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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (27 page)

Dame un poco más
—dijo la voz.

—Mamá —respondió—, ¿dónde estás?

Había un agujero en el suelo que no vio y se cayó dentro; consiguió agarrarse al borde, que se desmoronó haciéndole resbalar. Un espacio negro, un techo abovedado, una caverna subterránea.

Bienvenido, Bernard.

Desconcertado, se preguntó cómo podía saber que esa era la voz de su madre si apenas la había conocido, y a una edad de la que no podía recordar nada.

Nunca te quise, Bernard. Fuiste una equivocación, ya que yo no amaba a tu padre… Pero después me desesperé, cuando te arrancó de mi lado y te llevó con él…

Sí, eso él lo sabía, aunque nadie se lo había contado nunca. Hay cosas que se saben aunque nadie nos las haya explicado nunca.

Te he echado de menos, Bernard.

—También yo a ti. Si supieses cuánto, madre…

Se levantó. Ahora tenía que subir dos pisos desde ese antiguo lugar sepultado. Acaso el singular edificio en el que se hallaba era…

Había un hombre que no quería perder, un caballero a quien amaba locamente y que me había dejado, un prepotente al que detestaba y deseaba con todo mi ser, al que amaba por el mismo motivo por el que lo detestaba… Sí, cedí a la insistencia de tu padre, pero para poner celoso al otro, que de otro modo me hubiera hecho morir a mí de celos… ¡Qué tonta que fui! Para conquistar al equivocado, seduje al adecuado y los perdí a ambos. Mejor dicho, perdí tres, porque tú fuiste el tercero, el más importante; fuisteis tres los que me dejasteis, pero uno solo quien…

Había una especie de escalera natural formada por los escombros que se habían acumulado en la caverna a causa del agujero que se había abierto arriba. Intentó subir por allí, pero la tierra estaba suelta y resbaló de nuevo hacia abajo. Sangró un poco y oyó una vez más sorber…

Tu padre no quiso saber nada cuando se enteró de lo que pasaba: se marchó y te llevó con él… No lo amaba, pero le supliqué que se quedara: tenía miedo…

Los ojos se le humedecieron, ¿de dónde demonios venía ahora esa historia que le vendían como suya?

Y mi propósito, escucha, lo alcancé, pero no exactamente como hubiera querido: el otro regresó un año después, el que tan insensatamente había deseado… Estaba furibundo de celos, él no compartía con nadie sus emociones… Me pegó, me violó, me destrozó…

No, esto en cambio él no lo sabía, no podía saberlo: ¿de quién demonios era esa voz? ¿Estaba en el templo del antiguo oráculo de los muertos?

Me dejó allí ahogándome en mi propia sangre; la agonía fue tremenda, una tortura interminable el tiempo que tardé en morir…

Se había caído con su pala de San Juan de Acre, se la había colgado del cinturón; podía intentar arrancar piedras y construir él mismo una escalera para subir.

Tu padre se marchó para dar paz a su orgullo herido, él no tenía ningún pecado que expiar, a no ser el mismo hecho de marcharse: no se fue para morir por una causa justa, como intentó justificarse incluso ante sí mismo, sino solamente a desahogar su rencor…

«Sí, ahora lo sé, lo he aprendido —se dijo Bernard respondiendo para su adentros—, el odio jamás es una causa justa».

Llevarte con él fue despecho hacia mí, prefirió morir en otro lugar que vivir allí donde estaba yo, en la dulce Francia…

Sí, esto en cambio lo sabía, en lo más hondo lo había sabido siempre, sin que nadie se lo hubiera revelado nunca. Hay cosas que se saben sin que se conviertan nunca en palabras. Halló al tacto un bloque cuadrado que parecía de granito; se propuso moverlo de donde estaba y colocarlo en la escalera que se había formado con los escombros en la que antes había resbalado. Recogió unas cuantas ramas secas y se dispuso a frotar sus piedras de pedernal, que llevaba consigo, para encender un fuego.

Bernard, Bernard
—lo llamó su padre a su espalda.

Se volvió e incluso le pareció verlo, aún con la flecha que lo había matado clavada en la garganta.

Bernard
—dijo—,
te has equivocado completamente…
—Con la laringe perforada, le costaba hablar, y acabó en una ronca agonía—:
No deberías haberme perdonado nunca…

Cuando al final, después de dos días de viaje con una caravana de mercaderes, llegaron los tres a Bolonia, un domingo aún a tiempo para la última misa, el pequeño Dante corrió enseguida a los brazos de su madre. Bruno abrazó a Gigliata y a la pequeña Sofia, mientras Giovanni se quedó atrás admirando desde allí a su Gentucca. Le pareció que no había cambiado nada desde la última vez que la había visto, mucho tiempo atrás… No tenía palabras, la emoción lo inmovilizaba, como un riachuelo impetuoso que borbotea en un estrechamiento del cauce en el que se frena. Pero Gentucca evitó cuidadosamente cruzar su mirada con la de él y, cuando el pequeño Dante se puso a jugar con Sofia, ella salió al jardín. Giovanni la siguió.

—Gentucca…

—Vete, vete, bellaco…

—Gentucca…

—No te acerques, márchate. Busca una habitación en cualquier parte, que no quiero verte…

—Perdóname, yo no sabía adonde habías ido a parar…

Ella cogió dos piedras del suelo y le lanzó una. Giovanni se agachó instintivamente, y la esquivó por un pelo.

—Gentucca, por favor, créeme…

Ella se detuvo y se volvió. Ahora estaban inmóviles el uno frente a la otra.

—Ya sé que Lancelot es solo el personaje de una novela y que los peligros que corre para liberar a Ginebra son todos imaginarios. Sé que la historia de Tristán, que muere por amor, es solo una leyenda no demasiado verídica… No digo que hubieras tenido que enfrentarte a gigantes ni morir consumido por mi ausencia. Pero esperaba que hubieras tenido la valentía de enfrentarte a Filippo, tu hermanastro, no solo para defender a tu mujer, también al menos para reclamar la parte de herencia sobre la dote de tu madre que te correspondía, a la que has renunciado por cobardía… Mis padres quizá hubieran reaccionado de una manera distinta si hubieras ido tú en persona a hablar con ellos en lugar de enviar a tu amigo…

—Sí, tienes razón… —Dio un paso hacia ella. Se moría de ganas de abrazarla.

—¡Si te acercas, te mato! —gritó ella.

Giovanni se detuvo. Gentucca empezó a reír.

—¿Lo ves? Tienes miedo incluso de mí…, de una mujer… ¿Qué clase de hombre eres?

—Deja que te explique… —Y dio otro paso.

Ella entonces lanzó con rabia la otra piedra que tenía aún en la mano.

El no se lo esperaba, así que le dio en plena frente, encima de la nariz. Cayó al suelo medio aturdido.

III

U
uuuuh… Uuuuuh… Toda la noche Cerbero y las almas de los muertos… Había tardado algunas horas en salir del subterráneo del oráculo, pero finalmente lo había conseguido. Había dormido poquísimo, un sueño inquieto atormentado por las visiones, allí abajo en el laberinto. Fuera, cuando salió, era de día y hacía un frío insoportable. El sol salía tarde en aquella zona, detrás de las montañas.
Per celle e covi irti qui,
entre cavernas subterráneas y escondites inaccesibles… La niebla se había aclarado en el llano de Fanari, y la mirada podía alcanzar, a la izquierda, hasta los prados de asfódelos de la
Odisea,
los campos Elíseos, tal como le había dicho Spyros; el pantano Aquerusia, sobre el que los pájaros no vuelan nunca, y el curso alto del Aqueronte estaban al otro lado, a su derecha. Avanzó por la orilla del Cocito, caminó un buen trecho, hasta el viejo puente.

Lo que buscas en el sagrado monte de Jerusalén descansa ahora en la llanura de Dodona. Y habiendo ido en persona, yo os traeré la piedra hechizada por los medas
que devuelve la vista a los ciegos, símbolo de la clarividencia interior que se adquiere en el viaje. Largo era el camino y fatigoso, terrible aquello que tanto Homero como Dante llaman «el otro viaje». Recitó de memoria los versos del poema santo que abre las puertas de lo divino:

Maper narrar del ben ch'i’vi trovai

dirò de l'altre cose ch'i' v'ho scorte
[60]
.

De los asfódelos, a decir verdad, ni rastro, era ya demasiado tarde: quizá las almas de los justos salen fuera de las moradas subterráneas solamente en primavera. Había extensiones inmensas, al otro lado del viejo puente, de campos congelados por la escarcha. El aire era gris y frío, como de cristal. Se encontraba turbado por las visiones nocturnas, hacía memoria y no entendía las palabras que había soñado:
No deberías haberme perdonado nunca…
Continuamente le parecía que estaba a punto de tener una revelación, que se encontraba muy cerca del umbral que nos separa del mundo verdadero. Pero siempre, en solo un instante, la realidad recaía indefectiblemente en su plana y monolítica inmanencia. ¿Dónde están los signos, los indicios del ultramundo?

Después una vez se volvió de golpe, casi queriendo sorprender la verdad de las apariencias. Y vio no muy lejos de él (no lo había visto antes o no se había fijado) a un pastor con los ojos azules sentado en una piedra al borde del camino. Notó un perfume que no había olido nunca antes. Ojos azul transparente, como el mar de Corfú. Le preguntó el camino como si no pasara nada. Con los dioses los antiguos hacían eso, fingían no haberlos reconocido. Un pacto no escrito, pero ya se sabe que con lo divino no se juega. El pastor, que debía de tener unos veinte años, le contestó lo que ya le había dicho Spyros, que cruzara las tres cadenas de montañas.

—Extraños lugares estos —dijo entonces Bernard para ver si le sonsacaba—, se encuentra uno seres que no se sabe nunca si están vivos o muertos…

—Sí que lo sabes —respondió el pastor divertido—: los vivos tienen sombra, pero los muertos y los dioses no…

Vio que el pastor no tenía sombra, pero quizá fuera algo normal a mediodía con el cielo tan oscuro. Por otro lado, ni siquiera él la tenía. Se lo hizo notar al muchacho, que se encogió de hombros con indiferencia. Vivos o muertos, ¿qué más da?

—Te faltan al menos dos días de camino —concluyó— y te conviene arrendar un mulo en la aldea de aquí al lado, posiblemente con un carrito para uncirlo a la bestia, puesto que llevas contigo una pala y eso quiere decir que vas allí a excavar, y si buscas un antiguo tesoro supongo que al regreso es posible que lleves una carga pesada…

¿Cómo podía saberlo? ¿Y cómo es que, si no era la diosa de ojos azules sino solamente un simple pastor, lo tuteaba aun siendo un muchacho que se dirigía a alguien mayor que él? Tuvo la sensación de formar parte de un plan providencial, y se preguntó entonces cuál era la tarea que le esperaba en los inescrutables designios divinos.

Acaso solo borrar toda huella, cerrar definitivamente la época en la que lo divino se manifiesta a los humanos,
le pareció oír. Pero el muchacho no había abierto la boca.

Le dio las gracias y retomó su camino.

Bruno había aplicado un ancho vendaje en la frente de Giovanni antes de acompañarlo a la posada donde ya había estado antes con Bernard.

—Deja pasar un par de días —le había aconsejado—, después preséntate con un bonito regalo… Yo hablaré con ella, le contaré lo mal que te quedaste cuando ella desapareció. No te preocupes: os amáis, y mucho. Después de todos estos años, las cosas volverán a su cauce. ¡Ten fe!

Cuando se quedó solo, Giovanni se entristeció por la acogida hostil de Gentucca, pero por aquel entonces él no sabía el motivo de la desaparición de su mujer, y a menudo había pensado que se había marchado por iniciativa propia. En aquella época él estaba siempre trabajando, porque tenía que ampliar su clientela, y era consciente del hecho de que, desvanecido el entusiasmo inicial, a ella no le gustaría la soledad del hogar que la esperaba. Después ella desapareció, y se materializaron los miedos con los que Giovanni había convivido.

Pero lo que no le dejaba descansar era que no se le hubiera ocurrido en ningún momento que Gentucca podía estar embarazada. En esa época, si hubieran tenido un hijo, nadie se habría asombrado. Esto lo turbaba, el hecho de haber apartado de su mente la posibilidad de la paternidad. No conocía bien a Gentucca, y eso era natural. Pero lo que había sucedido le hizo entender que no se conocía bien ni siquiera a sí mismo. «¿Soy realmente el padre?». Por un instante lo asaltó la duda, tal vez legítima después de tantos años. Pero el pequeño Dante se parecía tanto al abuelo… Una vez más el hecho mismo de haber concebido una duda semejante le hizo reflexionar sobre la inexorable tendencia a la fuga que se manifestaba en él frente a la idea de tener un hijo. Concluyó que esa debía de ser la causa de tanto rencor: Gentucca, de una forma más instintiva que racional, sabía mejor que él mismo cómo era. Intuía que él, de un modo u otro, había huido.

Esa era la culpa de la que tendría que obtener el perdón, el de Gentucca y el de él mismo.

Bernard había pernoctado en la aldea situada en la ladera de la montaña, allí donde se abría el valle que lo llevaría a Dodona. Había alquilado un mulo y un carrito, de dos ruedas pero estrecho, adecuado para los arrieros de montaña. Había gastado así todo el dinero que llevaba en efectivo, y había dejado como aval también la letra de cambio, que le sería devuelta cuando restituyera el mulo y el pequeño carro. El camino era largo y seguía la cuerda de las montañas subiendo y bajando, a veces invadido por la vegetación, porque en esa estación no debía de ser muy frecuentado. El tiempo era cada vez peor, nubes plomizas ensombrecían sus pensamientos.

Continuó deteniéndose una sola vez en todo el día para hacer una breve pausa. Al atardecer estaba empezando a llover y se puso a buscar un sitio para dormir en las cercanías de un curso de agua, para aliviar su sed y la del animal. Los ríos excavan las montañas y pensó que en el valle probablemente encontraría dónde beber. Así fue como llegó, bajando desde la cresta de la montaña, a un claro donde vivía, en una gruta, un viejo ermitaño
de antiguo y blanco pelo,
con barba y pelo largo hasta la cintura. Le pidió hospitalidad para pasar la noche. Allí delante discurría un arroyo y lo aprovecharían los dos, él y el mulo.

—Me llamo Bernard —le dijo al viejo— y estoy buscando un lugar, en esta zona, donde está enterrado un antiguo misterio, un objeto sagrado que Dios dio a los hombres en los albores de la historia para sancionar su pacto, para fundar la Ley universal… Lo trajeron aquí hace aproximadamente cien años unos caballeros cruzados…

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