—¿Y dónde va a conseguir armas?
—En el mismo sitio que se consiguen armas en cualquier ciudad.
—¿En el barrio chino?
—Sí.
—Y, ¿si ellos vienen y no estamos?
—Nos buscarán, pero nosotros saldremos a su encuentro y para entonces tendremos que tener un plan y llevarlo a cabo.
Hércules y Lincoln dejaron la habitación. Al llegar al hall de la entrada salieron por la puerta trasera, querían asegurarse de que nadie les seguía, para poder llevar en todo momento la iniciativa. Caminaron sin rumbo gran parte de la noche. Viena parecía una ciudad desierta, pero al final encontraron lo que buscaban. Muy cerca de la estación vieron un grupo de fulanas medio adormiladas y muy cerca algunos garitos y un cabaret de baja categoría. Entraron en uno de los locales e intentaron comprar sus armas. No hubo suerte en dos de ellos, pero en el tercero, algo parecido a un cabaret de tercera, donde las mujeres más que bailar simplemente se desnudaban, encontraron al tipo adecuado.
—No es fácil encontrar una pistola en Viena —les dijo un hombre mal encarado, medio tuerto de un ojo y con aspecto mestizo.
—Nosotros estamos dispuestos a pagar lo que sea por una — contestó Hércules. Lincoln le miró de reojo para que le dejara a él la negociación. En las calles de Nueva York trataba con tipos como aquel todos los días.
—Cómo consigas el material nos es del todo indiferente —dijo el agente norteamericano en inglés. Hércules se limitó a traducir.
—Bueno, en los últimos tiempos nos han llegado algunas pistolas del ejército. Con todo esto de la movilización hay mucho caos y, nadie echa en falta unas pocas pistolas.
—Necesitamos dos y las necesitamos ahora —dijo Lincoln cortante.
—Tendrán que venir conmigo.
—Vamos.
Los tres hombres dejaron el garito y se encaminaron por un callejón sucio hasta lo que parecía un hotel viejo. Entraron en lo que en otros tiempos debió ser una recepción elegante y subieron hasta la planta primera. El tuerto llamó a una puerta y pasaron a la habitación. El cuartucho tenía unos muebles viejos y ajados, pero estaba en perfecto orden y limpio. Una cama grande, un pequeño escritorio y un armario eran casi todo el mobiliario. Una mujer de cincuenta años les abrió, habrían pensado que era la madre del hombre, de no haber sido por la forma en la que ella le trataba.
—¿Quieren pasar un buen rato? —les dijo el hombre señalando a la cama. Hércules y Lincoln negaron con la cabeza.
El hombre abrió el armario y sacó dos pistolas nuevas del ejército. Apenas parecían usadas, después les dio unas doscientas balas.
—¿Tendrán suficiente con esto? Podrían hacer su guerra particular.
—Será suficiente —dijo cortante Lincoln.
—Quiero dinero alemán.
—¿Alemán?
—Sí, dejaremos Viena antes de que la guerra estalle.
Hércules sacó un fajo de billetes y pagó al hombre, que con cuidado comenzó a contarlos.
—¿Conoce a un grupo denominado el Círculo Ario? —preguntó Hércules. El hombre paró de contar los billetes y les miró fijamente.
—¿El Círculo Ario? ¿Qué tienen que ver ustedes con ellos?
—Eso no importa, los conoce entonces.
—Todo el mundo ha oído hablar de ellos, pero es mejor no meterse con el Círculo Ario, son muy poderosos y pueden llegar a ser muy peligrosos.
—Eso ya lo sabemos —refunfuñó Lincoln—. Si nos das información importante, te pagaremos bien.
—¿Qué puedo decirles? Son unos tipos racistas que mueven mucho dinero en la ciudad. Extorsionan a gente de la alta sociedad, primero les engatusan con su verborrea nacionalista y después les introducen en un mundo de desenfreno, cuando han caído en su red los chantajean y les piden fuertes sumas de dinero. También se rumorea que secuestran a niños y adolescentes pobres, pero eso son sólo rumores.
—¿Conoce a un tal von List?
—Bueno, hoy en día cualquiera puede poner en su apellido lo de "von", pero el señor List no es muy distinto de mí, lo único es que tiene el negocio mejor montado.
Los dos hombres pagaron la información y abandonaron la habitación, cuando estaban cruzando el umbral el tuerto les dijo:
—Von List y su gente tienen un edificio cerca del río.
—Gracias —dijo Hércules dándose la vuelta.
—Pero será mejor que no se metan con ellos, pueden joderles la vida, se lo aseguro.
Hércules y Lincoln caminaron por las callejuelas hasta salir a una gran avenida ajardinada. Mientras caminaban cansados y somnolientos, un sol rojizo apareció en el horizonte. La noche había concluido por fin, pero ellos seguían estando a oscuras. ¿Dónde estaría Alicia? ¿Se encontraría bien? Esperaban que aquellos locos arios no le hubieran hecho nada. Si le tocaban un pelo se arrepentirían para siempre. Cuando llegaron al hotel, el recepcionista les llamó. Alguien les había dejado una nota, sólo podían ser ellos, se dijeron mientras subían impacientes las escaleras hasta su cuarto.
Moscú, 1 de julio de 1914
El gran duque y el zar no se habían vuelto a ver desde su encuentro en el jardín de palacio dos días antes. Nicolás parecía reconciliado consigo mismo, como si, al final, hubiera terminado por asimilar la necesidad del sacrificio del archiduque. Su mujer se lo había referido un par de veces, pero él había intentado esquivar el tema, al fin y al cabo, su esposa era alemana. Cuando llegó el gran duque al despacho, el zar parecía verdaderamente entregado a su trabajo. El Ejército estaba movilizando a sus hombres y el Alto Mando diseñaba a toda marcha planes para un ataque relámpago en Austria. Sus enemigos les temían, pero el gran duque sabía la extrema debilidad del Estado y la falta de una industria pesada que pudiera abastecer de armas a la inmensa masa de soldados. Los cosacos constituían la elite de un ejército anticuado, y el zar podía movilizar a más de seis millones de soldados en unas semanas, pero el problema era como armar y desplazar a todos aquellos hombres al frente y como coordinarlos.
Los franceses esperaban que sus aliados rusos atacaran a Alemania, pero el zar prefería atacar a los austríacos, que tenían un ejército más débil, peor armado y disperso. Los franceses incluso, un año antes habían enviado al general Dubai para convencer a sus aliados de que un golpe en Prusia sería más certero que una victoria más fácil en Austria, pero los rusos preferían las presas fáciles y las victorias espectaculares aunque eso prolongara la guerra.
Los ferrocarriles creados en los últimos años eran insuficientes, los créditos franceses se habían perdido en la pesada y lenta maquinaria financiera. De todas maneras, si los rusos conseguían movilizar con cierta rapidez un pequeño número de sus efectivos, los alemanes tendrían que emplear gran parte de sus fuerzas en proteger su frontera norte.
—Majestad, veo que está muy ocupado con la preparación de la invasión.
—Rusia siempre ha sido un oso fuerte que espera en su madriguera para defenderse, no me convence eso de atacar Alemania o Austria, ¿por qué tomar la iniciativa?
—La forma de hacer la guerra ha cambiado. Hoy un ejército pequeño, bien armado y rápido puede causar más daño que uno mayor. Nuestro ejército es enorme, nuestra mejor baza es la guerra total antes de que los alemanes logren alistar y preparar a más hombres.
—El ministro Kokovtsov estuvo en Alemania hace un año y me facilitó un informe detallado de las tropas. Sus armas son superiores y su industria está preparada para hacer miles de ellas. Pero nosotros tenemos algo que ellos no tienen.
—¿Qué es, majestad? —preguntó extrañado el gran duque.
—Tenemos a Dios de nuestra parte.
El gran duque se horrorizó. El zar había desechado los consejos de sus asesores durante años, creía firmemente que la guerra era más bien una cuestión de voluntad que de poderío militar.
—Majestad, necesitaremos más que la ayuda de Dios para vencer a los alemanes.
—Ya lo sé, Nicolascha. El general Sujomlinov tiene un plan infalible para vencer a los alemanes y a los austríacos en pocas semanas.
—El general Sujomlinov es un viejo inútil.
—No te consiento que hables así de uno de mis mejores generales.
—Los alemanes sólo llevan cuarenta años como nación y son uno de los estados más fuertes de Europa.
—Bueno, por lo menos hemos deshecho los planes de forjar una Austria unida que resurgiera de sus cenizas.
—No sólo hemos conseguido eso, majestad.
—¿Qué quieres decir?
—Los alemanes estaban a punto de recibir una ayuda inesperada que les hubiera hecho invencibles.
—¿Un arma secreta? —preguntó el zar extrañado.
—Algo peor. Nuestros servicios secretos habían descubierto que los alemanes estaban esperando una especio de líder que formaría un gran imperio y reuniría a todos los arios.
—¿Un líder?
—Un Mesías, majestad.
El zar se levantó del escritorio y miró extrañado al gran duque.
—Y que han hecho con él.
—La última información que me llegó del príncipe Stepan era que había dado con él, con el Mesías Ario.
—¿Y?
—En estos momentos estará eliminándole para siempre.
—¿Un Mesías Ario? Madre de Dios. Esos alemanes del diablo.
—El libro de las profecías de Artabán está en nuestro poder y, espero que dentro de unos días, antes de que el frente se cierre, el príncipe Stepan esté de regreso.
—Es un héroe. Tendrá los mayores honores.
—Pero majestad, hay que mantener todo este asunto en secreto.
—¿Por qué, Nicolascha?
—Nadie deber saber de la existencia del Mesías Ario. Es mejor que los alemanes desconozcan las profecías.
—Pero, si el peligro ya ha pasado.
—Eso creemos, pero ¿Quién puede impedir que una profecía se cumpla?
—¡Qué!
—Lo que está escrito es muy difícil borrarlo —dijo enigmático el gran duque—. Tal vez hayamos matado al Mesías Ario, pero todavía no me lo ha confirmado el príncipe Stepan.
—¿Porqué?
—No lo sé, majestad. A lo mejor las líneas telegráficas han sido cortadas por el Ejército.
—Tal vez el Mesías Ario no ha muerto.
—Esperemos que no sea así. Podemos enfrentarnos a un ejército, pero no resistirnos a la Providencia.
—Dios está con nosotros, ya te lo he dicho antes Nicolascha.
—¿Y con quién está el Diablo? —dijo el gran duque y sus palabras retumbaron en la cabeza del zar, hasta que un escalofrió recorrió todo su cuerpo.
Viena, 1 de julio de 1914
La nota era muy escueta, pero no dejaba lugar a dudas. El Círculo Ario se ofrecía a entregar a la chica a cambio del libro de las profecías de Artabán. La entrega tendría que ser esa misma noche, en uno de los parques más famosos de la ciudad, el Stadtpark. Allí, cerca de la estatua levantada en memoria a Johann Strauss, se produciría el intercambio.
Hércules y Lincoln aprovecharon la larga espera para recuperar un poco de fuerza. Se turnaron para dormir y, cuando llegó la hora estaban listos para dirigirse al parque. Lincoln había trazado un minucioso plan para liberar a Alicia, no se fiaba mucho de las intenciones del Círculo Ario.
Caminaron hacia el punto de encuentro cuando el sol se puso. Las calles parecían más animadas que la noche anterior. El calor había invadido por fin Viena y muchos de sus habitantes caminaban despreocupados por las suntuosas avenidas. Algunos eran conscientes de que aquellos eran los últimos días antes de que la guerra estallara, tal vez en unos meses la vida habría cambiado mucho y la oportunidad de disfrutar una noche cálida y despejada como aquella se esfumaría para siempre.
El parque Stadtpark estaba lleno. La hierba desprendía un agradable frescor y muchas parejas paseaban del brazo. El susurro de las fuentes y las luces mortecinas de las farolas convertían aquel lugar en un maravilloso sitio de recreo. Hércules y Lincoln se sentaron impacientes. Debían esperar varias horas antes de que los vieneses regresaran a sus confortables casas y dejaran libre la pequeña placita donde estaba la estatua del compositor Johann Strauss tocando el violín.
El tiempo pasaba muy despacio. La gente les miraba extrañada pero no les decían nada. Se acercaba la media noche y las últimas parejas se resistían a abandonar el parque. La soledad les protegía de las miradas indiscretas y les proporcionaba su ansiada intimidad. Cuando se escucharon a los lejos las campanas anunciando las doce de la noche, los últimos transeúntes abandonaron el parque. Hércules y Lincoln se pusieron en guardia. Se ocultaron detrás de unos frondosos arbustos y esperaron a que aparecieran sus interlocutores. No tuvieron que hacerlo durante mucho tiempo. Diez minutos después aparecieron dos hombres vestidos con largos abrigos y con la cara cubierta. No parecía aquel un atuendo muy apropiado para una noche de verano. Los hombres registraron la pequeña plaza y con una indicación, uno de ellos llamó al resto. Otros cuatro hombres se unieron al grupo, junto a ellos había una mujer, que también llevaba una prenda larga que le tapaba las manos y en parte la cara. Sentaron a la mujer en uno de los bancos. Cuatro de los hombres se escondieron y dos permanecieron junto a ella.
—¿Cómo actuamos? —preguntó Hércules, que sabía que su amigo tenía experiencia en este tipo de asuntos.
—Hay dos maneras de hacerlo. Entregarles lo que quieren y arriesgarnos a que una vez con el libro en sus manos eliminen a Alicia y después a nosotros; la otra es poner en marcha el plan.
—No tenemos ninguna oportunidad si vamos de frente. Ellos son seis o más y están armados. El parque está tranquilo y podrían matarnos sin que nadie se entecase. ¿Cree que esos hombres no nos traicionarán?
—Es difícil predecirlo. Al fin y al cabo arriesgan la vida.
—Ya es demasiado tarde, por allí aparecen.
Dos hombres, uno negro y otro alto, entraron en la pequeña plaza. Sus ropas eran tan exageradas para aquella época del año como la de sus interlocutores. Se mantuvieron a cierta distancia del grupo y esperaron a que alguno de sus miembros se acercara.
—¿Cuánto piensa que tardarán en descubrir que no se trata de nosotros?
—No lo sé. Le dije a ese hombre y su amigo que no hablaran. Por el acento podrían sospechar que no somos nosotros.
—Sí, aunque nos haya vendido las armas y haya aceptado hacerse pasar por nosotros, todavía puede traicionarnos. Sólo es un ratero.
Uno de los secuestradores dijo algo a los hombres disfrazados y estos se pusieron en pie. Sacaron algo de su chaqueta y el secuestrador hizo un gesto para que acercaran a la mujer.