El mesías ario (13 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

—La misiva está dirigida a un tal don Pablo Carballo.

—¿De quién se trata? —preguntó Lincoln.

—Pablo Carballo era un conocido alquimista que fue procesado por la Inquisición española y huyó a Portugal. El rey Manuel le protegió en su corte. Al parecer Carballo era de origen judío y conocía varias lenguas orientales como el arameo, hebreo y sánscrito.

—¿Y que le decía en su carta vasco de Gama?

—Le pedía, por orden del rey, la traducción de un manuscrito que había traído de la India, el libro de
Las profecías de Artabán.


Las profecías de Artabán, muy interesante —dijo Hércules.

—¿Conoce la historia? —preguntó don Ramón.

—Vagamente.

—Como sabrán Artabán es considerado el cuarto rey mago.

—Yo creía que eran tres—dijo Alicia.

—La verdad es que ha habido varias tradiciones. Unas hablaban de uno, otras de dos. La mayoría de las tradiciones hablan de tres, porque tres fueron los presentes que los magos llevaron a Jesús. Realmente la primera vez que se representa a los famosos reyes magos fue en la iglesia de San Apolinar Nuovo, en Rávena (Italia). En el friso hay una imagen con un mosaico de mediados del siglo vi que representa la procesión de las vírgenes. Al final de la procesión hay tres personajes vestidos a la forma de los persas, tocados con un gorro frigio y con una actitud reverente. Le llevan varios regalos a la Virgen, que está sentada en un trono y tiene al Niño en su rodilla izquierda. Lo más sorprendente es que encima de sus cabezas se pueden leer tres nombres; de derecha a izquierda aparecen los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar.

—No sabía que era una tradición tan antigua —dijo Alicia.

—Hércules se levantó de la mesa y todos se dirigieron a la biblioteca.

—Creo que tengo algo sobre la historia de los Reyes Magos —dijo Hércules mientras ascendía por la escalera de madera a las estanterías más altas. El resto se acomodó en las butacas y don Ramón sacó unos cigarrillos de una pitillera y ofreció a Lincoln.

—Gracias, pero no fumo.

Hércules bajó con un libro encuadernado con grabados en oro y lo puso sobre su atril.

—A ver... Sí, está aquí: «Según las diversas tradiciones de los reyes magos, el número de ellos varía; así se pueden encontrar los siguientes reyes magos:

Tres reyes magos: Sumado a la leyenda extensamente difundida por la iglesia católica de que los llamados reyes magos fueron tres, lo cual se desprende del hecho de que fueron tres los regalos otorgados por los magos al niño Jesús, sin embargo, es una teoría. Se les han asignado los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, que supuestamente equivalen en griego a Appellicon, Amerín y Damascón y en hebreo a Magalath, Galgalathy Serakin.

Cuatro reyes magos: Otras leyendas, indican que además de los tres reyes magos nombrados anteriormente, había un cuarto rey mago, al cual, en algunas leyendas, se le da el nombre Artabán. Este rey mago tampoco tiene fundamento bíblico.

Doce reyes magos: Los armenios suponen que fueron 12, por lo que les asignan doce nombres diferentes. Estos nombres tampoco se mencionan en la Biblia».

—Tres, cuatro, doce. ¿Cuál es la verdad de los Reyes Magos? —preguntó Lincoln.

—Algunos afirman que cuatro fueron los reyes y que cada uno pertenecía a una raza diferente. El cuarto rey mago se llamaba, como hemos dicho Artabán. Artabán, también contempló la estrella y salió para adorar al Mesías, pero cuando llegó al encuentro de los otros tres magos, a los pies del Zigurat de Borsippa, sus compañeros ya habían partido. La torre de siete pisos, cercana a Babilonia, estaba vacía. Artabán parte de inmediato, pero en su camino va a encontrar varios impedimentos.

—¿Qué impedimentos? —preguntó Lincoln.

—Artabán se encuentra con varios personajes en su viaje a Belén.

—¿Cuál era el presente que Artabán llevaba al Mesías? —preguntó Alicia.

—Artabán llevaba los presentes más valiosos: un diamante de clarísimo fulgor, un rubí luciente y un pedazo de jaspe.

—A pesar de llegar tarde a la cita con los otros tres magos, ¿Artabán continuó su viaje? —preguntó Hércules.

—Sí. Artabán llegó tarde debido a su gran corazón. La leyenda nos narra como emprendió su viaje a tiempo. Artabán no viajaba en dromedario, como la tradición ha representado tradicionalmente a los magos. Cabalgaba sobre un caballo llamado Basda. En su camino encuentra a un hombre que, debilitado, en medio del camino imploraba socorro. Los ladrones lo habían golpeado con palos, y, después, lo habían abandonado a su suerte. Artabán se compadeció del hombre, paró su búsqueda y montándole en su cabalgadura le llevó a una posada para que pudiera recuperar fuerzas. Allí curó sus heridas y le cuidó hasta que se recuperó. Antes de irse, Artabán entregó al hombre el diamante, para que pudiera recuperar parte de lo que había perdido. Después, intentó llegar a tiempo al templo de Borsippa. Ya hemos dicho que cuando Artabán llegó ante el colosal zigurat, los otros magos ya habían partido.

—¿Cómo podía Artabán encontrar el camino a Jesús? —preguntó Alicia.

—Melchor, Gaspar y Baltasar deciden dejar atrás algunas pistas, alguna señal de su presencia. Por ello le dejaron un pergamino que decía: «Te hemos aguardado en vano hasta la media noche. No podemos aguardarte más. Nos dirigimos hacia el desierto. Ven, alcánzanos». Artabán leyó el pergamino y se dirigió al desierto. Cambió de cabalgadura, dejó a Basda y compró un camello para atravesar el desierto. Artabán cruzó el desierto sin descanso, viajando de día y de noche, hasta que llegó a Belén de Judá. Pero allí no encontró ni a los Reyes Magos, ni a la estrella, ni al Niño Jesús nacido, ni a José ni a María. Todos habían desaparecido y sólo se veía a los niños mutilados y asesinados por los soldados del rey Herodes. La ira del Rey no pudo alcanzar su objetivo y el Niño Jesús con sus padres María y José, huyeron a Egipto, mientras una turba loca de soldados asesinaban a los niños.

—¿Artabán llegó mientras los hombres de Herodes exterminaban a los niños de Belén? —preguntó Alicia.

—Sí y su llegada impidió al menos uno de aquellos crímenes. El mago Artabán vio a un soldado que había tomado en sus manos a un niño. Con una de sus manos lo sostenía mientras que con la otra lo amenazaba con una espada y se detuvo en el último momento. En recompensa por la bondad del soldado, le regaló el rubí luciente, que era la segunda de las ofrendas que el mago preparaba para el Niño Jesús.

—Ya sólo le quedaba uno. ¿Cómo continúa la historia? —preguntó intrigada Alicia.

—Desde entonces, errante durante treinta y tres años, de Norte a Sur, Artabán recorrió tierras y tierras en busca del Mesías prometido. Cuando, desalentado y enflaquecido, llegó un día al pie de las murallas de Jerusalén y atravesó la puerta de la ciudad, detuvo a un hombre que avanzaba en sentido contrario. Y le preguntó: ¿Dónde está Jesús de Nazaret? Aquí ya no puedes encontrarle, le dijo el hombre. Jesús ha sido juzgado y en este mismo instante los soldados romanos le llevan hasta el Gólgota; toda Jerusalén ha salido para ver como le crucifican.

—Al final no iba a llegar a ver al Mesías que llevaba treinta y tres años buscando —dijo Lincoln totalmente embelesado con la historia que les estaba contando don Ramón.

—Artabán se dirigió corriendo hacia la montaña, queriendo comprar la libertad de Jesús con la última joya, pero en el camino fue detenido por una doncella que corría con sus ojos encendidos en lágrimas. Su padre debía una fuerte suma de dinero y el acreedor estaba dispuesto a convertirla en su esclava. Artabán, conmovido, compró con el pedazo de jaspe maravilloso que llevaba en sus bolsas la libertad de la muchacha, mientras Jesús estaba siendo clavado en la cruz y muriendo para salvar a todos los hombres. En ese momento dicen los evangelios que los muertos resucitaron, abriendo sus tumbas. Un gran temblor hizo saltar piedras disparadas de las montañas y de la orilla de los caminos. Una de ellas, según cuenta la leyenda hiere violentamente a Artabán, dejándolo muerto. Cuando despertó, ante él estaba un rey desconocido que le dijo: cuando tuve hambre me diste de comer; cuando tuve sed me diste de beber; he sido tu huésped y me has recogido con todo el amor, me has encontrado desnudo y has querido vestirme, he estado enfermo y me has cuidado, he estado en la cárcel y has venido a visitarme. Artabán, sorprendido le contestó: ¿Cuándo he hecho estas cosas? En verdad, te digo que lo que has hecho por mis hermanos lo has hecho por mí..., le contestó aquel majestuoso rey. Y Artabán comprendió entonces que cuantas obras buenas había hecho, honraban a Jesús, a aquel a quien con tanta ansiedad buscaba, y al que, sin saberlo, había encontrado hacía ya muchos días a Jesús en la vida de las personas que había ayudado.

—La historia es muy bella, pero no sé por qué una leyenda puede provocar la muerte de una persona y la mutilación de otras tres —dijo Alicia apoyando su cara sobre las manos.

—Esa es una de las cosas que tenemos que averiguar —dijo Hércules.

En ese momento alguien llamó a la puerta de la biblioteca y todos se sobresaltaron.

—Adelante —dijo Hércules.

—Perdonen que les interrumpa —dijo el mayordomo.

—¿Qué sucede? —preguntó Hércules.

—Hay unos policías que le esperan en la entrada.

—¿Unos policías? ¿Y qué quieren?

—Traen una orden de arresto contra usted.

—¿Una orden de arresto contra mí? ¿Y por qué causa?

—Tenga —dijo el mayordomo extendiendo una bandeja de plata con un papel encima.

Se hizo un silencio largo y todos miraron a Hércules esperando que les leyera lo que decía el escrito.

—¿De qué se trata Hércules? —preguntó por fin Lincoln.

—Me acusan de asesinato —contestó sin mucha sorpresa.

—¿De asesinato? Y, ¿a quién ha asesinado?

—Al jefe de la policía de Madrid, al Sr. Mantorella.

Capítulo 23

Madrid, 16 de junio de 1914

Las luces del hospital iluminaban los largos pasillos. Muchas de las antiguas ventanas habían sido tapiadas y las celdas de protección, con las paredes acolchadas para evitar que los enfermos se dañaran, estaban siempre iluminadas con una cegadora luz eléctrica. El enfermero hizo la última ronda de la noche antes de que cambiara el turno y miró una por una todas las celdas. El proceso siempre era el mismo. Observar por el ojo de buey al enfermo y si encontraba alguna pequeña anomalía anotarlo en el cuaderno rojo, en el caso de que ésta fuera grave, debía avisar al médico de guardia.

—Celda 101, normalidad —dijo el enfermero en voz alta.

—Celda 103... —por unos instantes se quedó mudo, como si necesitara tiempo para trasladar a ideas lo que veían sus ojos. No añadió nada, apenas se movió. Simplemente dejó caer el cuaderno y con el cuerpo paralizado por el pánico, intentó llegar hasta el fondo del pasillo.

El médico de guardia descansaba en un pequeño cuarto acristalado. El enfermero se acercó y contempló el bulto que había debajo de las sábanas. Intentó avisar al médico pero no logró pronunciar palabra. Al final se acercó y le tocó ligeramente en el hombro. El médico no se movió. El enfermero insistió una vez más, pero el cuerpo parecía frío e inerte. No sabía que hacer. Sacudió el cuerpo del médico y la cama de muelles oxidados crujió, pero no hubo respuesta ni reacción.

—Señor, despierte —logró decir, pero no tuvo respuesta. Entonces observó una mancha debajo de la cama. Era poco más que un pequeño charquito justo al otro lado de la cama. Temblando agarró la sábana y tiró con todas sus fuerzas. Las sábanas estaban completamente ensangrentadas y el cuello del médico rebanado apenas seguía sujeto al tronco. El enfermero no podía apartar la mirada del cuerpo. Apenas tuvo tiempo de retirarse antes de vomitar.

El enfermero tardó uno segundos en recuperarse, se dirigió a la sala de descanso para avisar a su compañero. No se sentía con fuerzas para correr a la planta baja y dar la voz de alarma. El bedel se encontraba tumbado en un viejo sofá. El enfermero no se atrevió a acercarse, tan sólo pronunció su nombre.

—Antonio, despierta—su voz era débil, como si estuviera despertando a un niño. El bedel se dio la vuelta y frotándose los ojos contempló la figura de su compañero. Su traje blanco estaba manchado de sangre en las dos mangas y cerca del cuello una mancha oscura le ensuciaba toda la pechera.

—¿Qué sucede? ¿Por qué me despiertas? El turno está a punto de terminar.

—Será mejor que vengas a ver esto.

El bedel se sentó en el sofá y tardo unos segundos en despejarse totalmente, se calzó sus zapatos y siguió al enfermero sin mucha convicción. En cuanto entraron a la primera habitación el bedel se sobresaltó. Un dulzón olor a sangre le revolvió las tripas. En la cama seguía el médico, con la cabeza colgando. El bedel salió de la habitación y se inclinó hacia delante para frenar las nauseas.

—Mira en la celda 103 —dijo el enfermero.

El bedel caminó los diez metros de distancia y se asomó a la ventanita. Un cuerpo colgaba de la lámpara. La cara estaba amoratada, con una expresión de extremo dolor y las órbitas de los ojos vacías. Las manos agarraban sus propios intestinos que colgaban hasta tocar el suelo, donde se había formado un gran charco de sangre.

—Dios mío, ¿qué le ha pasado al profesor Humboldt?

—Lo he encontrado en ese estado, ¿Cómo ha podido hacerse eso?

—Él sólo es imposible, hay un loco suelto. Tenemos que dar la alarma. ¿Has comprobado el resto de celdas?

—Sólo me quedaban las dos últimas, la 105 y la 107.

Las dos celdas contiguas estaban a oscuras, los ojos de buey se encontraban apagados. El bedel y el enfermero se acercaron y miraron por la ventana, pero no podía verse nada. El bedel sacó de su cinto la llave maestra y abrió la puerta. Les asaltó un fuerte olor a orín y vómito, pero aquel olor era habitual en las celdas del sanatorio. La oscuridad era total y la luz del pasillo apenas iluminaba unos centímetros del suelo de la entrada. El bedel dio el primer paso, pero enseguida se detuvo. Un olor persistente, comenzó a invadirle la garganta y supo instintivamente que debían salir cuanto antes de la habitación y no respirar ese aire.

—¡Sal inmediatamente! —ordenó el bedel, pero el enfermero le apartó de en medio y encendió el interruptor. La celda se iluminó de repente y los dos hombres cerraron instintivamente los ojos, cuando los volvieron a abrir, observaron al profesor François Arouet sentado con las piernas cruzadas, su postura hubiera parecido serena de no haber sido por los dos clavos grandes que atravesaban sus oídos. En una de sus manos todavía sostenía un gran martillo.

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