El libro secreto de Dante (35 page)

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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

Le quitaba el polvo a los libros, al arcón con el águila…, mientras pensaba en Giovanni y en Dante. Habían pasado casi diez años desde la última vez que los vio. Estuvieron en Rávena en 1341, y el pequeño Dante ya era un joven de veintinueve años de buen porte. Se había casado hacía algunos años con Sofia, la hija de Bruno. Había sido con ocasión de la muerte de su madre, Gemma, resarcida en Florencia de todas las humillaciones sufridas con anterioridad, festejada en cada aniversario de la muerte del poeta. Giovanni y Dante habían venido a darle el pésame, a confortarla, para estar a su lado en el duelo; el sobrino le tenía mucho aprecio. En cambio a Gentucca no la había vuelto a ver desde 1329, cuando llegaron los cuatro, incluida la pequeña Antonia. Era el año en que en Bolonia habían hecho piras con los libros de su padre y las habían quemado, el mismo año en que el cardenal Bertrand du Poujet, sobrino del papa y legado pontificio, había ordenado quemar también sus huesos. Ostasio da Polenta, afortunadamente, se había opuesto, y había ido en persona a Bolonia, sin llevar los huesos, a defender la memoria del literato amigo de los Polentani.

Finalmente halló el valor necesario. Rompió el sello, abrió la plica, leyó las primeras líneas y su ansiedad se transformó pronto en pura alegría:

Mi dulce Antonia:

¿Cómo estás? Esperamos que bien, pero nos inquieta el hecho de no tener noticias tuyas en medio de este azote que ha afectado, por lo que parece, a toda Europa. La empresa de correos a la que confiamos esta carta no nos asegura ni siquiera que pueda entregarla con normalidad.

Nosotros esperamos que sí, y que recibamos lo antes posible una respuesta tuya.

Gracias al cielo, estamos todos bien; nos enteramos de la peste cuando regresábamos del Epiro. De hecho hace dos años nos marchamos todos juntos a Dodona, Gentucca y yo, Bruno y Gigliata, Dante y Sofia con sus tres niños, Antonia, su marido y los dos pequeños. Pero no encontramos nada, solo a un viejo barquero de Corfú llamado Spyros que nos dijo que había conocido a Bernard hace una treintena de años. Nos contó que lo llevó navegando por el Aqueronte hasta la confluencia con el Cocito y que después lo trajo de vuelta con una enorme caja de piedra negra, de la que Bernard decía que era o que contenía el arca de la alianza y que se la llevaba para que se perdiera para siempre en el abismo, hasta el momento en que Dios quisiera que fuera hallada, cuando los pueblos de la Escritura hubieran aprendido a convivir en paz. También nos contó que a la vuelta le parecía como si hubiera enloquecido, que decía cosas extrañas sobre el final del tiempo, sobre el eterno presente, sobre la simultaneidad perpetua del Ahora… Después fue visto en Corfú con aquel Daniel, pero cuando su nave partió de la isla solo iba el otro francés. Bernard no estaba a bordo, de él y de su caja se perdió la pista…

Del Epiro fuimos después a Corfú con el hijo de Spyros, de Corfú a la Apulia en una nave angevina (de Anjou) y finalmente nos detuvimos en los Abruzos, donde, ascendiendo desde Lanzano, se halla la pequeña aldea en la que viven los parientes de Bruno, cerca de la montaña sagrada de Maia; nos hospedamos en una finca suya del campo, a resguardo de las miasmas venenosas que provocan la peste. En realidad Bruno y yo queríamos regresar a Bolonia para hacer nuestra contribución como médicos, pero nos dijeron que muchas ciudades, por motivos de precaución, habían cerrado las puertas a quien venía de fuera, y además nos llegó la noticia de que, en nuestra ausencia, el municipio nos había confiscado la clínica para albergar a los apestados. Por esas razones decidimos quedarnos aquí. El azote, en este oasis incontaminado de paz, parece algo remoto.

Ahora nos estamos organizando para el viaje de regreso. Seguramente estaremos en Bolonia no mucho después de la llegada a Rávena de esta carta. Por eso es mejor que si nos enviaras una respuesta lo hicieras a la dirección de costumbre.

Tendremos que intentar seguir con nuestra clínica, o bien transformarla en un servicio público, pero lo gestionarán Dante y Sofía. Bruno y yo ya hemos cumplido, ahora les toca a ellos. Ambos son médicos, y también buenos. Desde siempre se quieren mucho, como hermano y hermana, como marido y mujer…

Soror sororcula,
monja y hermana, a menudo pienso en aquellos días ya lejanos en que nos conocimos, y a veces, meditando sobre aquello que solo nosotros sabemos, sobre la manera rocambolesca en la que encontramos los últimos trece cantos del poema, sobre el crimen fallido por parte de los templarios, sobre la historia misteriosa de Bernard, me asaltan aún dudas respecto a la pregunta que nos ha atosigado durante todos estos años. ¿Quién era realmente nuestro padre: un poeta o quizá realmente un profeta, o tal vez solo el último caballero, armado de pluma y tintero…? Probablemente una suma de las tres cosas. No lo sabremos nunca, la condición humana es una selva oscura, la mayoría de los hechos de la vida se nos escapan, nuestro entendimiento siempre es imperfecto, pues no conocemos de la verdad más que una mínima parte. El mal tiene precisamente aquí su origen, en el hecho de que sabemos poco y a pesar de ello nos comportamos como si lo supiéramos todo, nos arrogamos indebidamente la omnisciencia de Dios. La verdad y el bien son, en cambio, en todo caso, una empresa colectiva, un cansancio sin fin que se deja y se reanuda, ligado por una generación a la siguiente, un trabajo asiduo al que cada comunidad debería dedicar una parte relevante de sus energías…

Pero después de todos estos años, de una cosa estoy seguro: no volverá a existir otro como él.

Una vez en Bolonia, resueltos los asuntos más urgentes, volveremos a ponernos en contacto contigo. Esperemos que sea lo antes posible, pues te he echado de menos en estos diez años. Dante se acuerda aún de tu clase sobre los epiciclos. Bruno y Gigliata están traduciendo el enésimo texto de medicina árabe, un tratado sobre las patologías de la mente, gracias al cual a lo mejor dentro de no demasiado entenderemos algo más sobre los singulares personajes con los que nos hemos tropezado en el transcurso de aquellas investigaciones nuestras, ahora ya tan lejanas. Antonia te manda saludos y te recuerda con afecto. Gentucca se acuerda siempre de la primera vez que te vio, de la valentía y la decisión con las que te acercaste a ella pensando que era leprosa… Y sufre por ti. Me dice siempre: «Si esa inconsciente de sor Beatrice hace lo mismo ahora con los apestados, esta vez el Creador sí que se la llevará…».

«Esperemos que eso no ocurra», respondo yo, porque tengo muchas ganas de volver a verte.

En el fondo nuestra vida ha sido hermosa, y es hermoso poder contarla ahora que tenemos más tiempo para pasar juntos al lado del fuego de la chimenea. Yo tengo aún aquella cicatriz encima de la nariz recordándome lo que me puede suceder en la vida si me distraigo, aunque solo sea un poco.

Todos nos acordamos de ti y, si Dios quiere, nos veremos pronto.

Cuídate mucho,

Giovanni, Dante, Gentucca,

Sofía, Bruno, Gigliata, Antonia, Orlando

y los cinco niños

Sin embargo el Creador no se la había llevado, pensó con lágrimas en los ojos, aunque a veces, en medio de todo aquel dolor al que había tenido que prestar su inútil ayuda, había llegado a rezar para que lo hiciera lo antes posible. A pesar de los pesares, todavía estaba aquí.

Limpiaba el polvo de la vieja espada de la pared, del escritorio. Se acordaba… Habían tenido lugar las celebraciones del primer aniversario de su muerte, fiesta solemne en toda la ciudad; después Guido Novello, el amigo de su padre, se marchó, se fue a ejercer de capitán del pueblo a Bolonia, dejándole el gobierno de Rávena a su hermano, el arzobispo Rinaldo. Apenas transcurrida una semana, Ostasio había degollado a Rinaldo en su propia cama y se había hecho con el poder… Después, al cabo de tres años, se había apoderado también de Cervia. Para ello, había invitado al señor de Cervia, su tío Bannino, junto a su hijo Guido; entonces hizo que mataran a Guido frente a las puertas de Rávena, y persiguió a su tío, que huyó por las calles del centro de la ciudad. Bannino concluyó su carrera bajo el sepulcro del poeta. Allí se detuvo y, jadeando, suplicó perdón invocando su memoria:

—En nombre de Dante, perdonadme a mí la vida y libraos vos de la Tolomea
[63]
.

Allí mismo lo masacraron. La tumba conservaba aún las manchas de su sangre.

Después vino desde Múnich el Wittelsbach, el emperador Luis IV, quien nombró a un antipapa, y se volvieron a avivar los antiguos conflictos, que en Italia parecían no tener fin, entre güelfos y gibelinos. El pontífice de Aviñón no estaba muy contento con la presencia en Roma de otro vicario de Cristo y su sobrino, Bertrand du Poujet, había condenado la
Monarquía
de Dante, la obra en la que se teoriza la separación de los poderes: el laico y el eclesiástico. Pero su padre estaba convencido de que el poder terrenal estaba legitimado por Dios, y de que debía atribuirse un origen divino a la Justicia y a la Ley. Por el contrario, en torno al Bávaro se habían reunido los intelectuales perseguidos por el papa Juan, en concreto franciscanos de mentes agudísimas, como Guillermo de Ockham y aquel Marsilio de Padua, que había ido mucho más allá que su padre al afirmar la laicidad del Estado. Aunque estuviera prohibido, ella había leído el
Defensor pacis
del paduano: no hay que tener ideas preconcebidas, juzgar antes de saber, y no se debe tener miedo a las palabras… Nada que ver con la
Monarquía…
Se afirmaba que la facultad legislativa pertenece al pueblo, a la totalidad de los ciudadanos, que la delegan en el príncipe o en un grupo de hombres valiosos que se convierten en intérpretes de la voluntad común. Se afirmaba un principio totalmente nuevo, el del poder venido de abajo, en lugar de investido desde arriba. Y mientras circulaban ideas de este tipo, ¿con quién la tomaba el sobrino del de Cahors? Precisamente con la obra de Dante, aún ligada a la idea tradicional de la inspiración cristiana del derecho. Pero después, al menos, el nuevo y pérfido señor de Rávena no había cedido a las presiones eclesiásticas y había defendido a Dante, pues de otro modo en 1329 lo habrían juzgado aun estando muerto.

La atmósfera repentinamente había cambiado en los años cuarenta. La crisis económica había tocado fondo, habían quebrado los bancos de los florentinos, la empresa de aquel don Mone, el marido de Beatrice, había tenido un final lamentable… Banqueros y tratantes de lana se colgaban por vergüenza… Y todos maldecían a la
maldita loba,
todos decían: «Mira al
Vertragus,
mira al
Dogo»,
y que Dante lo había predicho todo… Además, la peste había creado alrededor de su padre un halo de leyenda. Se sentó en el escritorio con las narraciones del escritor y la carta de Giovanni.

Se secó los ojos.

Pensaba que su padre no había predicho nada. Simplemente había nacido y había vivido la primera parte de su vida en un periodo de máxima expansión, un momento en el que, al menos en las ciudades, el nivel de vida, por lo general, parecía mejorar. En efecto, se trataba de una época de gran prosperidad, aunque atravesada por conflictos feroces. Su padre contaba siempre lo agradable que era vivir en Florencia en esa época, cuando se empezaban a disfrutar los primeros síntomas del bienestar y aún no se había perdido la sencillez de tiempo atrás; es verdad que se trabajaba muchísimo, pero en un clima de optimismo general. Después todo había cambiado y la gente se había vuelto más egoísta, más mezquina. El poeta percibió las señales que anunciaban un cambio que no le gustaba. No veía nada bueno en el naciente deseo desenfrenado por el dinero, el éxito y el poder. Incluso las órdenes religiosas estaban degenerando y el papado se había convertido en un título más que se disputaban las familias reales para asignárselo a aquellos príncipes que quedaban fuera de la línea sucesoria. Para conseguir imponer sus objetivos, estas familias no dudaban en corromper los cónclaves. A su padre le parecía que un mundo tan feo no era posible que llegara muy lejos, y por eso fue por lo que anunció en su poema desgracias inminentes. Después murió y pocos se lo tomaron en serio; quien estaba bien solo quería seguir con el mismo nivel de vida, y quien había pagado el precio de la crisis y se había empobrecido luchaba por la supervivencia, por lo que tenía poco tiempo para pensar.

Pero lo cierto es que siempre había habido crisis, estas habían ido y venido en oleadas sucesivas. Se recuperaba momentáneamente cambiando el tipo de especulaciones, los florentinos con el oro y los venecianos con la plata. Hasta el próximo desastre… Así había sucedido, y ahora todos aseguraban que su padre era un profeta. En Florencia los mismos que lo habían expulsado —o sus hijos— y en Bolonia los que lo habían querido quemar de pronto se declaraban apasionados seguidores de Dante.

Ahora le enviaban florines, con los que intentaban comprar la memoria del poeta. Ahora llegaba ese escritor, un gran apasionado de la
Comedia
—él la llamaba
Divina comedia,
pues solo
Comedia
le parecía que no le hacía justicia—. También había dicho que su dedicación a la literatura era en gran parte mérito —o culpa, según las malas lenguas— de Dante. Este escritor se llamaba Giovanni

Boccaccio y acababa de escribir un libro con cien cuentos cuyo título era el
Decamerón.
De los cuentos solo le había enviado algunos, pues no todos eran adecuados para una monja. Ella los había leído: narraban acontecimientos de la vida, pero, como el propio autor decía, no se reflejaba «el juicio de Dios, sino el seguido por los hombres». Con pocas excepciones, hablaban del mundo de los mercaderes, los trucos, los pequeños fraudes, los golpes de suerte, y describían ese mundo con ojo benévolo e indulgente ante los que a su padre le habrían parecido signos de una sociedad en declive. En cambio a él le parecían pecados veniales, pequeños dardos de ingenio del lenguaje, pequeñas astucias, bromas y juegos de palabras. Muchos de sus pequeños héroes encajaban a la perfección dentro del
Infierno
de Dante: un estafador que engaña a un confesor y se hace venerar como santo podría muy bien haber estado entre los falsificadores de Malebolge, el octavo círculo del Infierno según la
Comedia.
También habría merecido el Infierno un cura que teje un precioso discurso para vender una reliquia falsa. En cambio Boccaccio inducía al lector a simpatizar con estos personajes, a admirar su inteligencia; un joven tratante de caballos que se enriquece profanando la tumba de un obispo habría tenido que acabar junto a los ladrones profanadores de tumbas y de iglesias, y sin embargo él, el narrador, no se escandalizaba demasiado frente a esa clase de empresas, es más, parecía solidarizarse. Al conquistador mujeriego las cosas al final le salían bien, y mejor aún cuando se trataba de una mujer que engañaba a su marido, porque casi siempre el marido se lo merecía. Ella no quería juzgar los contenidos de la obra, solo sabía que expresaba a la perfección el cambio que se había producido en esos años. Si alguien leyera seguidas la
Comedia
y el
Decamerón,
tendría la impresión de que entre una y otra habían pasado al menos cien años, por lo distinto que era el mundo que en ellas se retrataba. La que se representaba en esta le parecía una humanidad sin moral, gente que admiraba el éxito de las palabras y de las acciones más que la ley moral y el bien común, un mundo en el que el fin práctico justifica los medios empleados para conseguirlo.

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