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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (20 page)

Ahora tenía mucha curiosidad, lo acribillaba a preguntas, pero el otro parecía casi molesto; leía en la mirada de Bernard el resurgir de una antigua e ilimitada admiración y le fastidiaba estar condenado a desilusionarlo. «Las cosas no son como tú quisieras que fueran, Bernard —pensaba—. No han ido como esperabas…». En realidad Daniel no se había alegrado tanto de volver a verlo en Bolonia. Quizá incluso lo había reconocido enseguida, pero había deseado con todo su ser que no fuera él. Ese día frente a Santo Stefano había sido como encontrarse con un viejo acreedor, al que no se debe dinero, sino algo mucho más oneroso: le debía la confianza desmesurada que había depositado en él, las expectativas que había traicionado, aquello en lo que se hubiera tenido que convertir en opinión del otro, algo que nunca había ocurrido. «Me dedico al comercio, solo eso; una vida monótona vendiendo y comprando, una vida muy banal, con mucho dinero, eso sí, una mujer, tres hijos que no veo casi nunca. No un héroe, ni un mártir, sino uno como tantos, una vida haciendo dinero por todos los medios. Mis retoños no tendrán que alimentarse de mentiras, como nosotros en Tierra Santa. Ellos tendrán dinero para invertir en su futuro, y está bien que sea así…», pensaba Daniel sin prestar atención a las viejas historias que Bernard desenterraba. Al este el cielo plúmbeo teñía de melancolía el mar; al abrigo de la costa, en el oeste, la Maiella parecía un dragón hibernando, con la cabeza entre las patas y la cola doblada hacia el mar.

—¿Has oído hablar alguna vez —le preguntó después Bernard— del nuevo Templo y de los nueve eneasílabos? ¿Sabes algo del arca de la alianza? ¿Conoces el misterio, el mensaje oculto que los caballeros del Templo custodian en secreto, incluso después de la derrota?

«Sí —pensó entonces Daniel—, conozco el misterio del dinero que nuestra orden ha acumulado a toneladas. Nosotros íbamos a Palestina y al Líbano a morir, nuestra carne como aval, como garantía de los depósitos millonarios… Y las donaciones que se acumulaban, las tierras, las propiedades, los latifundios sobre los que Felipe el Hermoso ha puesto sus manos insaciables, mientras el papa se esforzaba por salvar las suyas, no menos ávidas, anexionándolas a las propiedades de los hospitalarios. Conozco el enigma del florín y del ducado, el código secreto del oro y de la plata, y el dinero que discurría a raudales, encendiendo la codicia de los reyes, la del papa…».

Pero no dijo nada, se limitó a encogerse de hombros. Miraban el mar hacia oriente, hacia el sur. Allá abajo estaba Grecia, después a la izquierda, lejos de cualquier sitio, el ombligo aún sangrante de la historia.

En San Frediano, Giovanni había localizado a Checca, en un caserón con un tejado que se caía a pedazos al amparo de las nuevas murallas, donde vivía gente pobre, familias enteras hacinadas cada una de ellas en una habitación. Fue impresionante ver tanta pobreza en la ciudad más rica de Italia. Experimentó un cierto malestar cuando vio tanta miseria a pocos pasos de los palacios de los más acaudalados banqueros de Europa. Le parecía que ofendía a la razón, antes que cualquier valoración moral. Ya al atravesar el puente viejo hacia Oltrarno —la parte de Florencia situada al otro lado del río— había observado a su izquierda, bajo las colinas de San Giorgio y San Miniato, las magníficas torres y la residencia de los Bardi, que prestaban dinero a todos los reyes del Imperio y administraban los recursos del papa, y a su derecha, más allá de los molinos de agua de los talleres y el puente de Santa Trinitá, las casas adosadas sin enyesar, viejas e inestables, descuidadas, llenas de grietas. Por un lado, pensó, gente que para disfrutar por completo de sus propias riquezas habría necesitado millares de vidas; por otro lado, millares de vidas a las que les faltaban los recursos para llegar al día siguiente.

No se había adentrado solo en el barrio que había crecido fuera de las murallas, el
borgo
popular, sino que se había hecho acompañar por un subdiácono de la iglesia de los cistercienses, a quien le había dado una ofrenda y le había preguntado por la muchacha. Se habían, pues, sumergido en la tupida red de callejones sin luz que llevaban a las nuevas murallas, habían atravesado bulliciosas zonas nauseabundas sembradas de porquería, ruinas decrépitas que la gente usaba sin vergüenza como letrinas. Había visto el trasero desnudo de una vieja que defecaba delante de todos los que pasaban, niños que orinaban en la esquina de una casa e incluso el cadáver de un viejo en descomposición dentro de una fosa, cubierto de andrajos consumidos y de moscas. Más adelante, bajo las nuevas murallas, se abría una extensión donde los cerdos y las gallinas escarbaban, y las casas, hechas con piedras y argamasa y sujetas por vigas de madera, estaban adosadas a las murallas a la buena de Dios, sin un orden concreto, con techos de madera cubiertos de forraje, bajo los cuales, probablemente, en los días de lluvia, caería un poco menos de agua que en el exterior.

Checca no era una chica fea, pero no obstante le dejó una desagradable impresión. Era delgada como un clavo, sin pecho, e iba vestida de hombre. Era oscura de cabello y tez, con la nariz respingona. Hubiera podido parecer en abstracto incluso bonita si no hubiera sido por ese ceño de resentimiento que llevaba como una máscara fija y la expresión vacía como un libro en blanco, donde no se reflejaba ni la sombra de cualquier sentimiento que no fuera un rencor sordo e indiscriminado hacia cualquier ser humano. Una mujer endurecida de esas que no parecen mujeres y, como tampoco son hombres, podrían ser estatuas de sal, llegadas a ese estado quizá a causa de una experiencia dolorosa, o solo por haberse visto envueltas demasiado precozmente por las urgencias de lo cotidiano. Estaba ayudando a su padre, su madre y otros trabajadores a cardar una partida de lana cuando el subdiácono introdujo a Giovanni en el habitáculo oscuro y sucio en el que estaban trabajando. El padre de Checca había reaccionado mal a la visita e, imprecando, había concedido una pausa solo por respeto al religioso. Giovanni había asegurado que se trataba solo de un par de preguntas, pero la chica, lanzándole una mirada torva, se había negado a contestar a las que aludían a un natural de Pistoia llamado Terino. Se había vuelto hacia el otro lado, centrándose de nuevo en su trabajo.

—Lo he visto recientemente en Bolonia —mintió Giovanni.

Checca se volvió de nuevo hacia él.

—Después lo perdí de vista —continuó— y pensé que podría estar aquí…

—No lo veo desde hace tres años, y no sé dónde está —había sido la respuesta seca de la muchacha—. Mi historia con él es antigua, se acabó hace tres años, no hay ninguna razón para que vuelva a Florencia…, y en caso de que tuviera que poner los pies en la ciudad, no hay ningún motivo para que me venga a ver…

Después se había dado la vuelta definitivamente y, tras hacerle un gesto a su padre, habían retomado en silencio su trabajo.

Regresó desilusionado hacia el puente viejo, pensando que había hecho otro viaje para nada. Se quedaría aún un poco en Florencia, así como mínimo podría visitar la ciudad de la que había sido exiliado sin haber estado nunca en ella. Si le sobreviniera la nostalgia del exiliado, al menos sabría de qué tener nostalgia. A la altura de la puerta de San Friano de la vieja muralla, dio la espalda al puente de Santa Trinitá y se encaminó entre las tiendas de los artesanos hacia el corazón de los barrios de Oltrarno. Llegó así a una plaza con una iglesia y tropezó con un séquito formado por dos señores a caballo rodeados por una docena de infantes armados que debían de ser los guardaespaldas. Por los arreos de los animales, por la vestimenta fastuosa que llevaban, por la propia presencia de ese séquito armado, Giovanni comprendió enseguida que los dos personajes que venían hacia él debían de ser muy importantes, dos peces gordos de la economía o de la política, o bien de ambas. Pero el corazón se le subió a la garganta cuando reconoció a uno de los dos caballeros: era Bonturo Dati, el viejo jefe de los güelfos negros de Lucca, ahora en el exilio; el mismo que, mientras estuvo entre los ancianos de Santa Zita, dictaba la ley, movía ingentes sumas de dinero, pagaba a los funcionarios del consistorio —los
bargelli—,
corrompía a los gonfalonieros —los encargados de ser abanderados y custodiar el estandarte— y acaparaba los contratos más lucrativos. Su padrastro y su hermanastro Filippo habían sido amigos suyos, y este había contado con su ayuda para expulsar de Lucca a los desterrados florentinos. ¿Y dónde se lo encontraba ahora? Junto a sus amigos más cercanos, los güelfos negros de Florencia. Giovanni bajó instintivamente la mirada, buscando pasar inadvertido. Si Bonturo lo reconocía, se metería en un buen lío.

De pronto un lisiado que tocaba el laúd sentado en el suelo al borde de la plaza, con el sombrero boca arriba delante de él para recoger dinero, empezó a cantar una cuarteta improvisada al paso de los dos señores:

I’l vostro nome viga imperituro

nei versi che vi conia il menestrello,

se date, messer Mone e ser Bonturo,

di vostro conio a lui, come a un fratello.
[50]

El séquito pasaba por delante sin soltar ninguna limosna, los dos poderosos señores incluso se habían puesto a bromear sobre el término «hermano» utilizado por aquel juglar de aspecto bastante feúcho, y el uno le tomaba el pelo al otro sobre su presunto parecido con el lisiado.

—¡Es verdad, realmente es tu hermano, como dos gotas de agua! Igual de feos, ji, ji, ji… —dijo el que no era Bonturo.

El músico callejero se puso entonces a improvisar, ofendido, una segunda cuarteta:

Nulla date pe' versi, messer Mone,

ma a strozzo alla Ginestra e al Fiordaliso;

finché un poeta goda usucapione

di monna Bice vostra in Paradiso…
[51]

Entonces el caballero dejó de reír y se detuvo, y con él Bonturo y toda la comitiva. Se inclinó para susurrarle algo a uno de sus guardaespaldas. Dos hombres armados se acercaron al poetastro y empezaron a propinarle puñetazos y patadas con una violencia inaudita, hasta dejarlo desvanecido en una esquina de la plaza. Después volvieron a ocupar sus lugares en el séquito de los dos caballeros. Giovanni se acercó enseguida al pobre juglar para prestarle ayuda, y fue alcanzado por una mirada de aquel que debía de ser don Mone, que confabulaba en voz baja con Bonturo. Este se asomó un poco desde su cabalgadura para verlo mejor y Giovanni se dio cuenta con horror de que el güelfo negro de Lucca ahora sí que lo había reconocido. Los dos señores y sus esbirros se alejaron cuchicheando.

Giovanni enderezó la espalda mientras sujetaba la cabeza del juglar desmayado. Cuando volvió en sí, le preguntó:

—¿Cómo os encontráis?

—¡Bastante bien! —respondió el otro escupiendo un diente.

—Nadie lo diría —le dijo Giovanni.

—¡Ah! —replicó el juglar—, para un artista, incluso para uno modesto como yo, siempre va bien cuando se recibe dinero o golpes. Si te dan dinero quiere decir que tu obra ha gustado, si te muelen a golpes significa que tus palabras han acertado en el blanco. Son las caras opuestas del éxito. Creedme, buen hombre, lo peor para alguien como yo es la indiferencia de los transeúntes a los que regalo mis improvisaciones… —Escupió saliva mezclada con sangre y continuó—: Como con los güelfos negros sucede que si quieres dinero de ellos tienes que hacer de tu lengua un limpiaculos, recibir bastonazos aquí en Florencia supone el más alto reconocimiento para un artista, el premio literario más ambicionado. Los mejores poetas eran todos güelfos blancos o gibelinos, y están todos exiliados, aquí en la ciudad no ha quedado ni uno. Señor, ¿vos sois florentino?

—Es mi primer día en esta gloriosa ciudad —respondió Giovanni—, y no está mal como comienzo…

—Es una ciudad de banqueros, mercaderes, artesanos y harapientos… —continuó el otro—. El papa Bonifacio llamaba a los florentinos el quinto elemento; después de los cuatro de Empédocles, el quinto elemento constitutivo de todas las cosas de la naturaleza: el aire, el agua, la tierra, el fuego y el florín de oro, he aquí de qué está hecho el mundo. Dos son las cosas que no faltan nunca en nuestra reverenciada ciudad: el dinero que se acuña en la fábrica de monedas y los comensales en el comedor de los pobres…

—¿Qué es eso tan desagradable que le decíais —preguntó Giovanni— a ese señor que os ha maltratado?

—Ese señor —respondió el juglar— se llama don Mone y pertenece a una familia de banqueros riquísima, que presta dinero a los Plantagenet de Inglaterra y a los Capetos de Francia, a la Ginesta y a la Flor de Lis que los representan. Son poderosísimos y tienen propiedades inmensas en el condado. Se casó con la mujer más bella de Florencia, la cual, al parecer, no le quería demasiado. Pero él es tan poderoso y tan soberbio que se quiere él solo lo bastante para frustrar el amor de cualquiera. Se murmura que doña Bice, así se llamaba la mujer, no era en cambio indiferente al prolongado cortejo de un poeta, el hijo de Alighiero segundo, un pequeño prestamista de clase media…

—¿Queréis decir que ese señor… es el marido de Beatrice? —preguntó Giovanni.

—Era. Ella lo dejó…, extinguiéndose. ¿Conocéis, pues, la
Comedia
de Dante? Don Mone se ponía furioso cuando oía los chismorreos que circulaban sobre el poeta enamorado de su mujer. Está acostumbrado a tener a todos los hombres a sus pies, y así habría querido a su mujer: algo suyo, como las casas y los caballos. Y con sus cosas es muy posesivo. Si al menos la historia entre los dos hubiera tenido consecuencias concretas, habría podido legítimamente matar a Dante y a Bice, como Gianciotto hizo con Paolo y Francesca, y casarse con otra mujer más gratificante para su delirio de omnipotencia. En cambio no podía, porque el amor era platónico. No puedes matar a un tipo solo porque va diciendo por ahí que tu mujer es bellísima. Así fue como tuvieron una hija, Francesca, pero doña Bice murió muy joven, no se recuperó después del parto. Parece ser que don Mone, aunque disimulándolo muy bien, la tenía tomada con el poeta, y su opinión tuvo mucho que ver en la expulsión de Dante de Florencia. Es un conspirador que actúa a escondidas, no se expondría nunca personalmente en la escena de la política, es demasiado peligroso. Pero puede actuar en la sombra y corromper a quien quiera. Es un güelfo negro por excelencia. Solo que ahora ha empezado a circular también aquí la
Comedia,
que el poeta escribió en el exilio, y acaba de llegar a Florencia la conclusión de la segunda cantiga. Pocos la han visto, pero corre la voz de que desde el trigésimo canto del
Purgatorio
en adelante se da a entender la unión mística de Dante en el Paraíso con la mujer de este señor. Es el punto débil de don Mone: si se le provoca con este tema, puñetazos y patadas, y con ellos la consagración poética, están asegurados. El amor de una mujer, pensaba él, era como cualquier otra cosa que se compra, que una vez comprada es tuya, como una espada que es dócil en la funda y se anima cuando la empuñas. Sin embargo, son varias las cosas de este mundo que no se pueden comprar: el amor, la vida, una amistad verdadera, el don de la poesía, el Espíritu Santo…

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