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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (9 page)

—Bueno, pero ¿qué efectos produce? —dijo Lincoln con impaciencia. Hércules siguió leyendo:

—¿Qué le sucede al xileno cuando entra al medio ambiente? El xileno se evapora rápidamente al aire desde el suelo y cuerpos de agua. En el aire, es degradado a sustancias menos perjudiciales por la luz solar. En el suelo y el agua es degradado por microorganismos. Una pequeña cantidad se acumula en plantas, peces, mariscos y en otros animales que viven en agua contaminada con xileno. ¿Cómo puede ocurrir la exposición al xileno? Usando una variedad de productos de consumo, por ejemplo gasolina, pintura, barniz, lacas, sustancias para prevenir corrosión y humo de cigarrillo. El xileno puede ser absorbido a través del sistema respiratorio y a través de la piel. Ingiriendo alimentos o agua contaminados con xileno, aunque los niveles en éstos son probablemente muy bajos. Trabajando en una ocupación en la que se usa xileno, por ejemplo pintor, en la industria de pinturas y en las industrias de la metalurgia y acabado de muebles. No se han descrito efectos nocivos causados por los niveles de xileno que ocurren normalmente en el ambiente. La exposición a niveles altos de xileno durante períodos breves o prolongados puede producir dolores de cabeza, falta de coordinación muscular, mareo, confusión y alteraciones del equilibrio. La exposición breve a niveles altos de xileno también puede causar irritación de la piel, los ojos, la nariz y la garganta; dificultad para respirar; problemas pulmonares; retardo del tiempo de reacción a estímulos; dificultades de la memoria; malestar estomacal; y posiblemente alteraciones del hígado y los riñones. Niveles de xileno muy altos pueden causar pérdida del conocimiento y aun la muerte.

—Muchos de los síntomas coinciden —dijo Lincoln—. Aturdimiento, desorientación, falta de coordinación, irritación de ojos, nariz y garganta; dificultades de memoria...

—Puede que sea el xileno. Tendremos que pedir un estudio de las lámparas de la sala, aunque si alguien las manipuló posiblemente ya se haya desecho de ellas. Si quedan restos en las ropas de los profesores, podremos saberlo a ciencia cierta, pero esto no resuelve la cuestión más importante. ¿Quién intoxicó a los profesores? Y, sobre todo, ¿por qué?

Capítulo 14

Hércules, Alicia y Lincoln decidieron dejar por unas horas sus investigaciones e ir a uno de los afamados restaurantes franceses de la ciudad. Caminaron por el amplio paseo del Prado y subieron por la calle del Congreso hasta una pequeña plaza llamada de Canalejas. Las chocolaterías seguían abiertas en pleno verano y el agradable olor de la canela machacada amortiguaba el hedor de las alcantarillas secas por el calor. Las calles empezaban a vaciarse y por las ventanas se escuchaban los sonidos de los cubiertos y los platos de porcelana. Alicia sostenía una pequeña sombrilla en una mano, mientras Hércules la paseaba del brazo. Lincoln se mantenía un par de pasos por detrás. La conversación con Alicia en la biblioteca había pasado de un tono cordial y cómplice a una verdadera disputa. Siempre había tenido una seria dificultad para contactar con las mujeres; no era timidez, más bien cierta arrogancia y una manera brusca de hablar, como si estuviese siempre a la defensiva.

A la entrada del restaurante un portero con chistera les abrió la puerta. La alfombra roja se extendía por un largo pasillo vestido de madera y al fondo, una amplia sala con una docena de mesas redondas, creaba un ambiente sofisticado. Los restaurantes españoles siempre tenían un aire a mesón castellano o eran tan tildados y fríos, que la comida podía indigestar a cualquiera. Hércules era un amante de la alta cocina y aquél era su pequeño escondite personal.

—Espero que le guste la comida francesa.

—Nunca he probado comida francesa, querido Hércules.

—Nunca es tarde para empezar.

—En Nueva York hay varios restaurantes franceses famosos, pero el sueldo de un oficial de la policía metropolitana no da para mucho.

—Usted siempre quejándose.

—Veo que a usted le ha ido mucho mejor en todos estos años.

—La verdad es que no me puedo quejar. ¿Se acuerda de la última vez que nos vimos?

—¿Cómo olvidarlo? Le dejé en uno de los vapores que circulaban por el Hudson hasta el océano. Al parecer quería viajar a algún país de Sudamérica. Creo que a Argentina.

—Al final cambié de opinión y estuve casi todo un año en los Estados Unidos. Recorrí toda la costa este y después residí por un tiempo en Nueva Orleáns.

—Tal vez es lo más parecido a Cuba que hay en Norteamérica.

—Pasaba largas temporadas a bordo de un viejo vapor que recorría todo el río Misisipi.

—Volvió al mar.

—Bueno, aquello no era más que un río, un inmenso río.

—¿Cómo es que regresó al final a España?

—De la manera más inesperada. Conocí a una mujer española, ella quería regresar a España y yo no tenía nada que me atara a Cuba o a los Estados Unidos, por eso regresé.

—¿Esa mujer era rica?

—Es usted un preguntón, Lincoln.

El norteamericano frunció el ceño y hundió la cara en la carta. Aunque la verdad es que no entendía nada de lo que estaba escrito.

—No te molestes Alicia. Lincoln y yo somos amigos y, entre amigos, no hay secretos. La mujer era inmensamente rica. Había dejado Cuba precipitadamente, como otros muchos españoles tras la independencia, pero había asegurado buena parte de su fortuna en bonos del tesoro norteamericano. Que España perdiera la guerra favoreció a sus intereses y sus bonos se multiplicaron por cien.

—Una soltera rica.

—Viuda, para ser más exactos. No tenía hijos y no quería pasar el resto de su vida en un país extraño. Nos casamos en la travesía hacia España.

—Qué romántico —dijo Alicia.

El camarero sirvió el primer plato y por unos instantes la curiosidad de Lincoln se centró en el plato que tenía delante. La verdad es que aquello parecía demasiado elaborado para su sencillo paladar. Al vivir sólo, él mismo se hacía la comida, que la mayor parte de las veces era carne o arroz.

—No le gusta mucho, ¿verdad? —preguntó Alicia.

Lincoln puso cara de desagrado y se llevó un nuevo pedazo a la boca.

—La historia termina mal, Lincoln, ¿quiere escucharla?

—Sí, por favor.

—Al regresar a Madrid compramos la casa donde está alojado. Teníamos la ilusión de tener hijos, pero ella murió muy pronto.

—Lo lamento.

—Desde entonces busco algo en que ocupar los días. Mantorella me asigna casos complicados de la policía.

—Pero, ¿por qué me llamó para este caso en concreto?

—La verdad es que este caso se convirtió para mí en un verdadero reto. A medida que los acontecimientos se desarrollaban, comprendía que la resolución no era sencilla y que esta aventura podía llevarme muy lejos. Entonces recordé su ayuda y disposición en el pasado y no pude dejar de pedirle que viniera. Sus dotes policiales y la experiencia de los últimos años pueden ser de gran utilidad en este caso. Además, es usted un especialista en los últimos métodos de investigación criminal.

—Es un halago que se acordara de mí.

—Es un verdadero placer que respondiera a mi invitación.

—Caballeros es conmovedor como se halagan el uno al otro, pero ¿podemos saber cuál va a ser el próximo paso a dar?

Los dos hombres miraron la pecosa cara de Alicia y después sonrieron.

—¿Desde cuándo estás en el caso? —preguntó Hércules.

—Desde esta tarde, les he dado una pista fundamental, la del gas.

—Pero, ¿qué va a pensar tu padre de todo esto?

—Tengo edad suficiente para tomar mis propias decisiones, ¿no crees Hércules?

Lincoln miró de reojo a Alicia y contempló sus mejillas encendidas y el destello de sus ojos. Aquella mujer parecía irresistible.

—De acuerdo, pero sólo nos ayudarás en las reuniones que tengamos para pensar sobre el caso. Nada de acción, no quiero que tu padre se entere y me mate.

—Trato hecho.

—Creo que tenemos dos pasos fundamentales que dar. En primer lugar visitar la embajada de Austria en Madrid, los papeles del profesor alemán se encuentran allí.

—¿Y en segundo lugar? —preguntó Lincoln.

—Debemos indagar sobre ese gas...

—Xileno —apuntó Alicia.

—Xileno —repitió Hércules.

—Esperemos que ningún profesor más se vea afectado —añadió Lincoln.

—Me temo que los hombres que alguien quería neutralizar ya están neutralizados.

Hércules miró a sus amigos y levantó su copa para proponer un brindis, pero lo que no sabía es que un hombre se encontraba en esos mismos instantes ante una muerte segura y que sólo ellos podrían impedirlo.

Capítulo 15

Madrid, 14 de junio de 1914

El bigote prusiano del secretario del embajador se movía convulsivamente. Los gritos se podían oír en el pasillo. Los austríacos y los prusianos compartían esa forma rígida de pensar, por la que una persona no citada previamente no podía ser recibida, aunque el asunto fuera oficial y urgente.

—Rellene el formulario por triplicado y en unos días recibirá una respuesta afirmativa o negativa.

—No tengo unos días. Hay tres profesores con graves lesiones y otros podrían correr la misma suerte.

—¡No puede ver al embajador! Solicite una vista formal desde el ministerio de asuntos extranjeros, tal vez eso acelere un poco más el proceso, pero no puedo hacer nada más por ustedes. Por favor, márchense o llamaré a la guardia.

— ¡Me está amenazando en mi propio país! Se cree usted que yo soy uno de esos pobres diablos a los que machacan en el Este. El embajador tiene unos documentos del profesor von Humboldt.

—No es asunto mío. Si quiere tratar algún tema con el embajador rellene la solicitud.

La cara de Hércules mostraba un tremendo enfado. Después de más de dos horas de espera y veinte minutos de discusión, no había conseguido gran cosa. A su lado, Lincoln miraba la escena absorto.

—Si no me deja entrar por las buenas, entraré por las malas —dijo Hércules dirigiéndose a la puerta del despacho del embajador.

—¡No! —dijo el secretario y sacó un silbato que retumbó por toda la planta. Hércules y Lincoln se taparon instintivamente los oídos y corrieron hacia la puerta. El secretario se interpuso con los brazos extendidos.

—¡No! ¿Se han vuelto locos? Están violando la sede de una nación soberana. Esto tendrá graves consecuencias.

Se escucharon los pasos de varias personas que subían corriendo las escaleras y por el pasillo aparecieron cinco soldados austríacos. Sin mediar palabra se lanzaron sobre los dos hombres. Hércules pudo esquivar al primero, pero un segundo se lanzó en plancha derrumbándole. Lincoln puso delante de él al secretario y dos de los austríacos cayeron sobre él.

—¿Ha visto la que ha liado? ¿No será mejor que volvamos otro día? —dijo Lincoln mientras cogía una de las sillas del despacho y la rompía sobre la cabeza de uno de los soldados. El estruendo del impacto aturdió al único austríaco que estaba en pie y Lincoln pudo sacudirle con una de las patas de la destrozada silla. Hércules con dos soldados encima estaba prácticamente inmovilizado. Lincoln aprovechó la postura de los soldados para lanzarles varias patadas a las costillas y sacar su revólver.

Un disparo fue suficiente para que todos los hombres pararan de repente. Lincoln apuntó al secretario y en un tono amenazante ordenó que soltaran a Hércules.

—Vamos levántese y marchémonos de aquí antes de que venga en pleno todo el Imperio Austrohúngaro.

Hércules se levantó de un salto y los dos hombres corrieron escaleras abajo hacia la salida. En la entrada, dos soldados armados hacían guardia. Lincoln les apuntó con las pistolas, pero un soldado escondido tras unos setos puso su mosquetón en la cabeza del norteamericano.

—Tire el arma —dijo el austríaco.

Lincoln tiró el arma y levantó las manos. Los otros soldados levantaron sus armas y llevaron a los dos hombres hasta el interior. En el amplio hall de la entrada, un pequeño hombre contemplaba la escena sin moverse. Los soldados empujaron a Hércules y Lincoln hasta uno de los bancos. Después de unos minutos el secretario del embajador, con la ropa desajustada y cojeando bajó para verles.

—Se quedarán aquí hasta que llegue la policía. Han cometido un acto execrable y pagarán por ello.

—Que venga la policía. La manera en la que nos han tratado es inadmisible.

—Lo que es inadmisible es ponerse a disparar en una embajada.

El pequeño hombre del fondo se acercó y contempló a Hércules y Lincoln detenidamente.

—Soy amigo del embajador y le pido que deje a mi cargo a estos hombres. Al fin y al cabo, nadie ha resultado herido.

—Lo siento señor, pero el ministro de asuntos extranjeros tendrá que dar cuentas de este incidente a mi Gobierno.

—Lo único que conseguirá con todo esto es que sus superiores se enfaden con usted por la falta de seguridad en la embajada. Hágame caso, no volverá a suceder y estos hombres no se acercarán más a su embajada.

—¿Lo promete?

Hércules y Lincoln se miraron. El primero no ocultaba su inconformidad, pero el segundo le lanzó una mirada inquisitiva y los dos terminaron por asentir con la cabeza.

Unos minutos más tarde los tres hombres salían del recinto de la embajada y caminaban por una de las calles cercanas. Entonces Hércules se dirigió al hombre pequeño y como si le conociera de toda la vida le dijo.

—Gracias don Ramón, pero no hacía falta que intercediera, hubiéramos logrado salir de todos modos.

—No hay de qué.

—Ah, pero ¿Se conocen? —dijo Lincoln.

—Todo el mundo conoce al afamado dramaturgo y escritor don Ramón del Valle-Inclán.

Capítulo 16

Hércules y Lincoln acompañaron a don Ramón de Valle-Inclán hasta la calle Arenal. El tráfico de carros de caballos y automóviles desplazaba a los viandantes a unas aceras estrechas y atestadas. Los madrileños se confundían con la marabunta de personas venidas de todas las partes del reino para solucionar sus problemas administrativos o simplemente de paso antes de volver a sus hogares y continuar viaje. Los tres hombres caminaban en fila esquivando a la multitud, hasta cerca de la puerta del Sol, donde Hércules advirtió que dos hombres altos y rubios se acercaban hasta el escritor y le sacaban hacia una calle aledaña. Hércules llamó con un gesto a su compañero, y corrieron calle arriba. La plaza de las Descalzas no estaba tan abarrotada y pudieron observar como los dos hombres intentaban introducir a don Ramón en un vehículo y como éste se defendía con su único brazo sano. Cuando llegaron a su altura los dos hombres prácticamente habían reducido al escritor y lo metían a empujones en el auto.

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