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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (28 page)

—Sí, me acuerdo —respondió el viejo.

—¿Cómo es posible que os acordéis? Han pasado al menos cien años…

—Eran setenta caballeros armados con la cruz en el pecho, a caballo… Fue cuando los venecianos tomaron Constantinopla, pero me acuerdo como si fuera ayer; era muy joven entonces…

Calló para no incomodarlo. Había dos posibilidades: el ermitaño tenía ciento y pico años o bien sufría alucinaciones. Optó por la segunda posibilidad cuando, sentados sobre dos rocas, el viejo le ofreció para cenar setas crudas y habas salvajes, pues se acordó de lo que le había dicho Spyros sobre las habas alucinógenas que podían hallarse en esa zona. No comió casi nada, solo un poco de su pan de centeno y algunas setas. No probó las habas. Mientras comían, quién sabe por qué, le habló al viejo de sus inquietudes, de su vida, la cual, si miraba hacia atrás, le parecía una serie de hechos sin sentido.

—Sin embargo, todas las vidas tienen sentido —dijo entonces el viejo—, pero ¿quién dice que lo conozcamos? Debes entender que también ese pequeño fragmento que tú representas está en relación con el Todo. Tú no te das cuenta, y ese es el error: te engañas pensando que esta vida se desarrolla en función de tu «yo», cuando más bien es tu «yo» el que ha sido generado en función de la vida del Todo…

Bernard miró a su alrededor perplejo, y olfateó el aire para tratar de entender si también detrás del viejo ermitaño anidaba algún oscuro numen. Pero solo percibió la peste que desprendía su mulo.

—Esto no lo digo yo, lo dice un filósofo antiguo —añadió entonces el viejo para tranquilizarlo—. La perspectiva egocéntrica está equivocada: hay una historia que se debe cumplir y tú eres el medio más o menos inconsciente, ese es el destino de todos. Acaso toda mi vida está en función de este encuentro. Mañana es mi cumpleaños, pero ni yo mismo sé cuántos años cumplo. Solo sé que son tantos que en cierto momento dejé de contar los días. Quizá haya vivido tanto tiempo solamente para poder conocerte a ti y hospedarte esta noche. Si hubiera muerto antes, no me habrías encontrado aquí, la gruta estaría cubierta de zarzas, habrías dormido al aire libre, habrías sido descuartizado por las manadas de lobos que infestan estas montañas, no hubieras podido llevar a cabo tu misión… En cambio, aún estoy vivo y mañana podrás marcharte bien descansado hacia Dodona…

—¿Cómo sabéis que tengo que ir a Dodona?

—Ya te lo he dicho, es allí adonde fueron los setenta caballeros con la cruz en el pecho…

Se retiraron a la gruta los tres, también el mulo, que contribuiría a calentar el ambiente.

Después el viejo cerró la entrada bloqueándola con una gran piedra pulida en forma de rueda.

Soñó con una llanura florida, la luz era blanca, Ahmed llevaba un vestido de rayos de sol tejidos en el telar de un hada africana. Eso dijo, pero tenía prisa, tenía que mostrarle a su Dios su nuevo descubrimiento.

Date prisa, Bernard, hace ya varios años que te estoy esperando.


Pero la verdad es que yo estoy buscando el Paraíso de los cristianos, y he perdido el camino.

¿Qué más da, Bernard? Hay un solo Dios, y sabe todas las lenguas: el árabe, la lengua vulgar y la lengua de oïl… Además conoce también el lenguaje de las flores. ¿Quieres verlo?

Para mostrárselo, se inclinó a hablar con un gran asfódelo con las hojas lanceoladas. La flor contestó que sí en su alfabeto de olores, había entendido bien qué debía hacer: se abrió y dejó salir al águila blanca, que tenía entre las garras la cabeza cortada de una quinceañera. Voló alto hasta la tierra de las masacres y se la devolvió, la muchacha le dio las gracias y pudo volver a ponerla en su lugar.

Para todos los males habrá remedio al final de los tiempos
—dijo sonriendo. Pero nadie vio su sonrisa, pues la cabeza estaba pegada del revés.

Bernard no sabía adonde ir, estaba muy indeciso y dudaba. Vio la cabellera del viejo ermitaño confundida entre las nubes, lo llamó y le preguntó el camino.

¿El camino hacia dónde?
—preguntó este.

—No lo sé —respondió Bernard.

No importa, ve siempre recto hasta que sientas la necesidad imperiosa de un cambio.

—¿
Y adonde llego así?

¡Menuda pregunta…! ¿Cómo vas a saber adonde estás yendo si aún no has llegado? Cuando llegues, entonces sabrás cómo es.

—¿
Y está lejos? —preguntó de nuevo Bernard.

El viejo se encogió de hombros.


La cuestión es
—respondió—
que en cuanto a llegar, también en eso hay voces más bien discordantes.
—Miró a su alrededor circunspecto, después acercó la boca a su oreja—.
Parece
—susurró—
como si en realidad nadie llegara nunca, el camino tiene esa peculiaridad: te detengas donde te detengas, él continúa siempre más allá.

Volvió a abrir los ojos. El viejo estaba aún despierto.

—O al menos —añadió— eso dicen los que ya han recorrido su trecho…

Bernard se volvió hacia el otro lado y simuló que se dormía otra vez.

A la mañana siguiente, Giovanni bajó al mercado a buscar un regalo para Gentucca. Era la cosa más difícil del mundo, se acordaba, adivinar el regalo adecuado para ella. En el breve periodo en el que habían vivido juntos, cada regalo lo tenía siempre en vilo: a veces compraba cosas caras, joyas, objetos valiosos de orfebrería, solo para demostrarle lo mucho que la amaba, y ella no parecía apreciarlos; otras veces le llevaba una tontería, y ella se mostraba feliz como una niña. También a menudo sucedía lo contrario, y no había una lógica, sino que era absolutamente imprevisible. Decidió dar una vuelta por el mercado solo para ver qué se vendía; se dejaría guiar por su instinto. Había la multitud de costumbre en los mercados cuando hay sol. Un abanico de colores, brocados, sedas y fustanes.

Se detuvo un buen rato frente a un puesto que ofrecía productos cosméticos, sombreros de alas anchas y abiertos en el casquete para ponerse el pelo rubio al sol, redecillas bordadas de oro para recoger los cabellos, con postizos de trenzas rubias de cabellos de verdad de origen alemán, y cremas de miel rosada destilada a fuego lento. Estaba de moda ser rubia, y los poetas en esto tenían su parte de culpa. Pero Gentucca ya era rubia. También había espátulas de madera y cristal, cremas depilatorias de arsénico amarillo y cal viva, un detergente para la cara hecho con leche y miga de pan combinado con bórax machacado. Le impresionó una diadema para el pelo de diseño muy sencillo, de pequeñas hojas y no demasiado vistosa, con un pequeño capullo de rosa al lado derecho, todo de oro. Era muy cara; él hacía tiempo que no trabajaba y había empezado a tener que contar sus ahorros. Y no quería comprarlo con los florines de don Mone.

El mercader del tenderete siguiente lo cogió por el brazo y atrajo su atención sobre las telas que vendía:

—Tejidos ingleses y bretones —le dijo—. Cuestan la mitad que los florentinos y la calidad ya es casi la misma. Además, sabed que algunas veces se trata de comerciantes toscanos que se han trasladado allí y han llevado su arte… Hasta ahora los ingleses vendían solo lana basta, pero ahora mirad esto… Al final nos copiarán también la seda, aunque por otro lado son los florentinos los que han desembarcado allí para hacer la competencia a todos los demás… Pero sus productos los venden aquí, y es por eso por lo que hacen negocio: producen donde cuesta poco y venden donde cuesta mucho…

No quiso ir más allá, eludió esa discusión. Respecto al futuro, él era moderadamente optimista, como lo había sido Dante. Las cosas se arreglarían solas, pensaba en el fondo el poeta. La maldita loba, cuando ya no encontrara nada que devorar, acabaría por descuartizarse a sí misma. No había motivos de alegría, pero tampoco para llorar. Había que resistir, seguir adelante, prepararse quizá para una temporada de delirio, de incontrolada agresividad. Los hombres cuando son infelices pueden llegar a ser muy peligrosos.

Solamente estaba contento por haberse reencontrado con Gentucca y haber conocido a su hijo. Ahora tenía que volver a empezar a trabajar lo antes posible, sus vacaciones habían durado demasiado.

—Pero ¿vos no sois aquel que…? —le abordó un sacerdote que se detuvo precisamente en ese momento frente a él.

—El padre Agostino, el boticario de Pomposa, ¿verdad? ¿Qué hacéis aquí?

—¡Misión secreta! —respondió el religioso—. Pero si tenéis tiempo podríamos hablar después de una pequeña parada en el carro del vendedor de nieve…

En una esquina de la plaza del mercado estaba el vendedor de la nieve que se destinaba a la conservación de los alimentos. La obtenía de un proveedor que bajaba de los Apeninos todas las mañanas e iba a la ciudad con un carro de madera donde llevaba un recipiente forrado de plomo para mantener el frío. Su señora preparaba sorbetes y el apreciado
biancomangiare,
un pudin hecho con harina y leche de la montaña que hacía enloquecer a los boloñeses. Giovanni tomó un sorbete y el religioso un pudin, y se retiraron a una calle lateral. El padre Agostino le habló de la abadía, de don Binato, que luchaba entre la vida y la muerte, a causa de una terciana maligna, quizá malaria, y del padre Fazio, que llegaba a acuerdos con los señores de Ferrara.

Después se sentaron el uno frente al otro a una mesa de piedra en el jardín que había delante de una iglesia.

—¿Tenéis novedades sobre la muerte del poeta? —preguntó el sacerdote.

—Nada de nada… —respondió Giovanni.

El padre Agostino dijo que estaba investigando la muerte del lego y que había venido a Bolonia en busca de los dos falsos franciscanos. Del originario de los Abruzos no había ni rastro, pero seguía los pasos del otro, Terino da Pistoia, que estaba escondido allí en Bolonia, en un arrabal al abrigo de sus murallas. Giovanni le contó entonces que había ido a buscarlo hasta Florencia, siguiendo las falsas pistas que le había proporcionado una meretriz.

—La Ester de la Garisenda, supongo —dijo el fraile boticario.

—¿La conocéis?

—Personalmente no, en realidad no, pero… me ha hablado de ella un hermano, confesor muy solicitado en la ciudad, y normalmente muy reservado… Tenemos el secreto de confesión, como sabéis, y no se puede ir por ahí contando los pecados de la gente…

—¿Las prostitutas se confiesan?

—A veces sucede, pero no es este el caso, y es precisamente por eso por lo que mi amigo ha podido contarme algo sin infringir ninguna regla: sus clientes se confiesan con él, y hablan de ella como de una prostituta un poco especial. Digamos que no tiene mucha vocación por su oficio…, pero tal vez precisamente por eso tiene una capacidad insólita en cualquiera de su gremio, un talento natural, el de conseguir que casi todos sus clientes se enamoren de ella…, algo que normalmente otras considerarían un gran fastidio…

—Es muy guapa —afirmó Giovanni.

—Sin embargo, no se trata de eso… Mi hermano dice que cuando oye las confesiones de sus clientes, cuyo nombre evidentemente no revela, parece como si cada uno de ellos hablara de una mujer distinta, da la impresión de que sabe muy bien cómo hacerlo… ¡Conste que no me estoy refiriendo a la cualidad de sus prestaciones, que Dios me perdone…! —Para disculparse por el pensamiento inmundo besó el crucifijo que colgaba sobre su túnica—. Más bien lo que quiero decir es que sabe tratar con sus clientes en otro plano: sabe hablar, sabe escucharles, sabe cuándo apartarse y hacerse desear; parece ser que se entrega siempre con cuentagotas, y de este modo a menudo los hace enloquecer… Se diría que su objetivo inconfesado sea que se enamoren de ella, como si cada vez reviviera una vieja historia privada y buscara vengarse de ellos por un abandono que le hubiera hecho daño… Además tiene especial intuición para detectar las debilidades de cada uno. Así ha sido como, por lo que he comprobado, también este Terino ha caído. Quería fugarse con ella y esta, sabiendo que él tenía que cobrar mucho dinero por un trabajo que había hecho (probablemente nuestro doble crimen), le había prometido que sería suya. Después, sin embargo, el
empleador…,
en lugar de pagarle, intentó pegarle fuego… Volvió a visitarla con toda la cara quemada y sin dinero, y Ester no quiso saber nada de él… Este episodio lo conocen todos los que frecuentan habitualmente la taberna, pues aquella noche hubo un gran follón. Él la estuvo pegando hasta que intervino un estudiante alemán y lo sacó de allí. Pero el de Pistoia no se fue de la ciudad, vive escondido aquí en Bolonia, y yo he logrado encontrarlo. Es posible que no tenga dinero para afrontar un viaje y abandonar Bolonia, o tal vez esté planeando algo respecto a Ester…

Decidieron ir a verlo juntos, al día siguiente se volverían a encontrar delante de la iglesia para organizar un plan. Desfigurado y con el orgullo herido, ese Terino podía ser una persona peligrosa. Cuando se despidieron, Giovanni regresó al mercado para comprar la diadema a Gentucca, pero ya la habían vendido.

IV

A
unque se levantó temprano, el viejo ya había desaparecido. Quería felicitarlo por su cumpleaños, tanto si cumplía ciento cuarenta años como si eran ciento cincuenta, pero parecía haberse volatilizado. No pudo ni siquiera darle las gracias por su hospitalidad. Qué se le iba a hacer, se las daría cuando regresara.

Se marchó tristemente con su mulo y caminó hasta la puesta de sol. Por la tarde ascendió hasta una cresta del Tomaros, cuyas cimas gemelas estaban ya cubiertas de nieve. Cuando giró a su derecha, más allá del bosque por el que ascendía el sendero, vio al fondo la llanura de Dodona, la colina en semicírculo donde unos pocos vestigios recordaban la forma del antiguo teatro, la iglesia en ruinas y el bosque de robles, entre los que acaso también se hallara el milenario de Zeus… Aunque era tarde, sin preocuparse del hecho de que habría tenido que apresurarse en buscar un refugio para pasar la noche, Bernard se precipitó hacia el valle con el mulo recalcitrante. Por el camino escarpado le sorprendió un aguacero terrible. El animal se quedó clavado, se plantó bajo la copa tupida de un árbol y ya no se movió más. Entonces Bernard lo dejó firmemente atado al tronco y continuó solo con su pala colgada del cinturón.

Al llegar al valle estaba tan mojado como un pez cuando se desliza en la red del pescador. Halló refugio en la antigua basílica de tres naves, cuyo techo hacía tiempo que se había caído y cuyo suelo era ahora un prado verde, pero del que sobrevivía al fondo el presbiterio con los tres ábsides y parte de la antigua cobertura, lo que sería suficiente para resguardarse de la lluvia. Cuando se metió dentro y se sentó en una cornisa de piedra oscura que sobresalía del suelo en el ábside central, los escalofríos producidos por la fiebre y el frío que atravesaban su cuerpo lo convencieron definitivamente de que su mulo había sido mucho más listo que él. En un momento de tregua del chaparrón Bernard fue a recuperar su mulo y el carrito. Frente al roble más cercano a la iglesia, rezó puesto en pie con la cabeza inclinada las oraciones del ángelus.

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