Empezó a llover de nuevo, y Bernard se instaló en el presbiterio con su mulo y el carrito. Observó mejor la piedra oscura, apoyada en el muro y hundida en el suelo, sobre la que antes se había sentado. Estaba en posición asimétrica respecto al semicírculo del ábside central y, si este estaba dirigido al este, aquella lo estaba al noroeste. Casi negra, con venas verde-oro: «el
lapis medus»,
pensó, la legendaria piedra de los medas. El y su pala se convirtieron en una sola máquina, al unísono, con gestos rápidos de los brazos aún vigorosos. Excavó al menos durante una hora.
Lo primero que emergió, como un banco en horizontal, en realidad no era más que una pequeña parte de una losa cuadrada cuyas tres cuartas partes estaban enterradas. En ella estaba esculpida en bajorrelieve una cruz griega, cuya parte superior se agrandaba en los dos brazos de la tau, otro símbolo de la crucifixión. Una banda en la barra vertical bajo los brazos de la tau permitía suponer que en algún momento debió de haber una inscripción, pero ya no era legible.
Cuando la sacó por completo a la luz, vio que la losa se había colocado para tapar una cavidad en el muro. Entonces, haciendo palanca con la pala la separó.
Encontró un nicho en la pared y, dentro, una gran arca de piedra negra, pesadísima, que no conseguía sacar solo con sus fuerzas, así que decidió hacer que la remolcara el mulo. La rodeó con una cuerda y la ató al animal, que realizó ese trabajo extra maldiciendo al dios de los equinos. Bernard estaba emocionado, tenso como la cuerda de un laúd. Había llegado hasta allí y el viaje se había visto enseguida coronado por un éxito equivalente a sus expectativas. Pero después vio que la gran caja de piedra tenía una tapa, y su cerradura estaba formada por un teclado cuadrado del mismo material que el arca. Las teclas, cinco filas por cinco columnas, formaban un texto que había visto a menudo en las iglesias y en las mansiones templarias, del que nunca había entendido el significado.
Lanzó la pala violentamente al suelo y levantó bruscamente los brazos, en un gesto de maldición. Se quedó algunos segundos con la boca abierta y la expresión vacía. Después se metió en el ábside y observó los ojos bondadosos de su mulo. Estaba ya oscuro, tenía que pernoctar allí.
Antes de la puesta de sol, Giovanni y el padre Agostino habían llegado a casa de Terino, en el barrio pobre de detrás de la muralla. La casa, seguro que mal acondicionada, estaba apoyada en la muralla, lo cual era un recurso utilizado por todos en ciertos arrabales de mala reputación aunque estuviera prohibido, porque así se ahorraban los materiales de construcción en una pared. Tenía dos plantas, la estructura era de vigas de madera y las paredes del piso de arriba estaban hechas de piedras unidas con mortero. El segundo piso, donde vivía Terino da Pistoia, era más una chabola que una casa, tablas y restos de material de carpintería clavados a la buena de Dios, probablemente por él mismo, parásito del a su vez parásito del piso de abajo.
Se subían las escaleras de piedra hasta el primer piso y después una escarpada escala de madera, de esas que en el campo se usaban en los pajares, permitía acceder a una galería donde las vigas de carga sujetaban un techo de abeto mojado. La puerta estaba cerrada por dentro, pero sería fácil abrirla porque no tenía bisagras propiamente dichas, sino que giraba sobre anillas de hierro alrededor de un asta metálica fijada a la madera de la pared. Antes de llamar, con la mano derecha en la empuñadura de su puñal, Giovanni había acercado la oreja a la puerta para oír si el dueño de la casa estaba dentro. Estaba nervioso, advertía una vaga sensación de peligro y la conversación que debía afrontar ciertamente no sería una charla amistosa.
Había oído el ruido de un taburete al ser movido o algo parecido. Luego el ruido sordo de un objeto pesado en el suelo, después ya nada, pero al poco sonó un prolongado crujido de vigas rompiéndose. Con un gran estrépito, toda la chabola había sufrido primero una sacudida y después finalmente se había derrumbado. Giovanni y el padre Agostino apenas habían tenido tiempo de lanzarse boca abajo al suelo protegiéndose con un brazo la cabeza. Se había caído sobre ellos parte del techo, con trozos de la pared a la que estaba unida la puerta. Cuando todo acabó, apartando las tablas que les habían caído encima, se habían levantado los dos con dificultad y habían salido de entre los escombros, contusionados pero sin nada roto. Después habían oído un lamento bajo las cañas y la tierra del techo que había cubierto el espacio donde antes estaba la casa de Terino. Se habían apresurado a excavar con las manos, apartando a puñados hierba, cañas y trozos de madera, y al final habían encontrado al presunto sicario tumbado boca abajo, con una soga al cuello y, en la espalda, partida en dos pedazos, la viga de la que había colgado la cuerda. Por tanto, había intentado colgarse y solo se había salvado por su impericia como carpintero o por la deficiente calidad de los materiales de construcción de la casa.
Mostraba un feo espectáculo con el rostro cubierto de quemaduras, pero la cicatriz en forma de ele invertida en la mejilla derecha aún se le notaba, siendo esta la única señal que permitía reconocerlo. Estaba confuso y balbuceaba frases inconexas. Giovanni había encontrado algo que parecía una mesa, la había limpiado de escombros, había hallado una carta y la había abierto: era el mensaje con el que el aspirante a suicida le comunicaba a Ester la decisión de acabar con su vida. Mientras tanto, el padre Agostino le había quitado la soga del cuello. Decidieron llevarlo a la rectoría donde estaba alojado el sacerdote, para que se recuperara y después interrogarlo.
—Mi pequeña casa… —lloriqueó Terino volviendo la vista hacia lo alto para mirarla por última vez cuando se lo llevaban.
Giovanni y el boticario de Pomposa cruzaron una mirada, casi desilusionados. Uno a veces se imagina el mal con aspecto diabólico, y en cambio a menudo tiene la cara de un idiota que ha matado a alguien por la misma razón por la que otro hace pan. El único rasgo diabólico de Terino era su rostro quemado, con esa marca luciferina en la mejilla derecha.
Ne l’un t'arimi…
(«En el uno te escondes tú…»), el uno, el alfa de los griegos, la A. Metió cuatro dedos en las cuatro A; tampoco esa era la combinación correcta.
E i dui che porti
(«Y los dos que llevas»), dos querubines con dos alas cada uno, cuatro alas en total… ¿O no? Los serafines tienen seis alas por cabeza, ¿cuántas tendrán los querubines? Y también de O, de E, de T y de R había cuatro en el palíndromo del Sator… ¿O acaso una clave era la tau representada en la losa de piedra?
Badi me' s'ò qualcos'i' che chiedo ch'è persa…
(«Fíjate bien en lo que digo que se ha perdido…»), pero a continuación faltaba el último eneasílabo, que quizá sugería algo importante. No lograba ni conciliar el sueño ni resolver el enigma. Y el frío de la noche era cortante. Seguía lloviendo, detrás del monte se veían rayos que, junto a los siniestros aullidos en la distancia, lo tenían en ascuas.
Tuvo un momento de desaliento; a él le había sido concedido encontrar el valioso féretro, con el arca de la alianza, quizá, o con los restos del sepulcro de Cristo y los huesos de la Magdalena, como había dicho el viejo Dan. Y él conocía las historias de los caballeros de las novelas francesas: solo a los más puros de entre ellos les era dado acceder al Grial o al objeto mágico de la fábula, fuera el que fuera… Pero si había llegado hasta allí no era por casualidad, el divino se le había manifestado varias veces durante el trayecto de la manera acostumbrada,
per speculum et in aenigmate,
y al final había encontrado incluso la sagrada reliquia… Pero no sabía cómo abrirla y se preguntaba si era él el predestinado, y
a qué
estaba predestinado exactamente. Se sintió culpable, quizá no había sido lo bastante puro, por los cristianos que había matado en las guerras de Italia, o bien por Ester y por los pensamientos de concupiscencia que tuvo aquella noche con ella y durante toda la semana siguiente. Había pecado de pensamiento si no de obra, y quizá por omisión… Se arrodilló, le pidió perdón a la noche o a quien fuera por ella… Por su padre, por su madre, por sí mismo. Rezó agradeciendo haber recibido el privilegio de acceder al misterio, de ser objeto de elección, pese a ser indigno receptáculo de la gloria de Dios.
Se esperaba ahora un destello, una intuición que le desvelara la combinación de letras que haría que se accionara el dispositivo y se abriera el pesado recipiente. Cerró los ojos. «Cuando los vuelva a abrir, lo primero que veré será el signo de la voluntad divina». Los abrió de nuevo y vio su pala. Entonces supo qué debía hacer: cogió la herramienta, alargó el mango retráctil, la empuñó con las dos manos, la levantó sobre su cabeza y respiró profundamente. Cogería impulso para golpear la caja de piedra con la máxima fuerza posible, la rompería y así habría devuelto finalmente a la luz su contenido. Dudó un instante, con la pala encima de su cabeza.
Precisamente en ese instante cayó un rayo sobre un roble a pocos pasos de la iglesia. Bernard, completamente empapado, de pie con la pala en las manos, se sintió como un ciprés recorrido por una violenta descarga eléctrica, poseído por los númenes celestes, atravesado por un rayo de la energía que mueve los planetas y las estrellas.
Fue solo un instante.
En ese instante el tiempo se detuvo. Lo que después recordó haber visto le pareció la sincronía de cada tiempo en el que todo es contemporáneo a todo, el pasado es futuro, el futuro es pasado, y el uno y el otro no son más que ilimitado presente… Vivió simultáneamente su propio nacimiento y su muerte, la batalla de San Juan de Acre, el momento en el que la espada le atraviesa el hombro y ve cómo muere el mar, los diligentes cuidados de Ahmed, las guerras en las campañas italianas, el peso de la carretilla con el arca encima y el viejo Dan a su espalda en los muelles de Corfú…
Todos los hechos de su vida coeternos, coexistentes y para siempre.
Lo entiende todo y ve simultáneamente la historia de los hombres. Ve el mar Rojo que se abre, Moisés en el Sinaí, César que se envuelve en su capa y se postra bajo la estatua de Pompeyo, y las cruces sobre el Gólgota, Mahoma en Yathrib, Carlos el Grande y el águila en Aquisgrán… Ve tres naves que surcan el mar Océano y repiten la aventura de Ulises más allá de las Columnas de Hércules, don Cristóbal que besa la nueva tierra y Dante que la sueña, en el mar de las antípodas, el purgatorio de los europeos… Ve la Europa de las naciones bañada en sangre, la cabeza del último Capeto frente a su palacio en la mano de un verdugo, el último papa rey asediado en el Vaticano, y batallas furibundas en las inmediaciones del Rin, máquinas de guerra devastadoras enterrando soldados en las trincheras de Verdún… Ve dos águilas, la una contra la otra. Una regresa a Europa procedente del nuevo mundo, y lleva la inscripción
e pluribus unum…
La otra, heredera del Imperio antiguo, está sobre la estrella con las cuatro gemas, las cuatro hoces exterminadoras… «Borrar lo distinto», le parece que dice… Después cosas confusas en un después contemporáneo, Europa en paz, el corazón franco y alemán del Imperio universal que vuelve a latir al unísono como en el sueño de Carlos Martel y de Dante, un
praesidens
del nuevo mundo hijo a la vez de Cristo y de Mahoma… Y otras guerras espantosas en las que el mal se destruye a sí mismo, hasta llegar a la paz entre los pueblos del Libro, hasta la era luminosa prevista por las Escrituras en que a la gente se le revela la Ley…
Ve todo esto, y mucho más, en el eterno presente; ahora lo sabe, nada sucede, todo es… Como en un libro cuyas páginas son intercambiables, como en un poema infinito en el que cada verso sea fragmento y microcosmos del Todo y, en cualquier instante, lo contenga todo.
Estaba tumbado sobre la hierba mojada, al lado del arca del antiguo pacto. Había visto también, en ese instante eterno, que la cargaría sobre el carrito y se la llevaría consigo. Ahora lo sabía, era esa su tarea en el gran diseño: cerrar definitivamente la época en que lo divino se manifiesta a los humanos.
N
i robé el arsénico ni maté al poeta… —repetía continuamente.
Por el desván, desde lo alto, se filtraba un haz de luz violenta que le iluminaba el rostro deforme; todo el resto estaba envuelto por las sombras. Giovanni permanecía de pie detrás de la silla a la que lo habían atado y el padre Agostino estaba sentado a la mesa frente a él. Al de Pistoia le molestaba visiblemente ese deslumbramiento.