»Mi madre se despidió de mí con una sonrisa arrancada con un esfuerzo extremo a los últimos espasmos. Llorando, hurgué en su secreto. Su pasado estaba todo en una cajita de madera cerrada con llave, y la llave solo el diablo sabe dónde había acabado. Me llevé la pequeña cajita y me marché con la intención de ir a buscar a Gentucca hasta en el último rincón del universo en el que pudiera estar. Sin embargo la encontré enseguida en Bolonia, como me había prometido. Había llegado precisamente cuando yo me marché, y Bruno, un compañero mío de estudios, la había hospedado esperando mi regreso.
»Esos días fueron maravillosos. Si alguna vez he amado la vida, jamás ha sido con la intensidad de entonces. Nuestros ojos se habían ya dicho todo lo que los ojos pueden decirse, el deseo y el pudor, la turbación y la rendición, la confianza y la desesperación. Nos contamos entonces todo lo que pueden decir las palabras, y poco a poco nuestros cuerpos se fundieron como estatuas de cera… Nos casamos, con un sacerdote y cuatro testigos. Éramos felices, apenas rozados por la conciencia de que no sería así para siempre. Teníamos una pequeña casa, yo trabajaba mucho y me ganaba bien la vida; tenía fama de cirujano de mano firme, porque nadie sabía cuánto vacilaba aún cuando rozaba la piel de Gentucca.
»Un día regresé a casa y ella ya no estaba. Todo estaba en orden, solo ella había desaparecido. La busqué por toda Bolonia y después me marché a Lucca sin pensármelo; si no estaba en Bolonia ni en Lucca, habría podido estar en cualquier parte, y en cualquier parte era un lugar demasiado grande. Sin embargo, en el camino hacia Lucca, en Pistoia, me abordaron dos esbirros de Filippo y me dijeron que aún estaba desterrado de Lucca, que el arresto y la muerte me esperarían a las puertas de la ciudad si intentaba cruzarlas. Mi amigo Bruno da Lanzano decidió investigar por mí. Fue a Lucca en busca del rastro de Gentucca, pero volvió con las manos vacías; nadie supo decirle nada, y los padres de Gentucca incluso habían intentado estrangularlo.
»No he sabido nada más de ella, no sé dónde está ahora.
»De regreso a Bolonia, forzando la cerradura de la pequeña cajita de madera, encontré los poemas que Dante, en Florencia, le dedicó a mi madre; en primer lugar, una balada con su nombre, "Violetta", donde tu padre se declara ardientemente enamorado de ella y le pide que sea piadosa con sus penas de amor.
Deh, Violetta, che in ombra d'amore
("Venga, Violeta, que en sombra de amor"), o bien
Per una ghirlandetta
("Por una guirnaldita"). ¿Los conoces?
»Después mi madre se marchó estando embarazada, se casó con el mercader de Lucca y nací yo. Tu padre, o tal vez debiera decir nuestro padre, declaró al mundo su amor por Beatrice.
—Gentucca desapareció hace nueve años. A mí me resultó imposible quedarme en aquella casa. Durante tres años esperé verla aparecer y después me trasladé a Pistoia. Había venido a Rávena para conocer a mi padre o para devolverle al tuyo su apellido. A ti te revelo mi secreto, pero Pietro y Iacopo no deben saberlo, y doña Gemma mucho menos. Tú sí, porque tú y yo en el fondo nos parecemos… Porque tú debes saber estas cosas de tu padre.
»Mi madre fue Violetta, a quien tu padre amó antes que a Beatrice, antes de casarse con tu madre. La mujer-pantalla de la
Vita nuova,
y no era en absoluto una pantalla de su amor por la otra. Un amor distinto, el primer amor, aún todo flores y llamas. Pero cómo acabó la historia entre ellos no hay nadie que pueda decirlo con certeza. En cualquier caso, si soy su hijo no podía darme más de cuanto me dio, y si no lo soy la grandeza de su alma era comparable a la de un dios.
»Cuando lo conocí era muy pobre; lo había perdido todo y vivía con muy poco. Si ningún noble le ofrecía hospitalidad, la pedía en los monasterios. No comía casi nada, estaba ávido solo de libros, y en los monasterios y en las cortes de los príncipes hallaba cuantos quería. Sin embargo me dio todo lo que tenía, permitiéndome también encauzar mi actividad. Me lo dio todo solo para que pudiera casarme con la mujer que amaba, como si quisiera enmendar su vida a través de la mía. Él, que a los doce años estaba casado con tu madre por decisión de sus padres. Él quiso que yo me casara con Gentucca, que tú escaparas a la suerte de tantas mujeres, como Beatrice, como Pia, como Francesca. Esto nos une: para mí y para ti soñó un camino al paraíso distinto al suyo y al de tu madre, al de todos, que está empedrado de lágrimas.
»Ese sueño, aunque sea breve, se lo debo.
»El vacío que me queda del amor nunca ha sido culpa suya.
Eransi Iacopo e Piero, figliuoli di Dante, de' quali ciascuno era dicitore in rima, per persuasioni d'alcuni loro amici, messi a volere, in quanto per loro si potesse, supplire la paterna opera, acciò che imperfetta non procedesse; quando a Iacopo, il quale in ciò era molto più che l'altro fervente, apparve una mirabile visione, la quale non solamente dalla stolta presunzione il tolse, ma gli mostrò dove fossero li tredici canti,
G. Boccaccio,
Trattatello in laude di Dante
[22]
H
abían llegado los días grises de la primera lluvia de otoño, ligera como los recuerdos, húmeda caricia sin rumor sobre el olivo nudoso que se retorcía en el atrio de la casa como un mimo que representa el dolor. Se acercaba la hora de los adioses, se acercaba en silencio porque nadie osaba decir ni una palabra. En realidad, solo Pietro tenía algo urgente que hacer: ir a Bolonia, donde estaba ampliando sus estudios de Derecho. Antonia, Iacopo y Gemma, la madre, en cambio, habrían preferido detener el tiempo, suspenderlo, para no tener que fijar nunca la fecha de la partida, que hubiera podido significar, para algunos de ellos, la separación definitiva.
Cuando el amigo Pietro Giardini, el notario, le sugirió a Pietro que concluyera junto a Iacopo el poema de su padre, que lo completara con los trece cantos que faltaban, para donárselos al Can de Verona y no dejarlo con una cantiga a medias, fue sobre todo a Iacopo a quien más le entusiasmó la idea. Ni siquiera disgustó a los demás, y no porque alguno de ellos se sintiera realmente a la altura de la tarea, sino porque se concedían una prórroga, un motivo para prolongar algunos meses la permanencia en Rávena, todos juntos.
Los dos hermanos pasaban las tardes planeando la obra, dibujaban mapas de los cielos, leían los tratados más famosos de los teólogos que encontraban en la biblioteca paterna; después intentaban elaborar los endecasílabos esforzándose en imitar el estilo de Dante, pero al final salían solo versos sin alma, bellos conceptos expresados de manera del todo convencional, o demasiado altisonantes, o excesivamente recargados en el esfuerzo de resultar originales.
Sin embargo, así el tiempo pasaba y ellos se quedaban en Rávena, durante algunos meses aún juntos. Iacopo había empezado a buscar en la ciudad a una mujer de la que enamorarse, una musa que le inspirara y pudiera despertar en él una pasión como la que había experimentado su padre por Beatrice. También había visto por ahí mujeres muy bellas, una noble del círculo de los Polenta, una panadera en el viejo mercado, una burguesa de la Rávena rica… La primera era agraciada, pero, en realidad, vana y coqueta; la segunda, iletrada como un
beccamorto
—uno de esos matasanos que solo sirven para certificar que alguien ha muerto mordiéndole los dedos del pie—; la tercera, adornada como un altar navideño. Después, un día se cruzó por casualidad, bajando el puente de un canal, con una muchacha vestida dignamente que a al pasar había evitado su mirada y se había sonrojado. Le pareció que respondía al canon y se enamoró
ipso facto.
Cuando empezó a cortejarla, la muchacha comenzó a darse aires y a hacerse la indiferente, en su opinión para aumentar el precio; de vez en cuando procuraba no desanimarlo demasiado, y así disfrutaba el cortejo y de paso aumentaba su cotización. Un mes después Iacopo desistió, pues en esos trucos propios de comerciantes, según le confió a un amigo, la poesía se evapora como el líquido de la olla del caldo. Decidió que debía encontrar, en caso de que aún existieran, mujeres que tuvieran
intelecto de amor,
como su padre había escrito en la famosa canción. Pero se dedicaba a la tarea con desgana y sin llegar a nada.
Antonia sabía perfectamente que Iacopo era complicado, desde siempre buscando una mujer que fuera a la vez Gemma y Beatrice, positiva, concreta y espiritual al mismo tiempo, una virgen ama de casa, un ángel y una déspota, y se afanaba en esta vana búsqueda, fatigosa y estéril, de su divinidad con dos caras. Pietro era distinto, más sencillo, serio, tranquilo, muy cerrado. Al final aceptaría casarse con la mujer de Pistoia que le había buscado su padre; no bellísima, pero amable, cuidadosa y tímida como él. Iacopa era aún una muchacha, pero a Antonia le gustaba mucho, habría sido la compañera adecuada para su hermano. Viéndolos juntos se advertían los signos exteriores de una secreta armonía. No habría pasión entre los dos, pero sí respeto mutuo, comprensión y confianza. No se amaban, pero se trataban ya con afecto. No era ciertamente una pareja de novela caballeresca, pero entre ellos habría un vínculo equilibrado, de esos que irradian seguridad, paz y tranquilidad. Su padre había decidido para Pietro lo más adecuado. Para Iacopo, en cambio, cualquier decisión habría sido forzada, y lo sabía. Esperaba que el joven madurase, no quería obligarle a nada.
Antonia pensaba a menudo en su padre, en lo poco que hablaba con ellos, guardándose para sí tanto de lo que sabía. A menudo, en los últimos tiempos, le había encomendado el destino de Iacopo, como si presintiera que a la arena de su reloj le quedaban ya los últimos granos, que su tiempo allí en la selva estaba agotándose.
Modicum et iam non videbitis me.
Ahora ella sabía de la existencia de Giovanni y se sentía muy cercana a él. Para ellos Dante, conocedor supremo de la comedia humana, había concebido una trama distinta de la que había escrito para los otros dos. Aunque fuera de una manera distinta, ella y Giovanni no habían tenido que vivir en la mentira. He aquí cómo era su padre. Su vida inverosímil lo había convencido de que algo en el mundo iba mal, que había que hacer algunos cambios. Había escrito su poema, como le había contado al Cangrande, para
removere viventes in hac vita de statu miseriae et perducere ad statum felicitatis,
«para apartar a los vivos de la infelicidad que obtienen solos y conducirlos a una condición más feliz». Y así desde el dolor sin esperanza se sube, paso tras paso, hasta los cielos de luz y música, hasta que eres una flauta en la que sopla sus neumas el amor cósmico.
Tras el relato de Giovanni, inexplicablemente a ella le sobrevino una calma seráfica; las inquietudes de ese día se habían adormecido, se encontraba incluso alegre, llena de una energía insólita. No tenía más dudas, al final había firmado de buen grado su contrato consigo misma y se sentía finalmente satisfecha de la vida que había elegido: el dulce claustro, la paz de los sentidos, la beatitud contemplativa. Solo algún pesar por la frustrada maternidad, cuando veía a los niños, turbaba acaso el equilibrio de su espíritu. Pero eran solamente breves punzadas de nostalgia.
Era como si el relato de Giovanni le hubiera hecho intuir un diseño secreto, un plan providencial que le afectaba también a ella, y no solo al presunto hermano. Sin embargo, si su elección no había sido totalmente libre sino condicionada por los acontecimientos que le habían sucedido a su familia, su destino, independientemente de quién lo hubiera urdido, era una trama tejida de amor.
Mientras estaba en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi inmersa en pensamientos de esta índole, un día, hacia finales de septiembre, se detuvo frente al portón un carro de leprosos arrastrado por un gran rocín sucio y cojo. Ella oyó en primer lugar el ruido de las ruedas y el choque de los cascos, después los gritos de la portera, que, por todos los medios, intentaba expulsar tan lúgubre aparición. Descendieron una mujer y un niño completamente envueltos en vendas y preguntaron por ella. Bajó al piso de abajo y encontró a la portera con una escoba de sorgo en la mano intentando que se fueran. Había hecho un esfuerzo y le había dicho a la leprosa que se acomodara en el locutorio con el niño, que a juzgar por la altura podía tener entre ocho y nueve años.
—Os pido disculpas por el susto que os he causado —había dicho la extraña visitante—, pero para una mujer, en estos tiempos, no resulta prudente atravesar Italia vestida con ropa de paseo…
Acto seguido se había quitado las vendas que le envolvían el rostro, que resultó ser el de una bella muchacha, los ojos de un azul intenso, los cabellos rubios y largos cayéndole en mechones sobre los hombros. Solo mirándola con atención, algún pequeño pliegue en los bordes de los ojos o una arruga apenas perceptible en la frente hubieran podido hacer intuir sus treinta años cumplidos hacía poco.
—Con estos andrajos y estas capas de cazador se consigue mantener alejados incluso a los bandidos y a las cuadrillas de soldados. Todos permanecen lejos cuando ven a los leprosos. Todos excepto vos —añadió sonriendo.
¿Quién podía ser esta mujer que se vestía de monja o de leprosa para atravesar impunemente los Apeninos entre la Tuscia y la Romanía…? Antonia estaba asombrada.
—Perdonad —había dicho la otra—, me llamo Gentucca y busco a mi marido, Giovanni. Sé que ha estado aquí, que había venido a hablar con vuestro padre. Tal vez lo hayáis conocido…
—Partió para Bolonia hace algunos días, con un amigo de aquí, un tal Bernard…
—Hubiera querido que por fin conociera a su hijo… —había suspirado, con aire desilusionado y cansado por el largo viaje hecho en vano.
Gentucca le había contado después cómo había sido raptada en Bolonia por sus familiares, que la habían devuelto a Lucca para entregarla como esposa a Filippo, a quien se le había muerto la primera mujer. Pero sus padres habían descubierto que ya estaba casada y para colmo embarazada, y afortunadamente Filippo no era tan generoso como lo había sido su padre con doña Violetta. Había renunciado con desdén a casarse con ella. En la casa de campo que el poeta le había dado a Giovanni para facilitar la boda, había nacido su hijo. Sor Beatrice había advertido ya cómo se parecía el niño al abuelo.
—Os pido un gran favor —había dicho la joven de Lucca—, que os quedéis al pequeño Dante durante algún tiempo. El carro con el que hemos llegado lo conduce una amiga de Pistoia, disfrazada también como nosotros de leprosa, y con ella iré a Bolonia a buscar a Giovanni; después volveré aquí a buscar a mi hijo. Si no encontrara a Giovanni en Bolonia, iré a esperarlo a Pistoia con Dante. Sé que él tiene allí una casa y antes o después regresará. Yo estaré allí en casa de Cecilia, viuda de Guittone Alfani, que así se llama mi amiga… En Pistoia solo ella sabe quién soy…