Llegó el día de mi libertad. Sentí mucho miedo y mi madrina me recordó que yo tenía un Dios y las herramientas necesarias, que tenía que ir a 90 reuniones en 90 días y mantenerme en contacto con miembros de A.A. Eso hice.
Cuando salí de la prisión viví con mi hermana y trabajé en su oficina dos años. También recuperé a mi familia. Mi esposo tuvo un derrame cerebral y a mi suegra le dio Alzheimers. Mi hija tuvo que dejar de ir a la universidad para cuidar a dos enfermos, y me pidió que la ayudara. Yo vi la oportunidad que Dios me estaba ofreciendo para volver con mi familia. Cuidamos de mi suegra cuatro años hasta que falleció, y a mi esposo lo estamos cuidando desde hace más de diez años. Me di cuenta de que Dios me dio los medios de hacer reparaciones con estas dos personas que cuidaron de mi hija y le brindaron mucho amor. Siento mucho el daño que les causé.
También mi vida cambió. Hoy día trabajo de enfermera. Cuido personas de edad y lo trato de hacer con amor y bondad. Siempre pensé sólo en mí, en mi ego. Mi egoísmo era tal que nunca consideré a nadie más. El programa de A.A. y este trabajo me han brindado la posibilidad de dar de mi tiempo y de mí misma, a tener más paciencia y tolerancia, a practicar mi objetivo primordial: ayudar a los alcohólicos que aún sufren y luego a las personas que son parte de mi existencia.
Estoy muy agradecida de que Dios pusiera en mi vida a las personas que yo necesitaba para sentirme completa y útil para poder llevar a cabo el trabajo que él me asignó en mi sobriedad.
En este camino de sobriedad surgen muchas paradojas. Yo siempre sentí que estaba en una prisión mental, cumpliendo una condena. Y resulta que estando en prisión encontré la libertad por medio de Alcohólicos Anónimos, y me sentí «libre entre rejas». Por Alcohólicos Anónimos no he tenido que volver a la prisión. Por Alcohólicos Anónimos tengo la libertad de no tomar más. Por Alcohólicos Anónimos encontré la libertad de protegerme de mí misma, pues yo sola soy un peligro y atento contra el bienestar de mi vida, mente y espíritu. Gracias a los miembros de A.A. por su apoyo y ejemplo. Gracias a mi familia por sus oraciones, por estar presentes en mi vida y amarme aún en mis peores momentos. Gracias por el apoyo que me brindan en mi sobriedad. Estoy muy agradecida por ser lo que soy hoy: una persona sobria.
Sólo con la bebida podía ser tal cual era, por unos pocos momentos. Luego, desaparecidos los efectos, se sentía asqueado y avergonzado. Acosado por la «mala suerte», obligado por la ley, asistía a regañadientes a las reuniones de A.A. En su siguiente visita al bar, dos cervezas fueron lo suficiente para convencerle de ser alcohólico, de estar loco y en condición desesperada.
N
ACÍ ya hace unos cuantos años, dentro de una familia de clase media. No teníamos mucho, pero sí lo suficiente para vivir. Mis padres eran buenos padres y de gran corazón. Tuve una infancia normal, pero siempre me sentí diferente de otros niños. Sabía que era inteligente, mi familia me lo hacía saber. Sacaba buenas notas en la escuela, pero a la vez no quería ser así; en mi mente, quería ser como los otros niños. Nunca fui bueno en los deportes y eso me molestaba porque quería ser buen jugador de fútbol como los demás. Sufría de asma y eso me molestaba porque quería ser sano como los demás. Fui creciendo y me di cuenta de que no era popular como otros jóvenes de mi edad. En cuanto a mi apariencia física, tenía acné en la cara y me daba vergüenza salir a la calle en esas condiciones. Por un lado, mi madre me sobreprotegió y, por otro lado, mi padre no podía guiarme como él hubiera querido. Crecí muy distante de mi padre, a pesar de que lo veía todos los días.
Mi primera borrachera la tuve al graduarme de la secundaria. Todos los compañeros de mi aula y unos cuantos profesores fuimos a almorzar a un restaurante y luego a beber vino. Bebí tanto que me enfermé del estómago; llegué a mi casa muy mal. La cabeza me daba vueltas, todo lo que comí y bebí fue a parar al inodoro; mi mamá estaba asustada, mi papá no quiso verme enfermo; aun así, ellos pensaban que mi situación era graciosa. Odié la bebida y pensé que jamás volvería a hacerlo.
Quería ser como otros jóvenes de mi edad: valiente, atlético, arrogante, conversador, galante, buen mozo. Pero era tímido, acomplejado de todo y de nada. El asma me impedía hacer esfuerzo físico. A la edad de veinte años me convertí en un joven individuo lleno de temores y sin ningún rasgo de confianza en mí mismo. Finalmente descubrí que era diferente a los demás. Yo era homosexual. Eso me hacía sufrir aún más. Por ese entonces mi madre tuvo que viajar a otro país para ayudar a mi hermana y se quedó allí; por consiguiente, me quedé solo con mi padre. Al comienzo tuvimos una buena relación.
Logré ingresar a una universidad y estudié leyes con la idea de convertirme en abogado algún día. Adquirí la habilidad de vivir una doble vida. Beber me daba valor para poder entrar en discotecas. La idea de ser reconocido en lugares públicos me causaba mucho temor y vergüenza, así que usaba el alcohol para llenarme de coraje para dar rienda suelta a mi sexualidad y ser lo que yo era. Nunca me gustó el sabor de las bebidas alcohólicas, esa sensación de ardor en la boca, paladar, garganta y estómago era desagradable; pero el efecto que me causaban era mágico. Sólo con alcohol en mi cuerpo podía yo ser tal cual era. Me aceptaba a mí mismo de esa manera y era feliz. Cuando los efectos del alcohol desaparecían entonces sentía remordimiento, asco y vergüenza. Terminé mis estudios universitarios pero nunca me gradué de abogado porque, al finalizar mis estudios, me di cuenta de que no me agradaba lo que hasta ese momento había estudiado. Conseguí un trabajo en el departamento legal de una compañía constructora y me mantuve allí por algunos años. Mi carrera de bebedor continuaba desarrollándose. Mi padre sufrió mucho con mi actitud hacia la vida. Me iba de parranda los fines de semana y algunas veces durante días de semana también. No le informaba a nadie a dónde iba o le mentía sobre mi paradero. Gracias a Dios tuve la oportunidad de viajar a reunirme con mi madre y mi hermana. Pienso que fue un alivio y una esperanza para mi padre el hecho de que yo viajara a un lugar lejano y fuera del alcance de las malas compañías en mi país. Por otro lado, yo mismo pensé que ésa era una gran oportunidad de salir de mi país y poder triunfar. Viví con mi familia un poco más de un año y luego me independicé. Fui a vivir a un apartamento con un amigo. La búsqueda de alcohol empezó otra vez y se fue acelerando rápidamente. Una de las muchas veces que yo salía de un bar, la policía me detuvo por manejar de noche con las luces delanteras apagadas; me hicieron un examen de sobriedad, el cual no pasé, y en consecuencia obtuve mi primera sentencia por manejar ebrio. Además de todas las multas que tuve que pagar, fui enviado a seguir una clase de prevención a la cual me presenté embriagado. En ese entonces yo pensaba que no era justo lo que me estaba pasando; alguna vez todos hemos manejado un vehículo con unas cuantas copas encima y alguna vez también se nos ha olvidado encender las luces delanteras de nuestros propios autos.
Me convencí a mí mismo de que eso no me volvería a pasar. Por motivos de trabajo me mudé a otro estado y por supuesto tenía más libertad que antes. La comunicación con mi familia fue disminuyendo a medida que mi actividad alcohólica iba creciendo. Cancelaba reuniones, les mentía sobre mi vida personal. Me di cuenta de que era más fácil estar lejos de ellos para vivir mi vida desenfrenada. La «mala suerte» me visitó otra vez cuando fui detenido por segunda vez manejando borracho. Tuve un «buen» abogado y nunca perdí mi licencia de manejo, pero tuve que asistir a cierto número de reuniones de Alcohólicos Anónimos. Cada día tomaba decisiones incorrectas y mi temperamento fue cambiando. Un día un compañero de trabajo me preguntó si yo era alcohólico. Eso me ofendió enormemente. Le «seguí la cuerda», como decimos en mi país, y me confesó que él conocía un lugar donde me podían ayudar. Me burlé en su cara y no le hablé por un tiempo. Luego me invitó a su casa para celebrar su cumpleaños. Me dijo que en su casa no se bebía alcohol. Los pocos compañeros de trabajo y su familia la pasamos muy bien y sin beber. En el fondo de mi ser, me sentí alegre por él y a la vez fastidiado porque él pensaba que yo era alcohólico. Renuncié a mi buen trabajo y conseguí otro donde me pagaban mucho menos, pero pensé que eso estaba bien. Dejé mi apartamento para irme a vivir a una casa compartida con otras personas. Todas estas ideas eran producto de mi racionalización en relación con mi enfermedad alcohólica, que yo no podía aceptar en ese momento.
En la búsqueda por un futuro mejor decidí hacer otro cambio geográfico y terminé en una ciudad muy hermosa con la oportunidad de ser un profesional como yo lo había deseado desde hace mucho tiempo. Así que decidí hacer una nueva vida, trabajar mucho y estudiar duro para graduarme.
Me establecí en un pequeño cuarto de dormir con las pocas cosas que me quedaban y con mi gran sueño dorado. Conseguí trabajo cerca de donde yo vivía y me registré en la escuela que era indicada para mis propósitos. Decidí también conectarme con mi mundo. Conocí mucha gente y mi calendario social empezó a estar ocupado. Sin darme cuenta empecé con la misma rutina de siempre: trabajar, ir a los bares, faltar al trabajo de vez en cuando por estar con la resaca de la noche anterior, tener remordimiento, miedo y vergüenza por mis actos. Esta rutina se repetía más a menudo. Mis estudios se vieron perjudicados por la bebida. Yo ya no era un buen estudiante como solía serlo en mis épocas de escuela primaria y secundaria. Me tomaba más tiempo concentrarme en los libros y luchar en contra de las tentaciones; la cerveza se convirtió en mi bebida preferida por ser la bebida más barata y la más fácil de digerir. Ya no iba de vacaciones a visitar a mi familia. Mi relación con la dueña del cuarto donde dormía era cada día más tensa, mi situación económica se volvía más ajustada, gastaba más de lo que ganaba y tenía deudas que no podía pagar a tiempo. Mi salud mental se deterioraba cada vez más porque vivía en constante preocupación por todo. Bebía constantemente y, por supuesto, manejaba muchas veces borracho. Tuve pequeños y grandes accidentes antes de obtener mi tercera sentencia por manejar bajo la influencia del alcohol. En esta oportunidad la locura de mi enfermedad era bien fácil de percibir y yo no quería aceptarla. Gracias a Dios no hubo daños personales; pero sí inmensos daños materiales que reparar. La historia se repetía otra vez pero esta vez era más profunda y penosa. Para aliviar esa gran pena continué tomando. Yo no pensé que nada peor me podría ocurrir puesto que ya no tenía carro ni licencia para manejar. Así que me movilizaba por medio de transporte público y la generosidad de otras personas. A pesar de las advertencias de la escuela, seguí bebiendo y asistiendo a la escuela, pero no por mucho tiempo. Un día me presenté a tomar un examen después de una larga noche bebiendo. Una de las profesoras me detuvo en medio del examen y me llamó aparte para comunicarme que yo quedaba suspendido de la escuela porque el olor a alcohol que emanaba de mi cuerpo era tan intenso que no se podía ocultar. Traté de negar las acusaciones pero no tuve éxito. Esta mujer me explicó que su ex esposo era alcohólico, por lo tanto ella comprendía todos los síntomas de esta enfermedad y me dio la oportunidad de resolver mi problema primero para luego continuar con mis estudios si yo lo quería. Éste fue mi primer despertar espiritual en relación con mi enfermedad. Aún no seguro de esto, continué bebiendo por un tiempo, y tuve que seguir un programa de sesiones de Alcohólicos Anónimos y pasar un probatorio ordenado por la corte, así como participar en un programa estatal de supervisión para enfermeros con problemas de adicción. Detesté enormemente las primeras reuniones de A.A., primero porque yo no sabía qué era un alcohólico. A pesar de que durante toda mi carrera alcohólica tuve señales enviadas por Dios, yo no quise saber nada de esas cosas y seguí divirtiéndome. Obligado por la ley, continué asistiendo a esas reuniones. Recuerdo que me tomaba alrededor de una hora para llegar a esa reunión y otra hora para regresar a mi casa. Algunas veces me quedaba allí para escuchar dos reuniones. En ese edificio antiguo, maloliente, con una gran alfombra sucia y con las paredes descoloridas por el humo del cigarro fue donde llegué a conocer que el alcoholismo es una enfermedad de la mente, cuerpo y alma. Allí aprendí acerca de admitir sinceramente mi derrota ante el alcohol. Después de tres meses de luchar conmigo mismo y cansado de escuchar las cosas extrañas que en esas reuniones se decían, tomé la decisión de volver a mi bar predilecto. Me tomó solamente dos botellas de cerveza para darme cuenta de que yo era alcohólico, que estaba loco y también desesperado. Quería beber como los demás. Siempre me iba al extremo de beber más de lo que yo podía, y la magia de los efectos del alcohol ya no funcionaba más. Esa misma noche, llorando, llamé a un individuo que pertenecía a Alcohólicos Anónimos y le confesé lo que había hecho. Después de una pausa me contestó que él no podía ayudarme en ese momento porque yo ya había bebido, pero que regresara al club al día siguiente y que conversaríamos. Fui al club a la mañana siguiente y no encontré a esa persona pero sí me quedé y empecé a prestar atención a lo que otros con más experiencia decían. Sentí que había esperanza de una vida mejor para mí a condición de que me esforzara. Decidí tener un padrino pero no entendía muy bien la mecánica de esa relación. Cambié de padrino varias veces pero ahora entiendo el concepto de apadrinamiento mucho mejor. Todos mis padrinos me han ayudado a seguir los Pasos de A.A. También me han orientado en mis dudas, consolado en mis momentos de dificultad y me han dicho siempre la verdad. Sólo con la verdad en la mano yo he podido recuperarme. Los principios espirituales de este programa son muy sencillos de comprender y seguir pero, como buen alcohólico que soy, tiendo a complicarme la existencia y analizarlos profundamente. He aprendido que éste es un programa diario y que mi recuperación está basada en lo que yo haga día a día. He encontrado un poder superior a mí al cual he decidido denominarlo Dios. Este poder superior es el único que me ama tal como soy e incondicionalmente. También es el único que me ha liberado de esa terrible obsesión por el alcohol. La fe en Dios me sirve como guía espiritual en todos los asuntos de mi vida, dentro y fuera de A.A. Durante mi recuperación he notado cuán difícil para mí fue admitir que yo era alcohólico; pero con la ayuda de Dios, mi padrino y los compañeros en las reuniones, he aceptado mi enfermedad como parte de mi ser. Esta enfermedad debe ser tratada como cualquier otra, y las reuniones son mi medicina. En estas reuniones, que al principio odié con todo mi corazón, he aprendido muchísimo acerca de mí, de mi enfermedad y de la vida cotidiana. También he encontrado buenas personas dentro de los grupos de A.A. que ahora forman parte de mi vida. Poco después de un año de sobriedad me enteré de que no sólo existen Doce Pasos para la recuperación personal, sino que también hay Doce Tradiciones para la supervivencia de los grupos. Gracias a Dios tengo un programa que me sugiere lo que debo hacer para recuperarme y también para mantener un grupo activo y funcionando. La práctica de estas Tradiciones me ha enseñado humildad en general. Ya no todo es acerca de mí, sino de aquel individuo que está sufriendo y cómo puedo llegar a él cuando pida ayuda.