El Libro Grande (44 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

En mis primeras reuniones de A.A., a veces escuchaba a un compañero decir: «Yo me llamo Pedro y soy un alcohólico muy agradecido». Semejante declaración me daba rabia y hasta asco y pensaba: «Basta de teatro; no nos hace falta, Don Pedro, que figures como un gran héroe y campeón». Pero poco a poco, al escuchar los testimonios de muchas personas en el programa, yo mismo llegué a ver muy claramente que el Dios que no conozco muy bien me estaba llamando a esa nueva vida de paz, de serenidad, de gozo y de utilidad para servir a mis hermanos y hermanas. Es que durante mis años de bebedor activo, me estaba separando poco a poco de la gran familia humana. Y ahora, con la bendición de Dios que me llegaba por el programa de A.A., me encuentro reunido nuevamente con todos mis hermanos y hermanas… y muy particularmente, con los que nos juntamos en una relación de respeto, de afecto fraternal y de amor sincero y generoso los unos para con los otros, y aun más allá, con todos los demás.

Gracias a la «bendición disfrazada» de mi alcoholismo, vivo con una sobriedad y una serenidad crecientes. Tengo el gusto de acompañar en nuestro grupo local a varios hermanos y hermanas en su esfuerzo diario para crecer en el programa de A.A. También tengo el privilegio de compartir mi «experiencia, fortaleza, esperanza» y debilidad con muchos compañeros que buscan una salida de esa vida que viven en las tinieblas y en la jaula de nuestra enfermedad antes de A.A. Luego, cuando veo a un hermano agarrarse fuertemente a nuestro programa bendito de los 12 Pasos, siento un gozo íntimo e inmenso porque me doy cuenta de que mi Poder Superior se vale de mí para hacer maravillas a favor de mis hermanos de la gran familia humana. Realmente he vuelto a unirme con esa gran familia y me siento muy en casa. Aun cuando mis esfuerzos de ayudar a algún hermano no resulten todo un éxito, no me desanimo porque sé que al contemplar la resistencia de aquel hermano, estoy contemplándome a mí mismo durante los largos años de mi resistencia. Además, sé muy bien que nunca es demasiado tarde para entrar en A.A. y que nunca es demasiado temprano para salir de la jaula y encontrar una verdadera paz en la sobriedad y la serenidad que nos ofrece el programa de A.A.

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TOMABA PORQUE LO GOZABA

Creía poder lograr lo que fuera si se esforzaba lo suficiente, pero se dio cuenta de que ningún esfuerzo personal sería suficiente para controlar su forma de beber.

D
E TODOS los adjetivos que me describen, el que en sí define quién soy es «alcohólica». El alcoholismo se manifestó en mi vida desde un principio y es claro que ha dictado el curso de mi vida profundamente; tanto negativamente, llevándome al abismo de la desesperación, como positivamente, por medio de la recuperación, dándome oportunidades inimaginables de crecimiento. La progresión del alcoholismo me transformó de una bebedora alegre que le daba vida a la fiesta, a una bebedora triste y sola que tenía que beber antes y después de la fiesta.

Soy la hija menor de una madre soltera. A mi padre lo sacó de la casa la policía cuando yo tenía cinco años, debido a sus violentas borracheras. Desde entonces él no vivió con nosotros y se convirtió en un borracho de la calle. Mi mamá decía que él era un buen hombre pero que su vicio lo dominaba. Me crié con mi madre y mis dos hermanas, una, ocho años y la otra, dieciséis años mayor que yo. Criándome con ellas me sentía como que tenía tres madres. La hermana mayor me daba cariño, la de en medio me llevaba a fiestas y mi mamá me daba castigos.

Mi madre me mandaba que acompañara a mi hermana cuando iba a fiestas. Fue ahí, a la edad de doce años, donde probé el licor y en el licor encontré el porqué de vivir. Fuera de los momentos felices que el alcohol me permitía en ocasiones sociales, mis sentimientos predominantes eran el miedo y la ira. A temprana edad descubrí que la vida requiere arduo trabajo y que, hiciera lo que hiciera, siempre iba a estar mal con mi mamá. Aprendí que no podía depender de nada ni de nadie, que tenía que ser completamente autosuficiente. Que, fuera lo que fuera que quisiera lograr, lo podía lograr si me esforzaba lo suficiente.

Cuando tenía diecisiete años, mi hermana, que había emigrado dos años antes a otro país, me invitó a vivir con ella. No tuvo que ofrecérmelo dos veces. Yo hubiera ido al fin del mundo para escapar las rabias de mi mamá. Todavía recuerdo el día que salí. Sentada en el avión que me traía, con lágrimas rodando en mis mejillas, me decía a mí misma: «¡Nunca regresaré a este lugar… nunca!»

Mucho tiempo después, a través de mi trabajo con los Pasos, me di cuenta de que ese lugar no necesariamente era mi país, sino el lugar interno en que vivía. Desde que estoy en A.A. no he tenido que regresar a ese lugar.

Al llegar al nuevo país vi la oportunidad de crear una buena vida. Cuando me preguntaban de mi pasado, inventaba cosas buenas. Decidí dedicarme a trabajar y a estudiar, para demostrarle a mi mamá lo equivocada que estaba cuando en sus furias me decía que yo nunca iba a ser nada. Además de estudiar y trabajar, me distraía bebiendo para ahogar el resentimiento y celebrar los éxitos.

En la universidad era bien popular porque mantenía el baúl de mi carro bien surtido de vodka y lo necesario para hacer buenos martinis. Cuando me establecí profesionalmente, me hice parte del grupo de compañeros que salían a almorzar con tragos y al fin del día iban a divertirse y cerraban todos los bares. Después era yo quien los llevaba a casa a todos porque estaban demasiado borrachos para manejar y yo, muy borracha para darme cuenta. Luego, cuando comencé a trabajar en mi propia empresa, ya no tenía los compañeros de trago, sino que iba a almorzar a mi casa y me quedaba trabajando en casa con un buen vaso de ginebra o vodka en mi escritorio.

Según progresaba mi alcoholismo comencé a despertar con resaca, y no había habido fiesta la noche antes. Muchas veces me decía que no iba a beber ese día y terminaba emborrachándome. Quería creer que tomaba sólo porque me gustaba tomar. Me encontré con una antigua amiga de tragos, y empecé a salir con ella en búsqueda de excusas para beber. Una noche estábamos las dos borrachas y me dijo que yo era alcohólica y que ella sabía que también lo era. No sé de dónde me salió, pero le dije, «Bueno, si somos alcohólicas, tenemos que ir a A.A.» Al día siguiente llamé al número de A.A. que encontré en la guía telefónica. Me dieron la dirección y la hora de una reunión en mi pueblo.

Llamé a mi amiga y le dije que la recogería el martes para ir a nuestra primera reunión de A.A. Lo que más me preocupaba cuando íbamos de camino era que pudiera encontrar a alguien que me conociera. Estando en la reunión no sentí que tenía nada en común con la gente presente. Eran mayores que yo, hablaban de tomar y no tomaban. Pero algo me hizo decidir que íbamos a seguir yendo. Le dije a mi amiga que la buscaría los martes para ir a la reunión y ella dijo que sí. En mí no cambió nada más que los martes no tomaba. Pero como le había dicho a mi compañera que estaba asistiendo a reuniones de A.A., cuando tomaba tenía que tomar a escondidas. Luego, en anticipación de las fiestas navideñas, decidí que iba a ser normal nuevamente y que iba a beber socialmente. Pero entonces el trago no tenía el mismo efecto que antes. Si estaba triste, me ponía más triste. Si estaba enojada me ponía más enojada. Empecé a tener momentos deslumbrantes donde me daba cuenta de que no podía tomar y no podía no tomar. Y aunque hubo noches que me acosté deseando no despertar, generalmente sacaba esos pensamientos de mi mente mas rápido de lo que llegaban, y me decía que no tenía ningún problema, y que tomaba porque lo gozaba.

Durante mi alcoholismo encontré el amor de mi vida en una compañera de estudios. Este año celebramos nuestro trigésimo año juntas. Ella no es alcohólica, pero había algo en su ser que encajaba completamente bien con los «ismos» de mi alcoholismo. Mi alcoholismo estaba afectando nuestra relación, y una noche ella me confrontó y me dijo que quería que buscara ayuda. Algo me hizo reconocer entonces que yo estaba a punto de perder a la única persona que tenía valor en mi vida, y que al perderla, yo le daría mi vida al alcohol como lo hizo mi padre. Su cadáver lo encontraron descompuesto en una huesera. Yo ya tenía una cita con mi médico para mi examen físico anual. Y una de las preguntas que me hizo el doctor cuando terminó de examinarme fue: «Ud. no bebe, ¿verdad?» Yo le respondí: «Una de las razones de mi visita es que creo que tomo demasiado». Me preguntó: «¿Cuánto bebe?» Le dije: «Una cerveza de vez en cuando». Él, sabiamente, llamó a una consejera de alcoholismo y me puso en el teléfono con ella allí mismo. Hice una cita para ir a verla, la cumplí, y fui por primera vez completamente honesta en cuánto y cómo bebía. Ella me dijo que no sabía si yo era alcohólica, pero que podía obtener ayuda por medio de consejería, terapia, tratamiento interno o externo. También me dijo que A.A. daba los mejores resultados. Salí de su oficina pensando que con consejería semanal se arreglaría el problema. Pero cuando me llamó por la tarde para explicarme lo del seguro, la interrumpí y le dije que ya había decidido ir a tratamiento interno. Entonces no sabía de dónde me habían salido esas palabras. Ahora creo que la gracia de Dios intervino.

Empecé a conocer el programa y la Comunidad de Alcohólicos Anónimos en ese centro de tratamiento, donde estuve interna veintiocho días. Allí me introdujeron a los Pasos, al concepto del apadrinamiento, a la necesidad de ir a reuniones continuamente, y a ser fiel a los principios de A.A. Fue durante mi estadía en tratamiento que logré concebir un Poder Superior. Yo había llegado a creer que no había nada ni nadie de quien yo pudiera depender excepto de mí misma. Con esa convicción, se me hizo obvio cuando me mostraron el segundo Paso que para mí no había esperanza. En el Segundo Paso yo entendí que se necesitaba fe en Dios y yo sabía sin ninguna duda que Dios no existía. La consejera me dijo que yo tenía un problema y me sugirió que hablara con la capellana. Actué de un modo atípico debido a mi desesperación, y seguí el consejo. La capellana me dijo que yo tenía el principio de la fe porque tenía el deseo. En realidad no tenía el deseo de tener fe, pero tenía el deseo de recurrir a cualquier extremo para no vivir sintiéndome como me sentía. Ella me recomendó que le escribiera a Dios diariamente. Yo me reí y pensé que esa receta era ridícula. Pero, nuevamente, gracias a la desesperación que el profundo dolor en mi alma me causaba, seguí el consejo. Comencé a escribirle a diario a alguien que llamaba Dios. Poquito a poco, después de un par de semanas, empecé a sentir un canal de comunicación entre una fuerza espiritual de la cual me sentía parte, y de la cual es parte todo lo que vive, y mi propio ser. Le llamé Dios porque no tenía otro nombre que darle. Como consecuencia de esa conexión espiritual, desde entonces he sentido un sinfín de sentimientos, pero no he sentido soledad.

A los seis meses de estar en Alcohólicos Anónimos me di cuenta de que me faltaba algo, no sabía qué. Iba a cinco reuniones a la semana. No tenía deseos de beber. Disfrutaba de mis nuevas amistades; mi compañera y yo estábamos trabajando fuerte en nuestra relación. Pero había un vacío en mí. Temerosa de ese sentimiento, hice una cita para ver a mi consejera del centro de tratamiento. Ella me dijo que todavía le estaba guardando luto a mi viejo amigo Don Alcohol. Me recomendó que me volviera activa en A.A. Lo hice. Obtuve mi primer trabajo de «cafetera». Luego, presté otros servicios en otros grupos.

Desde entonces nunca he estado sin participar en el servicio en A.A. A través de mi trayectoria de servicio en A.A. he forjado fuertes relaciones con otros compañeros servidores de confianza y estoy sumamente agradecida por ello. A través de la práctica de los Conceptos y las Tradiciones, mi vida tiene un nuevo significado desde que empecé a participar en el servicio.

A los once años de estar en A.A. tuve un fondo emocional y espiritual y, siguiendo la sugerencia de mi madrina, me interné unos días en un lugar de recuperación que sigue nuestro programa. Mi compañera y yo nos habíamos hecho cargo de dos niñitas cuyos padres se encontraban en la profundidad de la adicción. Yo, aparentemente, había dado casi más de lo que tenía. En la finca lo único que me sucedió fue que estuve apartada del caos que existía en mi casa; también estuve rodeada de alcohólicos recién llegados que me acercaron a mi pasado. Estudiamos el Libro Grande todos los días, comencé los Pasos formalmente desde el primero otra vez, y adquirí la costumbre de rezar de rodillas las oraciones del Tercer y Séptimo Pasos todos los días. Regresé a mi casa, que estaba igual que cuando salí. Yo, sin embargo, no era la misma y enfrentamos la situación con mis herramientas afiladas. No se rompió mi familia, pudimos ayudar a las niñas, y no tuve que beber.

En A.A. he podido alumbrar mis adentros con la luz de nuestro programa espiritual de recuperación para poderme ver tal cual soy, y ofrecerme a Dios para que me sane un día a la vez. Con el apoyo de mi madrina, y con una gran red de apoyo que incluye a mi grupo base y muchísimos compañeros más, puedo enfrentarme cada día con lo bueno y con lo malo, sabiendo que no vendrá nada que mi Poder Superior y yo no podamos manejar. He tenido oportunidad de asistir a reuniones en otros lugares y en otros países, y cada vez ha sido como llegar a casa.

Regresé a mi país después de una ausencia de veinticuatro años. La experiencia fue como un lienzo de salvia. Pude ver a viejos familiares y conocer familiares nuevos. Mi abuela paterna estaba a punto de morir y pude coger su mano en las mías antes de que falleciera. Fue una experiencia para mí muy simbólica, porque al mismo tiempo me encontré con la hija recién nacida de mi prima. Verdaderamente me encontré en el círculo de la vida. Unos años después, mis dos hermanas y yo viajamos juntas a mi país. Compartimos el amor de la patria, de familiares, amigos y hermanas.

Son increíbles los logros que se obtienen viviendo en sobriedad. Hoy en día tengo el amor y el respeto de toda mi familia, la biológica y la escogida. Siento amor y compasión por mi madre, quien tiene ahora 91 años de edad y confía y depende de mí. Le pido a Dios que me guíe y me dé fuerza para hacer su voluntad todos los días.

Tengo muchos sobrinos para quienes siempre estoy disponible. Tengo una sobrina muy allegada a nosotros. Una vez, cuando ella era chiquita, no me quiso abrazar porque me sintió olor a licor y me dijo: «Usted apesta otra vez». Esa misma sobrina, en el día de su boda, se paró para agradecer en público a mi compañera y a mí nuestra contribución. Después, tuvimos el honor de estar presentes en el nacimiento de su hija.

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