—El ojo derecho ha sido completamente extirpado. El ojo izquierdo está totalmente inutilizado. La córnea está agujereada, el iris y el cristalino destrozados. En definitiva, el profesor von Humboldt no volverá a ver jamás.
—¿Cómo se realizó los daños en los ojos? —continuó interrogando Hércules.
—Todo parece indicar que no hay cortes, no usó ningún objeto punzante ni cortante —comentó el doctor sin levantar la vista del papel. Después se hizo un largo silencio, que Lincoln se atrevió a romper.
—Entonces, ¿cómo se produjo las lesiones?
—Se arrancó los ojos con las manos—. La voz del doctor sonó tan fría que Lincoln no pudo menos que lanzar una mirada a su compañero. Hércules no parecía mucho más sorprendido, pero el norteamericano percibió un leve gesto de angustia en su mirada.
—Según ese informe han llegado a la conclusión de que el profesor se sacó literalmente los ojos de las cuencas con sus propias manos —dijo Hércules levantando levemente las suyas hacia sus ojos.
—Eso es exactamente lo que pensamos.
—Pero, ¿cómo es posible?
—Los ojos son un órgano muy delicado. Unos dedos fuertes, un estado de nervios desesperado y alguien es capaz de sacarse sus propios ojos. Es un claro caso de Edipismo.
—¿Edipismo? —preguntó Lincoln.
—Es cuando un individuo se automutila, técnicamente es una autoenuclación ocular. Ya saben, como en el famoso mito de Edipo, cuando el rey, tras enterarse de que se ha casado con su propia madre y ha matado a su padre, se arranca los ojos. Las lesiones autolíticas son más comunes de lo que ustedes creen. Hay enfermos sicóticos, sobre todo si padecen un trastorno paranoide, que han llegado a mutilarse de la misma manera que el profesor.
—No entiendo como alguien puede hace algo así— dijo Lincoln.
—Hay muchos casos en la historia. Algunos, como es el caso de Edipo, fue a causa de un trauma debido al golpe emocional debido a la noticia de su parricidio e incesto, pero en otros casos los motivos pueden estar influidos por diversas causas. En el caso de santa Lucía de Siracusa, para preservar su virginidad se sacó ambos ojos y se los envío a su pretendiente. También es muy conocida la automutilación de santa Triduana de Escocia. Mucha gente se automutila para evitar tentaciones carnales o porque padece algún tipo de trastorno.
—En el caso del profesor, ¿a qué razones es debido? —preguntó Hércules, que hasta ese momento parecía pensativo.
—El doctor Blondel enumeró una serie de causas en 1906. La esquizofrenia, las psicosis inducidas por drogas, fases maniacas, neurosis, síndrome postraumático, entre otras.
—En este caso sería... —dijo impacientemente Hércules.
—No hay constancia de brotes de esquizofrenia en el paciente, tampoco mostró síntomas de neurosis, fases maniacas; tampoco sabemos que tomara ningún tipo de sustancia. Lo que nos deja un posible síndrome postraumático.
—Pero, ¿qué pudo causar ese síndrome? —Preguntó Lincoln.
—No estamos seguros. Tal vez fue la primera manifestación de esquizofrenia del enfermo. El profesor creyó ver algo, esa cosa produjo tal estrés, que le empujó a la automutilación.
—Pero, el dolor debió de ser insoportable —comentó Lincoln.
—No, el enfermo suele tomarlo como una liberación. El estado del enfermo es tal que no siente dolor alguno.
—¿Por qué los ojos, doctor? ¿Hay alguna explicación para eso? —preguntó Hércules pausadamente.
—Los ojos son el órgano sensorial que nos proporciona mayor placer. Tienen una gran relación con nuestros órganos genitales. La culpa sexual o religiosa puede llevar a una persona enferma a deshacerse de uno o ambos órganos. Pero en este caso nos hemos inclinado por la explicación religiosa. Ya conocen el texto de Mateo 10, 27.
—«Por eso si tu ojo te es ocasión de caer, sácatelo...» —recitó Lincoln.
—Exactamente. El enfermo creyó ver algo sublime, de lo que era indigno y se automutiló.
—¿Y en el caso del profesor Michael Proust? ¿Por qué se automutiló la lengua? —preguntó Lincoln.
—Bueno, eso es mucho más complejo. Los casos del profesor Michael Proust y el profesor...
—Profesor François Arouet —apuntó Hércules.
—Del profesor Arouet no he podido todavía formarme una opinión ni consultar a mis colegas. Compréndanlo, todo ha pasado hace tan sólo unas horas.
—Lo entendemos —dijo Hércules.
—El caso del profesor Proust parece un desgraciado accidente. Al caer de la escalera, se mordió la lengua con tal mala fortuna de que se la amputó.
—Pero, ¿por qué está entonces en estado cata tónico? —argumentó Hércules.
El doctor les miró por unos instantes y se levanto bruscamente. Se aseguró de que la puerta estaba cerrada y entonces, bajando el tono de voz les dijo.
—Lo que tengo que decirles es extraoficial. No tengo muchas pruebas que respalden mi idea, ¿comprenden?
—Naturalmente doctor. Puede hablar en confianza —dijo Hércules arqueando una ceja. Las manos del doctor se apoyaron cada una en el hombro de uno de sus interlocutores y echó el cuerpo hacia delante, como si tuviera temor de que alguien pudiera escucharle.
—Todo esto es extremadamente extraño y escandaloso. Desde el Gobierno nos están presionando para que dejemos que los pacientes sean deportados, pero el empeño del comisario jefe ha parado los trámites. A nadie le interesa lo que les ha pasado a estos desafortunados caballeros. España no quiere problemas diplomáticos y, estamos hablando, ni más ni menos, de tres ilustres profesores de tres ilustres universidades. El doctor se incorporó y comenzó a dar pasos cortos por la estancia.
—Tres profesores automutilados, tres órganos distintos afectados, en un espacio muy corto de tiempo y en el mismo edificio —observó mientras se detenía frente a ellos. Hércules tomó la palabra y dijo:
—No sé mucho sobre automutilaciones, pero en las últimas semanas he estado investigando y, al parecer, es una práctica muy extendida entre algunos grupos sectarios del cristianismo. Se dice del propio Orígenes, el padre de la Iglesia, que se autocastró para no tener tentaciones con el sexo femenino. También está la secta de los valesianos en el siglo III, que predicaba la castración y fue condenada por la iglesia. Pero tal vez el caso más conocido sea el de los skoptsi rusos.
—¿Los skoptsi rusos? —preguntó Lincoln—. Nunca había oído ese nombre antes.
—Una secta muy extremista, que defendía que Adán y a Eva fueron creados sin sexo, pero, que tras la caída, las dos mitades de los frutos del pecado quedaron grabados en ellos, en forma de testículos y pechos. Al parecer en su ceremonia de iniciación los neófitos eran castrados después de que el sacerdote pronunciara las palabras: «He aquí el arma que destruye el pecado». A las mujeres se les amputaba el pecho derecho, no les referiré aquí los pormenores del ritual. Son sin duda muy desagradables.
—Pero, querido Hércules, ¿qué tiene esto que ver con nuestros profesores?
—Lincoln, no creo que los profesores sean miembros de los skoptsi, pero lo que quiero apuntar es que a lo mejor reproducían con sus actos algún tipo de ceremonial. Algún rito que les llegó a trastornar.
—Entiendo, pero ¿qué rito?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—Aunque todo puede tratarse de una simple crisis, el efecto de un síndrome postraumático —añadió el doctor.
—No descartamos nada por ahora —apuntó Hércules.
El doctor se acercó a su escritorio y les ofreció unos documentos.
—Aquí tienen los detalles clínicos de los tres profesores.
—Muchas gracias —dijo Lincoln guardando los documentos.
—Por favor, ¿nos tendrá informados de cualquier evolución o cambio en el comportamiento de los enfermos? Comentó Hércules levantándose de la silla.
—¿Cómo no? No duden en que se les informará de cualquier cambio.
Los dos hombres abandonaron el despacho y contemplaron el pasillo. Algo había cambiado, la luz pálida de la mañana había roto la grisácea estancia hasta convertirla en un espejo de claridad. Hércules se dirigió hacia el ala oeste, el camino contrario por el que habían venido. Lincoln le siguió sin preguntar. Entonces el español se detuvo frente a una puerta con ojo de buey y lanzó una mirada. El agente dirigió la mirada hacia la pequeña ventana y contempló por primera vez el rostro del profesor von Humboldt. Sus ojos, mejor dicho, las cuencas vacías de sus ojos, permanecían ocultas tras una impoluta venda blanca. Sus brazos, envueltos en una camisa de fuerza, se movían compulsivamente. Por un segundo el agente se sobresaltó. Había percibido que el profesor, de alguna manera inexplicable sabía que estaban allí y que le estaban observando.
Madrid, 11 de junio de 1914
La historia de los tres profesores automutilados no dejaba de dar vueltas en la cabeza de Hércules y Lincoln. Hacía varias horas que habían dejado el hospital y tomado un provechoso almuerzo y un café en un tranquilo restaurante exento de lujos y platos sofisticados. La mayor parte de la sobremesa permanecieron en silencio. Con la mirada perdida, con la mente en otra cosa. Hércules pagó la cuenta y los dos se dirigieron al alojamiento de los profesores. Naturalmente el español había estado con anterioridad en las habitaciones de Michael Proust, pero deseaba que Lincoln echara un vistazo. Su mirada policial podía ver cosas que él podía haber pasado por alto. Por otro lado, las pertenencias del profesor François Arouet se encontraban en el mismo edificio que las del profesor austríaco. Por desgracia, los papeles de von Humboldt se encontraban en la embajada austríaca.
El calor a mediodía era espantoso. Las calles permanecían desiertas y el tránsito de vehículos se reducía hasta convertirse en un goteo intermitente. Llegaron hasta un edificio de enormes dimensiones y subieron por una cuesta bordeada de árboles. Su sombra alivió por unos momentos el calor de los hombres. Se aproximaron a un edificio nuevo de forma rectangular.
—Es aquí, la Residencia de Estudiantes —señaló Hércules.
Lincoln asintió extrañado, aquello no parecía un campus universitario. Se aproximaron a la entrada y un conserje les recibió con mucha cortesía. Enseguida reconoció a Hércules y, tras hacer un par de comentarios sobre la desgraciada suerte de los profesores les facilitó las llaves de las habitaciones.
—El edificio está recién terminado. Esta institución es algo, que seguramente en su país no entenderán.
—Explíquemelo, querido Hércules.
—Bueno. Esta institución se creó para protestar por la expulsión de varios profesores de la universidad por una ley. Desde entonces muchos hombres ilustres han estudiado aquí.
—Es una universidad extraoficial.
—Oh no, Lincoln. Nuestro país es un poco complejo. Ahora es un tentáculo más de la enseñanza oficial, aunque mantiene alguna de sus tradiciones.
—Entiendo.
Después de subir dos tramos de escalera cruzaron un pasillo amplio repleto de puertas a ambos lados, todas ellas cerradas.
—En estas fechas el edificio se encuentra medio vacío, por eso los profesores pudieron hospedarse con toda tranquilidad.
—El profesor François Arouet y el profesor Michael Proust debían de conocerse —concluyó Lincoln.
—Con toda probabilidad, pero los dos profesores eran especialistas en ramas muy distintas. El profesor Michael Proust es antropólogo y el profesor François Arouet es filólogo de lenguas muertas. Creo que es especialista en lenguas caldeas.
—Muy interesante. ¿Cuál es la especialidad del profesor von Humboldt?
—Su especialidad es la Historia. Un verdadero erudito sobre Portugal, sobre todo en el siglo XV.
—Un historiador, un antropólogo y un filólogo. ¿No parecen tener muchas cosas en común?
—No —dijo Hércules. —Fíjese. Von Humboldt es un profesor de más de sesenta años, alemán, pero de origen austríaco. Michael Proust es británico y tiene cuarenta y cinco años y François Arouet, es francés y su edad es de treinta y tres.
—El nexo de unión principal es la Biblioteca Nacional —dijo Lincoln.
—También su comportamiento extraño y el estado catatónico.
Los dos hombres se detuvieron ante el umbral de la puerta. Hércules sacó la llave y empujó la puerta levemente. La habitación estaba en penumbra. Levantaron la persiana y la luz atravesó la espesa capa de polvo y tuvieron la sensación de estar rodeados por miles de minúsculas partículas. El cuarto estaba obsesivamente ordenado. No había muchos libros. Poco más de una docena en un estante sobre el escritorio. La cama estaba hecha con meticulosidad y, menos la capa acumulada en las últimas semanas, todo estaba limpio. En la mesa descansaban lo que parecían apuntes manuscritos en inglés.
—He estudiado los libros, pero no han aportado mucho. Hay obras de Edward Sapir, Alfred Kroeber y un tal Robert Lowie, todos ellos antropólogos norteamericanos —dijo Hércules.
—Y los apuntes, ¿no los ha leído?
—Le confieso que mi inglés ha perdido mucho en estos años. Me gustaría que los pudiera leer usted.
—De acuerdo —dijo Lincoln tomando las hojas—. ¿No ha encontrado nada sospechoso?
—El conserje me informó que el día del desgraciado incidente, el profesor Proust parecía relajado e incluso alegre.
—¿Recibió alguna visita ese día o en los días anteriores?
—No recibía visitas, pero el conserje me comentó que un día antes de la tragedia, un caballero de aspecto extranjero y con un fuerte acento, que no ha sabido identificar, visitó brevemente al profesor.
—¿No hay forma de que logremos identificar a la visita del profesor Proust?
—La descripción del conserje era bastante vaga. Un hombre alto, delgado, rubio, con un bigote prominente; de mediana edad, porte distinguido. Un caballero extranjero —terminó de enumerar Hércules.
—Entiendo. No es mucho, la verdad. ¿Qué sabemos del profesor Arouet? ¿Ha visitado su cuarto?
—No. Será mejor que le echemos un vistazo.
Los dos hombres abandonaron la habitación y cruzaron el pasillo, a unos tres metros Hércules se detuvo y probó con varias llaves hasta dar con la correcta. Lincoln se volvió y observó el breve espacio recorrido.
—¿Qué piensa Lincoln?
—Es casi imposible que los dos profesores no hayan coincidido alguna vez en el pasillo. Usted me ha dicho que el edificio está casi vacío. Dos investigadores solos, no podrían menos que saludarse o incluso cruzar alguna conversación. ¿No cree?