—Dime quién es el que ordenó el crimen fallido y te dejo libre.
—No puedo, tengo que guardar el secreto.
—¿Tienes que respetar un pacto con alguien que no lo ha mantenido contigo? Es más, ¿con uno que en lugar de pagarte ha intentado matarte?
—Soy un hombre de palabra.
Le mostró un florín de oro, después dos, al final tres.
—Se puso en contacto con nosotros un caballero, un extemplario…
—¿Un extemplario?
—Todos estábamos más o menos relacionados con el mundo de los templarios, incluso Ceceo y yo habíamos trabajado para la orden… Nunca estuvimos en ultramar, pero el jefe sí, hace mucho tiempo… Incluso antes de que la orden se disolviera a nosotros nos daban los trabajos sucios, los que un caballero nunca hubiera podido llevar a cabo sin correr el riesgo de comprometerse. ¡Qué sé yo, hacer desaparecer objetos, matar a un personaje incómodo, contrabando de poca monta, los cobros de los préstamos que ahogan, las amenazas a quien no quería pagar… Somos los obreros del Templo, tan solo debemos obedecer…
—¿Incluso matar si os lo ordenan?
—¿Qué diferencia hay? Hemos jurado por Baphomet obediencia eterna…
—Pero ¿por qué deseaban los templarios la muerte de Dante?
—No lo sé, había que impedir a cualquier precio que acabase el poema que estaba escribiendo y hacer desaparecer lo que el poeta había escrito ya, pero no sé por qué; no tenemos costumbre de plantear demasiadas preguntas, cumplimos y basta…
Claro, los templarios. ¿También había hecho mal en confiar en Bernard? Además ese amigo suyo, Daniel, con quien en un determinado momento había desaparecido, era un extemplario… ¿Había algo oculto? ¿Estaba intentando el poeta revelar a través de un mensaje codificado el secreto de los caballeros del Templo en contra de la voluntad de estos, quienes, en cambio, se esforzaban por mantenerlo oculto? Si era así, ¿por qué les habría contado Bernard a él y a Bruno la historia de los nueve eneasílabos? ¿Se trataba de una pista falsa o es que también Bernard permanecía ajeno a todo y lo único que quería era ni más ni menos que lo que había dicho: simplemente descifrar el mensaje para encontrar las huellas de la alianza, ya que su fe vacilaba y necesitaba pruebas? Eso le había parecido, pero a veces nos equivocamos, pues las primeras impresiones a menudo son falaces. Todos esos interrogantes sin duda estaban destinados a quedarse sin respuesta, porque él ahora tenía que ocuparse de su familia reencontrada y no podía dedicarse a averiguar más sobre este caso. Tal vez los números y los versos escondidos solo eran fruto de la imaginación de Bernard, y él y Bruno simplemente se habían dejado sugestionar, quizá no tenían nada que ver con el crimen frustrado. Nunca lo sabría, o quizá algún día, pero sería por pura casualidad… Estamos en una selva oscura en la que vemos fragmentos de verdad; nuestro entendimiento siempre es incompleto. La mayor parte de los eventos decisivos para nuestra vida sucede fuera de nuestro campo de percepción: alguien en otra parte decide algo que cambia el curso de los eventos e influye sobre lo que somos.
De esta experiencia le quedaría el final recuperado del gran libro, en el que Dante por un instante ve toda la verdad en el eterno presente y sale transformado:
… Ma già volgeva il mio disio e ‘
l
velle,
si come rota ch 'igualmente è mossa,
l'amor che move il sole e l'altre stelle
[61]
.
Desde entonces no hacía más que pensar en esos versos, y los repetía de memoria a menudo mientras caminaba por la calle. Cuántas cosas nos dice el poeta: que la felicidad es una armónica consonancia de instinto y razón, deseo animal y voluntad racional, cuando van al unísono, como los engranajes de un reloj mecánico; que acciona la máquina la misma energía cósmica que mueve los planetas; que dicha energía se llama Amor y los hace rotar en sintonía con el Todo; que la felicidad es un dulce abandonarse a dicha fuerza cósmica, un liberarse de los deseos que erróneamente creemos desear, para no obstaculizar el movimiento e incluso secundarlo, dejarse mover por la potencia que mueve las estrellas. ¿Qué ven los poetas que nosotros no vemos?
Liberó a Terino y le entregó los florines que le había prometido.
—En Florencia —le dijo al despedirse— conocí a una muchacha que te amaría aunque seas pobre y estés desfigurado. Se llama Checca, vive en San Frediano, tú ya sabes quién es. Con este dinero podrás pagarte el viaje, ir a verla y pedirle disculpas. Podrías hacer feliz a alguien…
—¿Feliz? —preguntó Terino arrugando su nariz medio tostada—. ¿Aún hay alguien que crea en la felicidad? ¿Qué es la felicidad?
Giovanni no lo pensó ni un segundo:
—Desear los deseos de otro… —respondió.
La habían cargado en una enorme carretilla con una sola rueda, y Bernard había estado varias veces a punto de desequilibrarse hacia un lado y hacer que cayera.
—Hagamos una pausa, detengámonos un momento aquí —dijo en cuanto llegaron al puerto.
Estaba cansado y se sentó en un banco de piedra a recuperar el aliento. Daniel le señaló el muelle donde estaba amarrada su nave, que no quedaba muy lejos. Tal vez tenía prisa, pero Bernard recordaba bien dónde se había sentado. A esa hora no se veía un alma, pues cuando anochecía los trabajadores del puerto lo dejaban todo y se iban a cenar. Gordas gaviotas, acurrucadas sobre la piel del mar, de vez en cuando alzaban su vuelo.
Miraba la superficie azul con expresión melancólica, mientras Daniel permanecía a su espalda preguntándole qué era eso tan importante que había en la caja. Entonces Bernard le contó a grandes trazos el viaje que había hecho siguiendo las pistas que había hallado en el poema, y le habló acerca del Infierno y de que había visto a Dios.
—Es todo verdad —añadió—, todo lo que narra el gran poema es verdad. Este instante existe siempre.
Sin embargo Daniel sospechaba que la caja, por lo cerca de sí que la mantenía Bernard, debía de contener un tesoro.
—Entonces, ¿Dante era un gran maestre? —le preguntó finalmente a Bernard.
El de Saintbrun se echó a reír.
—Alguien lo mató y tengo que investigar el crimen; a los sicarios ya los he encontrado, Ceceo da Lanzano y Terino da Pistoia, pero debo encontrar a quien les ordenó que lo mataran.
—Pobre imbécil —dijo Daniel a su espalda.
Notó una punzada tremenda en la espalda, vio la punta de la espada de Dan salir ensangrentada por su pecho, bajo el hombro derecho…
—Este es el motivo —tuvo tiempo de pensar— por el cual en Dodona no he visto mi muerte, porque he confundido las dos escenas: dos veces el mismo final… —Incluso reconoció la espada, le pareció que era la misma—. ¡Pobre Daniel, cómo te has hundido en el cieno…!
Después ya no pudo pensar en nada más, y le invadió una inmensa sensación de paz…
Respiró el perdón de Dios. En los ojos, para siempre, ese escorzo de mar que moría.
Daniel lo cogió por debajo de las axilas, lo arrastró al borde del dique y lo tiró al mar. Después, intentó forzar la caja con la espada, sin conseguirlo. Entonces la dejó caer de la carretilla: el arca se rompió y se hicieron pedazos también dos grandes placas de piedra negra que había dentro, con unas inscripciones de oro en un alfabeto que no conocía.
—¡Vete al diablo tú también! —dijo entonces, y lo tiró todo al mar.
Se marchó desilusionado, con la espada sucia y la carretilla vacía.
L
a edad de las profecías se cerró con Cristo —dijo el dominico desde el pulpito, y lo más jugoso de su discurso había sido que el divino, manifestándose enteramente con la revelación, no tiene nada más que decirles a los humanos. Todo está escrito ya en los libros sagrados, el resto es glosa y comentario.
Giovanni meditaba sobre esas palabras y reflexionaba sobre los tiempos en que le había tocado vivir mientras regresaba a la posada, dando un rodeo en su camino porque tenía muchas ganas de pensar.
—No hay nada que añadir a la Palabra hecha carne, muerta en la carne y en la carne resucitada —había proclamado el lebrel de Cristo.
La santa Iglesia de Roma, heredera de los apóstoles, era la depositaría exclusiva de las Escrituras. Palabra viva, baluarte contra las tinieblas, el mal, el espíritu de negación. El predicador había sido enviado a Bolonia como legado pontificio para pronunciar palabras de fuego contra la depravación herética. Se había apasionado en concreto a propósito de los religiosos franciscanos embebidos de doctrina joaquinita, que declaraban iniciada la edad del Espíritu tras las del Padre y del Hijo, una era de renovación posterior a las del Antiguo y del Nuevo Testamento que reabría el espacio de la escritura sagrada. En efecto, para ellos había comenzado ya con Francisco de Asís la última época de la historia humana anunciada por Joaquín de Fiore, a quien consideraban un profeta en toda regla. También Dante, que lo había puesto en el Paraíso diciendo que estaba dotado de
espíritu profético,
había sufrido la fascinación de las teorías del abad calabrés… Por el discurso del dominico parecía, en cambio, que la Iglesia hubiera cerrado definitivamente la puerta de entrada a toda obra inspirada: ya no hay profetas, ya no hay nada original que pensar, solo está Cristo, la Palabra revelada. Lo esencial ya ha sucedido, todo lo demás es una nota al margen.
Después de la misa se había despedido del padre Agostino, quien le había reprochado que hubiera liberado a un peligroso criminal como Terino. Pero Giovanni no se había sentido capaz de entregar al de Pistoia a la justicia. Lo habrían torturado, lo habrían inducido a confesar cualquier cosa, incluso delitos que nunca había cometido, y finalmente lo habrían ajusticiado.
—En cualquier caso, lo mismo se ahorca él solo, sin coste alguno para la administración municipal…
—Pedidle perdón al Señor por vuestra presunción… —había replicado el boticario de Pomposa. Pero él ya había pedido perdón por anticipado al cielo y a la energía que lo mueve.
¡Qué época la suya, la que se había abierto con Francisco de Asís y se había cerrado con Dante! Una época de extraordinario fervor, pero también de irresolubles conflictos. Ahora parecía que el papa de Aviñón quería acabar para siempre con la idea, que también estaba en el fondo de la
Comedia,
de que cada cristiano tiene una relación privada con lo divino. Una idea que había producido avances en la fe, como los de san Francisco y san Buenaventura, y creaciones como las grandes catedrales y la obra poética de Dante, pero también doctrinas extremistas y excesos devocionales, hasta tal punto que a veces parecía que cada loco visionario, cada charlatán víctima de sus propias alucinaciones estaba destinado a vomitar en la plaza pública sus nuevas profecías de renovación y apocalipsis. La Iglesia se esforzaba por contener tan peligrosos entusiasmos, pero para lograr ese fin buscaba mediar en todo acceso a lo trascendente. Cada profecía es profecía de Cristo, y con la Encarnación toda profecía ya está cumplida. Ha concluido la edad de la Escritura, y de ahora en adelante todo lo que se escriba o se diga no será más que literatura.
A Giovanni le parecía que un remedio así era desproporcionado respecto al mal, como amputarse un pie para curarse una verruga. Ya no habría cataros ni joaquinitas, ni siquiera un san Francisco ni un Dante. ¡Nada de edad del Espíritu! Era como si de esa forma la Iglesia exhortara en primer lugar a los hombres a ser materialistas, y solo formalmente religiosos. Parecería que la Iglesia afirmara: «Ocupaos de la materia, que en lo divino ya pensamos nosotros». De este modo, corría el riesgo de que el primer reformador religioso que impugnara a la Iglesia sobre la posibilidad de establecer una relación privada de cada cristiano con lo trascendente fuera capaz de suscitar un entusiasmo tal que la redujera a convertirse en una alternativa, es decir, o bien revestirse de humildad y reconocer un error, aunque sea dictado por un exceso de celo, o bien obstinarse y correr el riesgo de una ruptura irremediable, con la consiguiente renuncia a su propia universalidad.
Pero además hubo de admitir que no se trataba tan solo de las posiciones de la Iglesia. De hecho se estaba cerrando un mundo y se estaba inaugurando otro, la sociedad se había hecho materialista incluso antes de esperar la autorización explícita de la Iglesia católica. Aquella época era así. La gente estaba cansada de las ideologías, ya no había güelfos ni gibelinos, blancos o negros, agustinianos o aristotélicos, místicos o racionalistas… Se respiraba más bien un aire de resignación que flotaba en el ambiente, y se tendía a vivir al día. A partir de la vieja aristocracia se había formado una nueva oligarquía del dinero, y la sociedad, después de la gran apertura del siglo anterior, estaba volviendo a un estado de inmovilidad. Las pendencieras pero abiertas democracias municipales dejaban el campo libre a los nuevos regímenes oligárquicos de unas pocas familias, viejas y nuevas, que se concentraban alrededor de un señor, y el culto a la personalidad ocupaba el espacio vacío que habían dejado los grandes sistemas. Los poetas se concentraban en círculos bucólicos que no se interesaban por la política, cultivaban pequeños campos y se gratificaban únicamente con su propia pertenencia a la aristocracia de las letras. Se avanzaba hacia un mundo laico e indiferente a las grandes cuestiones, un mundo dominado por los negocios y consagrado a la inmanencia.
Tal vez tuvieran razón don Binato y aquel banquero florentino con su burda interpretación literal de la parábola de los talentos; quizá ellos sabían más sobre el nuevo horizonte de valores que estaba sustituyendo al viejo, y quizá era verdad que ya no habría ninguna unidad en el mundo cristiano, que la Europa soñada por Dante no existiría nunca… Tan solo existía una lucha sin cuartel de todos contra todos, una conflictiva colisión de egoísmos que se alimentaba a sí misma, y esa era, y sería, la historia de los hombres…
Cuando regresó más tarde a la posada situada en la zona del
Studium,
el posadero, con una sonrisa cargada de malicia, le había anunciado la visita de una mujer joven que había declarado ser su mujer, y le había dicho que para la ocasión podía poner a su disposición una habitación más adecuada a esa clase de encuentros clandestinos, evidentemente pagando un módico suplemento sobre la tarifa ordinaria.
Había pagado enseguida el suplemento, no tan módico como prometía el posadero, y había subido a la habitación.