Madrid, verano de 1914. Varios profesores se han automutilado en la Biblioteca Nacional y dos agentes, Hércules Guzmán Fox y George Lincoln, tienen que averiguar por qué lo han hecho. Todo parecer tener relación con un enigmático libro traído a Europa por Vasco de Gama en su primer viaje a la India. Ambos deberán emprender una vertiginosa carrera que los lleva de una clave a otra, descifrando mensajes ocultos durante siglos. Un rompecabezas que deberá resolverse antes de que Europa entre en guerra y las profecías se cumplan.
Mario Escobar
El mesías ario
ePUB v1.1
Piolín.3925.06.12
Mario Escobar. 2007.
Editor original: Piolín.39 (v1.0)
ePub base v2.0
A Elisabeth y Andrea, las dos columnas de mi vida.
A mis tres hermanas, que son mi puente con la infancia.
A mis buenos amigos Juan Troitiño, Pedro Martín, Manuel Sánchez, Sergio Puerta y Miguel Ángel Pérez, por su apoyo, ánimo y acertadas opiniones. También quiero agradecer a Dolores McFarland sus comentarios y sugerencias.
Y vi otra bestia que subía de la tierra… y hace grandes señales, de tal manera que aun hace descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y engaña a los habitantes de la tierra a causa de las señales que se le concedió hacer en presencia de la bestia, mandándoles a los habitantes de la tierra hacer una imagen en honor de la bestia que tiene la herida de espada y que revivió. También le fue permitido dar aliento a la imagen de la bestia, para que la imagen de la bestia hablase e hiciera que fueran muertos todos los que no adoraran a la imagen de la bestia. Y ella hace que a todos, a pequeños y a grandes, a ricos y a pobres, a libres y a esclavos, se les ponga una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar ni vender, sino el que tenga la marca, es decir, el nombre de la bestia o el número de su nombre. Aquí hay sabiduría: El que tiene entendimiento calcule el número de la bestia, porque es número de un hombre; y su número es 666.
Apocalipsis 13:11-18
La mancha opacó el suelo de largas láminas de madera hasta formar un círculo. Al lado del gran escritorio, iluminado por una lámpara plateada, el profesor von Humboldt estaba colocado en una posición extraña. Agachado en cuclillas con la cabeza ligeramente levantada y con la cara mirando al frente. De las cuencas vacías de sus ojos salía una sangre muy roja y viscosa, que recorría sus mejillas, empapaba su barba rubia y cana hasta llegar a su garganta, después descendía por el cuello duro de la camisa perdiéndose en el interior y goteaba por el suelo.
A aquella hora de la noche el salón Cervantes solía estar solitario. Los bibliotecarios, que ya no tenían que buscar libros y manuscritos, se dedicaban a ordenar los pedidos del próximo día y a devolver los libros usados a las estanterías. El profesor von Humboldt permanecía en la Biblioteca Nacional hasta que el conserje pasaba con su lámpara de mano apagando las luces del edificio. Por eso nadie se preocupó por el profesor alemán hasta que el conserje realizó la ronda y le vio de la forma que les he descrito. Encima de su mesa se encontró un códice titulado Roteiro da Primeira Viagem de Vasco da Gama, abierto por el episodio de la llegada de los portugueses a la India. Al lado descansaban varios libros sobre la vida y viajes del descubridor portugués. Esto no parecía decir mucho, ya que una investigación sobre un marino portugués de finales del siglo XV no parecía tener relación con el desgraciado estado en el que se encontraba el profesor von Humboldt. Porque, señores, el profesor no estaba muerto.
Las automutilaciones de otro profesor unas semanas antes en el mismo salón debieron de alarmar a la dirección de la Biblioteca Nacional. Que dos doctores fueran mutilando sus cuerpos en las dependencias de una institución como aquella, no podía ser casual. La automutilación pasó al principio por un accidente fortuito, por eso las autoridades del centro habían evitado avisar a la policía. El primer incidente lo sufrió el profesor Michael Proust, un reconocido especialista en culturas del Próximo Oriente, al desplomarse por una de las empinadas escaleras de las estanterías de la sala n. Al caer se mordió la lengua y está saltó de su boca retorciéndose hasta aterrizar en una de las mesas de lectura.
Ustedes se preguntarán que hacía el señor Hércules Guzmán Fox investigando aquellos desagradables y desafortunados actos de locura. Eso mismo se dijo el agente George Lincoln cuando recibió su telegrama. Llevaban más de una década sin saber el uno del otro. Se habían conocido en La Habana, días antes de que sus dos países se enfrentaran, pero eso era otra historia.
Señores, aquella mañana el agente Lincoln salió para su pequeño despacho en la comisaría 10.a de Nueva York, donde ejercía de oficial de policía desde hacía cinco años. Tomó el tranvía y se paró en el Café Israel. Como todos los días pidió un café solo y leyó el periódico. Cuando llegó a la comisaría, el sargento McArthur, un escocés pelirrojo que no soportaba que un negro fuera oficial del departamento, le saludó con su habitual graznido y le lanzó un telegrama. Estaba abierto y roto. Miró al sargento y le sonrió; al escocés le enfurecía la amabilidad de los demás.
Una vez en el despacho, leyó este escueto mensaje:
«Lincoln espero que todo marche bien. He logrado localizarle. En Madrid han pasado unos hechos muy interesantes. ¿Podría venir a colaborar en una investigación no oficial?»
Hércules Guzmán Fox
No esperaba recibir noticias de su viejo amigo y mucho menos que éste le invitara a vivir una nueva aventura, pero no dudó a la hora de comprometerse. Contestó a Hércules y tras una larga e incómoda travesía en barco llegó hasta Lisboa. Lincoln nunca había estado en el Viejo Continente. Las estrechas calles de la capital lisboeta consiguieron que se olvidara del misterioso mensaje y, cuando cogió el tren para Madrid, todavía tenía la sensación de estar viviendo un sueño.
Lincoln nunca pudo olvidar los días que pasó en Europa ni el misterio que se cernía sobre un Continente que se preparaba para la guerra. El 15 de junio de 1914, cuando llegó a Madrid, aún muchos creían que la paz entre las grandes potencias era posible. Ahora que todos conocen lo sucedido, el mundo es más pequeño desde aquellos fatídicos días y, tal vez, cosas peores estén todavía por venir.
El misterio de la Biblioteca Nacional
Madrid, 10 de junio de 1914
Al levantarse del banco de madera se arrepintió de no haber pagado los dos dólares de diferencia entre primera y tercera clase. Las piernas le crujieron y un fuerte dolor en la espalda le subió como un latigazo hasta la nuca. Durante el trayecto apenas había descansado. El olor a sudor, el calor, las canciones de los quintos borrachos, los bebés llorando a pleno pulmón y los ronquidos de la mujer gorda que se había sentado a su lado y a la que durante la mitad del viaje había tenido que apartar varias veces para que no le aplastara, impedían descansar lo más mínimo. Por si esto fuera poco, parecía que nadie había visto un negro en su vida. En Lisboa nadie le miraba, en la ciudad siempre había muchos negros del Brasil, pero para los españoles, el único negro que estaban acostumbrados a ver, era el que cada Noche de Reyes, se tiznaba la cara con carbón para representar al Rey Mago Baltasar.
No llevaba mucho equipaje. Una maleta pequeña de piel, con varias mudas, una pistola, un bombín de repuesto y un par de libros además de la Biblia. Ayudó a la oronda mujer a bajar sus maletas del altillo y después, en su olvidado español se despidió de ella. Le costó llegar al final del pasillo. El tren estaba abarrotado. Cuando sus pies pisaron el andén comenzó a preguntarse qué haría en el caso de que su amigo no hubiera recibido su telegrama y no estuviera en la estación esperándole.
La gente caminaba de un lado para otro a toda prisa, por su mente pasó Nueva York y con una sonrisa, sacó un cigarro y lo encendió. Decidió caminar hacia la salida. La avalancha humana le apretaba por todas partes y era difícil mantener el equilibrio en medio de la marea. Cuando llevaba unos cincuenta metros, observó una figura que sobresalía en estatura de entre la multitud. Aquel hombre vestía un traje gris con rayas muy finas, de un corte inglés que estilizaba aún más su porte, acompañado por una impoluta camisa blanca y una corbata corta de color negro. No llevaba sombrero, su pelo peinado para atrás, con las patillas canas contrastaba con el color negro casi azulado del resto del cabello. Sus ojos negros miraban por encima del resto de cabezas buscando a alguien. Al ver a Lincoln sonrió, hasta que sus labios gruesos formaron un hoyuelo en las mejillas y levantó el brazo derecho. Caminó hacia su amigo y cuando llegó a su altura le dio un fuerte abrazo. Aquel hombre era sin duda Hércules Guzmán Fox, el mismo que quince años antes en la Habana había compartido con él una gran aventura. El tiempo no le había tratado mal. Su aspecto era incluso mejor, no tenía ojeras, su cara estaba afeitada y desprendía un agradable olor a perfume francés.