso de unos cuantos años más, se desarrollaron en mí dos fobias: Una era el miedo a no dormir y la otra, el miedo a quedarme sin licor. Al no ser un hombre rico, sabía que si no estaba lo suficientemente sobrio para ganar dinero, se me acabaría el licor. Por eso no me tomaba ese trago que tanto ansiaba por la mañana, pero en vez de esto tomaba grandes dosis de sedantes para aplacar los temblores que tanto me angustiaban. De vez en cuando me rendía al trago de la mañana, pero cuando lo hacía, a las pocas horas ya no estaba en condiciones de trabajar. Esto disminuía las probabilidades que tenía de meter a escondidas en la casa algo de licor por la noche, lo que a la vez significaría una noche de dar vueltas en la cama en vano, seguida por una mañana de insoportables temblores. Durante los siguientes quince años tuve el suficiente sentido común para no ir nunca al hospital ni generalmente, recibir pacientes si había estado bebiendo. Por entonces adopté la costumbre de irme a veces a uno de los clubes a los que pertenecía, y a veces, acostumbraba a alojarme en algún hotel inscribiéndome con un nombre ficticio; pero generalmente mis amigos me encontraban y me iba a mi casa, si me prometían no regañarme.
Si mi esposa decidía salir por la tarde, yo compraba una buena provisión de licor, la metía a escondidas en la casa y la escondía en la carbonera, entre la ropa sucia, sobre los batientes de las puertas o en los resquicios del sótano. También me servían los baúles y cofres, el recipiente de las latas viejas e incluso el de la ceniza. Nunca usé el depósito de agua del excusado porque me parecía demasiado fácil. Después descubrí que mi esposa lo inspeccionaba frecuentemente. Cuando los días de invierno eran suficientemente oscuros, metía botellas chicas de alcohol en un guante y las tiraba al porche de atrás. El contrabandista que me surtía, escondía licor en la escalera de atrás para que yo lo tuviera a mano. Solía metérmelo en los bolsillos, pero me los registraban y esto se volvió muy arriesgado. También solía meterme botellas pequeñas en los calcetines; esto dio muy buen resultado hasta que mi esposa y yo fuimos al cine a ver una película y descubrió mi truco.