El libro secreto de Dante (30 page)

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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

—¿Qué queréis de mí? Podíais haberme dejado morir…

Al médico y al fraile se les escapó involuntariamente la risa.

—Cuando nos digas la verdad podrás utilizar una de las vigas de este techo, que seguramente son más sólidas que las de tu casa. A propósito, de todos los momentos en que habrías podido hacerlo, ¿tenías que elegir precisamente cuando nosotros llegábamos?

El padre Agostino estaba perdiendo la paciencia. Al principio lo había intentado por las buenas, pero Terino no hacía más que negarlo todo, contra toda evidencia.

—Ya he dicho la verdad: no robamos el arsénico y…

—¿Entonces? ¿Se fue solo desde la botica al refectorio? —gritó el padre Agostino poniéndose en pie y dando un puñetazo sobre la mesa.

—No lo robamos, lo compramos… El boticario no estaba, había un chico…

—¿Qué?

—Nos pidió un precio altísimo, me acuerdo bien. Yo quería ponerme a regatear, pero Ceceo estaba muy nervioso y me dijo que abreviáramos, que pediríamos que nos reembolsaran los gastos…

El sacerdote se derrumbó en su silla como atontado.

—Chico idiota —dijo, y después lo repitió más de una vez—. Que su alma descanse en paz —añadía cada vez.

Pensándolo bien, el arsénico no era lo único que había desaparecido de su tienda; a veces había tenido la impresión de que el contenido de los frascos de esencias y de aromas que tenía en los estantes disminuía sin motivo aparente más de lo debido, pero siempre se había tratado, hasta ese momento, de cosas sin importancia, y había hecho la vista gorda.

Su aprendiz era casi negado para el oficio, y su sentido de la responsabilidad era el de un niño de tres años. Sin embargo le tocaba tenerlo a su cargo, porque era uno de los sobrinos de Ferrara del padre Fazio. En la abadía más de uno rumoreaba, dada la enorme semejanza de algunos de estos con el sacerdote, que no se trataba precisamente de sobrinos. Por ese motivo había evitado profundizar cuando había tenido la impresión de que alguna cosa inocua había desaparecido de la tienda, pero le había dicho mil veces al chico que estuviera muy atento. Le recordaba casi cada día que no debía de ningún modo tocar los compartimentos de la estantería, y hasta entonces no había sucedido nada relevante. Pero cuando desapareció una ampolla entera de un preparado mortal a base de arsénico, evidentemente se alarmó e interrogó al lego, que lo negó todo y dijo que había estado en la tienda durante todo el oficio y que no había recibido ni una sola visita. Tenía de él una opinión tan baja que no lo consideraba capaz de delitos que excedieran la negligencia y el pequeño hurto, pero tenía que haber supuesto al menos que poseía un poco del olfato y de la astucia del mercader; los necesarios para valorar instintivamente, si no otra cosa, la importancia para el comprador del producto que le estaba vendiendo. «La astucia de un mercader combinada con la inteligencia de un pavo», pensó. ¡De modo que había vendido a los dos sicarios el veneno con el que lo habían matado a él mismo!

—Pero al poeta —continuó Giovanni interrogándole— ¡lo envenenasteis vosotros, eso no puedes negarlo!

—¡Qué va! —respondió Terino.

—¿Para qué comprasteis entonces el arsénico?, ¿para depilaros?

—Queríamos matarlo, sí, pero no lo logramos…

—¡Podíais haber intentado colgarlo en tu casa, si era tan difícil matarlo con el veneno!

—¡Toda la culpa fue de Ceceo! —aclaró Terino—. Estaba tan nervioso que solo pudo vaciarle la ampolla en el vaso de vino la primera y única vez que le sirvió el
sangiogheto,
pero el poeta no bebió ni una gota. Nosotros pasamos todo el tiempo proponiendo brindis, por la federación de los municipios de Italia, por la unidad y la gloria del Imperio, por el futuro de Europa, por la edad del Espíritu; ya no sabíamos por qué brindar… ¿Cuál fue el resultado? Al final nosotros estábamos borrachos, pero su vaso de
sangiogheto
envenenado continuaba intacto sobre la mesa, tal como se lo había llenado Ceceo al comienzo de la comida. O el poeta era abstemio, o era más listo que el diablo, o había hecho votos de no pecar de gula, ¡vete a saber…! Nos sumamos a la delegación para volver a intentarlo, pero no tuvimos más ocasiones; los venecianos acapararon su compañía y no nos dieron la posibilidad de volver a verlo. Así que o lo envenenaron ellos o murió realmente de malaria. Esto es todo lo que sé…

Ya. Tal vez se había tratado nada más que de una hipótesis suya equivocada; por otra parte Giovanni no había tenido la posibilidad de examinar el cuerpo de Dante más atentamente, y los síntomas que había advertido podían deberse también a otras causas. Su circunstancial diagnóstico hacía aguas por todos lados… ¿Había pues investigado un crimen que no se había producido? ¿Tenía entre las manos solo al ejecutor material de un homicidio fallido?

—¿Por qué queríais matarlo? —preguntó.

—No es que quisiéramos, nos encargaron que lo hiciéramos y que robáramos el poema; a cambio de una abundante recompensa, claro está… Como después el poeta murió de todas formas, intentamos hacer creer que nuestro intento había salido bien: entramos en casa de Alighieri y robamos el autógrafo, yo me presenté ante el que nos había encargado el trabajo, le entregué aquello de lo que nos habíamos apropiado indebidamente y le pedí la cifra pactada. Él, sin embargo, intentó estrangularme y pegarme fuego, así que estoy vivo de milagro, solo porque me tiré a un pozo… A mi socio le fue peor…

—¿Quién es el que os encargó matarle?

—Ah, eso no puedo decirlo de ningún modo. Lo único que espero es que crea que estoy muerto…

El padre Agostino se había derrumbado sobre el escritorio, exhausto; ya no sabía qué pensar. Se dijo que en el fondo toda esa historia ya no le interesaba. El sobrino del padre Fazio había intentado engañarlo, pero al final se había engañado a sí mismo, e incluso lo había pagado demasiado caro. Se había bebido el vino y el veneno destinados a Dante, sin preguntarse siquiera para qué serviría el arsénico que había vendido a los dos falsos franciscanos… Enfrente de él estaba un tipo que podría ser acusado de un crimen que ni siquiera sabía que había cometido. Estaba tan inmerso en un remolino de idiotez animal que dudaba que todo lo que había oído tuviera relación con la especie a la que a veces estaba tan estúpidamente orgulloso de pertenecer.

—Giovanni, vuelve a llevarlo a la celda, por favor —dijo—. Volveremos a interrogarlo mañana, porque ahora otra confesión parecida a lo que hemos escuchado hace un momento podría matarme…

Aunque tenía gran curiosidad por conocer el nombre de la persona que les había encargado el asesinato, Giovanni hizo lo que le pedía el boticario de Pomposa: desató al detenido y lo volvió a llevar a la habitación del convento que provisionalmente habían habilitado como celda.

—¿A qué hora se cena? —le oyó gritar desde dentro cuando estaba girando por segunda vez la llave en la cerradura.

Le habían crecido el cabello y una larga barba blanca, y parecía haber envejecido cien años después de la larga noche de Dodona. Cuando se había visto reflejado en el agua del río, se había encontrado increíblemente parecido al ermitaño que vivía en las laderas del Tomaros. Había cargado en el carrito, renunciando definitivamente a abrirla, la enorme caja que había encontrado en la basílica en ruinas. El peso que arrastraba el mulo era tan enorme que al poco de ponerse en marcha tenía que pararse a descansar, por lo que el regreso corría el riesgo de ser lento y fatigoso. Quería volver a hacer el mismo trayecto, con las mismas etapas que a la ida y, aunque era mejor prever una parada más, la primera noche quería pasarla en la caverna del viejo anacoreta para no correr demasiados riesgos. Después le pediría a él indicaciones para realizar una etapa intermedia. Así fue como forzó a su mulo todo lo que pudo, pero al final consiguió llegar a la gruta antes de que fuera de noche.

El lugar mostraba un aspecto extraño: del ermitaño no había ni rastro en los alrededores y la entrada no es solo que estuviera cerrada, sino que estaba cubierta de zarzas y matorrales, como si hiciera mucho tiempo que ese refugio no estaba habitado. Se asustó; en un primer momento pensó que su visión en la llanura de Dodona había durado un siglo, o que el espacio y el tiempo se habían deformado irremediablemente de modo que la ida y la vuelta tenían lugar en dos épocas distintas. Sin embargo después recordó que ya había vivido esa escena y se esforzó por recordar los detalles.

Enseguida empezó a arrancar las matas que obstruían la entrada de la gruta, ayudándose con la espada. Después se concentró en empujar la gran piedra circular que la cerraba, hasta que logró abrir un paso para entrar con el mulo y el carro. Hecho esto, encendió un fuego cerca de la entrada para iluminar el interior de la caverna. Ya sabía que vería los dos jergones donde habían dormido, uno al lado del otro, dos noches antes; sobre el del viejo estaba tendido un esqueleto con las manos sobre el pecho. Pero ¿qué significaba? Parecía como si el anacoreta hubiese muerto mientras dormía y se hubiera estado descomponiendo en la gruta alrededor de medio siglo; lo cierto es que si hubiera muerto en los dos últimos días no habría podido quedarse tan rápidamente en los huesos, ni tampoco habría sido posible que un entramado tan tupido de matas hubiera llegado a obstruir de ese modo la entrada de la caverna. Así pues no tenía ciento cincuenta años, sino que había muerto mucho tiempo antes. ¿Y si había hecho que lo encontrara vivo tan solo para salvarlo de los lobos?… O bien él se había equivocado de caverna…, o bien todo era una broma, y había sido el viejo el que había colocado el esqueleto y las zarzas antes de esconderse en algún sitio, quizá para hacer que pareciera un milagro y ser venerado como santo…

Pero estaba cansado y no tenía ganas de pensar, de modo que tras cerrar la entrada de la caverna se tumbó cerca del esqueleto e intentó dormir. El fuego languidecía, se estaba apagando. Miró el cráneo que tenía delante. ¿Era él? Le dio las buenas noches y le dio las gracias por todo. «Antes de existir —pensó— no hay nada de nosotros; en cambio, después nuestros restos pueden durar mucho más que nosotros. Pero, por supuesto, antes y después son los modos en que en la tridimensionalidad de nuestro espacio se percibe la simultaneidad del ser sin dimensiones». Conservaba un vivido recuerdo del momento en Dodona en el que había vivido toda su vida en un instante, asociado al estado de ánimo que la experiencia le había dejado: una sublime indiferencia hacia su propio destino, que ahora conocía. La angustia por el paso del tiempo, la mortificación de tener un final y deber a cualquier precio encontrarle un sentido a la vida antes de llegar a él…, todo esto se había disuelto como la nieve bajo el sol. Bernard se había quedado completamente en calma, una calma que no era humana. Ya no deseaba nada, excepto que pasara lo que tenía que suceder. De todo lo que había vivido en ese momento, su historia en la historia de los hombres, tan solo había una cosa que no recordaba para nada, y era su propia muerte. Sabía que moriría, es cierto, pero no recordaba cómo. Le pareció extraño, pero concluyó que era mejor así: eso quería decir que su muerte no sería especialmente significativa. Dio las buenas noches a la calavera, se volvió de espaldas y se quedó dormido.

En los días siguientes, desando el camino que había recorrido a la ida. En la aldea encontró al dueño del mulo, que lo acompañó dos días a lo largo del Cocito hasta la confluencia con el Aqueronte, para después volver atrás con el mulo y el carro. En Ephyra encontró a Spyros, que subió a su barca la pesada carga y navegó directamente hasta Corfú. Allí encontró a Daniel, que estaba organizando el regreso a la Apulia, donde tenía que resolver aún algunos negocios. Después tenía que pasar por los Abruzos y por la Marca de Ancona, y continuar desde allí hasta Bolonia. Todo el viaje duraría aproximadamente un mes. Si Bernard tenía tiempo y paciencia, podía ir con él…

Giovanni estaba desilusionado, pero pensó que no debería estarlo, que en el fondo era mejor así. El poeta presumiblemente había muerto a causa de las fiebres de los pantanos, como su amigo de tiempo atrás, Guido Cavalcanti, amado y odiado. Él había investigado un crimen que no había tenido lugar, y al final había encontrado cosas bien distintas: un suicida frustrado, los trece cantos perdidos del
Paraíso,
a su padre y a su hijo, a Gentucca y un misterio oculto en el poema que era el enigma que por encima de todo le urgía resolver… Pero era posible que todas las investigaciones fueran así.

El crimen no es más que un pretexto, y por otra parte hallar un culpable no restablece jamás el equilibrio, la víctima no resucita cuando se encuentra al asesino. ¿La justicia? Algo más profundo que la venganza, que usurpa su nombre. ¿Castigar al culpable? Cierto, debe hacerse para desalentar el crimen, pero engañarse con que el castigo compensará la culpa es solo una manera de no ver, de olvidar que el mal está aún fuera, a pesar de todo. Entonces, ahora que había descubierto que no había habido ningún crimen, ¿había acabado la investigación? Averiguar quién era su padre para saber quién era él, eso era lo que en realidad le importaba. ¿Qué significado tenía ese complejo misterio de los números y de los eneasílabos? ¿Conocía Dante realmente el secreto profundo de la justicia divina, los términos últimos del pacto entre Dios y Moisés, entre Cristo y los hombres? ¿Algo que lo habría inducido, en un cierto momento de su vida, a escribir el poema de los estados del alma, de ese más allá que él describe, en el que cada ser humano es fijado en un acto definitivo, repitiendo eternamente el gesto terrenal que lo ha salvado o condenado para siempre? Como en aquellos personajes que parecen monumentos: Vanni Fucci haciéndole un corte de manga a Dios antes de transformarse en reptil, expresando con ese gesto toda su vida llena de resentimiento; el noble gibelino Farinata y el padre de Guido Cavalcanti con su ateísmo, que le lleva a creer que la vida lo es todo; el conde Ugolino, cogido en el arrebato de furia en el que muerde la calavera del arzobispo Ruggieri; Paolo y Francesca, que pecan y lloran, se aman y saben que la suya es una culpa de la que no pueden prescindir… Estatuas esculpidas en el momento decisivo, en el gesto que ejemplifica la condición y la condena. Parece casi que un gesto, uno solo, un instante de nuestra vida se dilate hasta la eternidad, y en este eterno devenir suyo revele definitivamente quién somos. ¿Qué ven los poetas que nosotros no vemos?

Fue solo a la celda de Terino, entró y cerró la puerta con llave.

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