El mesías ario (31 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

—Si es eso lo que piensan me marcharé, pero se quedarán sin saber algo importante para su investigación y que desconocen.

—Si tienes tan buena voluntad, ¿por qué nos ocultas cosas? —dijo Alicia enfadada.

—Alicia, no oculto nada, pero si todos sospechan de mí...

—Es normal que sospechemos —dijo Alicia.

—Está bien, se lo diré.

Todos dirigieron su mirada hacia la figura delgada del portugués. Allí, de pie, con el ceño fruncido y una mano ligeramente apoyada en el mantel blanco, les observó detenidamente y terminó por decir:

—El profesor von Humboldt no investigaba por su propia cuenta el misterio de las profecías de Artabán.

—¿Qué quiere insinuar? —preguntó Hércules.

—Muy sencillo, el profesor von Humboldt pertenecía al Círculo Ario, había sido enviado por ellos para encontrar el manuscrito y dárselo a sus correligionarios. El profesor era un miembro del Círculo Ario.

—Ellos sabían la existencia del manuscrito y lo estaban buscando, pero ¿cómo se enteraron los serbios? —se preguntó Hércules.

—Los rusos se enteraron a través de sus servicios secretos y enviaron a los serbios a por él. La Mano Negra era un instrumento formidable para una misión de este tipo.

—Entonces la Mano Negra mató a los profesores —dijo Alicia.

Ericeira asintió con la cabeza.

—La Mano Negra intentó matarnos en el tren que nos llevaba a Lisboa —continuó Alicia. El portugués volvió a asentir—. Pero, ¿por qué no nos mató en Viena o en Sarajevo cuando nos tuvo en sus manos?

Hércules intervino de repente y mirando a su alrededor dijo bajando la voz:

—La Mano Negra pensó que se haría con el manuscrito en Sarajevo, pero los rusos se lo llevaron. Intentaron usarnos para que encontráramos el libro.

—Entonces, ahora que lo tenemos intentarán eliminarnos.

—Eso me temo Alicia.

Capítulo 76

Frontera entre Austria y Alemania, 8 de julio de 1914

El bosque de abedules ensombrecía la carretera. El coche circulaba a gran velocidad y tomaba las curvas muy ajustadas, derrapando en el último momento. El camino mal asfaltado hacia que sus dos ocupantes dieran tumbos y, en ocasiones se zarandearan dentro del pequeño coche deportivo. El piloto, vestido con una chaqueta de cuero, llevaba unas grandes gafas de cristal y un gorro de piel marrón. Sus guantes agarraban con precisión el volante de piel y cada maniobra parecía estudiada al milímetro. Su acompañante, por el contrario, acusaba la fatiga y la tensión nerviosa de un viaje brusco y rápido. Cuando subieron a lo alto de la montaña, los dos hombres pudieron contemplar la inmensa planicie de praderas y bosques salpicados por pequeños lagos naturales. El deshielo unos meses antes había reverdecido el campo y las flores del verano persistían bajo el caliente sol de julio.

El coche comenzó a descender a toda velocidad. El ruido del motor podía escucharse a kilómetros de distancia y el olor a gasolina y caucho quemado, mareaban al copiloto. Cuando el deportivo llegó a la llanura aceleró, pero al menos dejó de dar bandazos.

En el prado las vacas miraban sorprendidas el pequeño artefacto ruidoso que pasaba como una exhalación por el viejo camino asfaltado. Cuando el piloto observó a lo lejos el puesto de guardia pintado a rayas rojas y blancas, comenzó a frenar. Al llegar a la altura de la policía de aduanas, se detuvo por completo. Dos hombres vestidos de verde, con un pequeño casco prusiano se aproximaron al coche.

—Papeles, por favor —dijo el policía.

El conductor enseñó un pequeño carné y el policía se puso firme y saludó. Después señaló con la mano al otro ocupante.

—Va conmigo, agente.

—Pero sus papeles.

—Ya le he dicho que va conmigo.

El sargento de policía levantó el brazo y dos hombres alzaron el poste. El coche aceleró y desapareció dejando una estela de humo. En su interior, el copiloto respiró tranquilo. Se pasó la mano por la cara, todavía echaba en falta su barba negra. Después pasó la mano por el bigote y observó la rica Baviera, una tierra de provisión, la tierra prometida, pensó mientras el coche penetraba a toda velocidad en el interior de Alemania.

Capítulo 77

Viena, 15 de julio de 1914

El ambiente prebélico de la ciudad no presagiaba nada bueno. Cada día se veían más tropas por las calles y se habían anulado la mayor parte de los viajes por tren a cualquier parte del país. En unos días sería muy difícil salir de Austria, tanto por el norte como por el sur. Hércules y sus amigos habían buscado durante días al sr. Schicklgruber, pero sin éxito. Fueron a su pensión, también a algunos de los sitios que pensaban que podía frecuentar; no había ni rastro de él. Afortunadamente en ningún momento la policía les molestó ni lo más mínimo, ya que su condición de extranjeros en un país a punto de entrar en guerra les colocaba en una delicada situación. Después de intentarlo todo decidieron que la única manera de contar con la policía y tener una posibilidad de encontrar al joven Schicklgruber era pedir una audiencia con el rey Francisco José I. Pero la situación prebélica también dificultaba la posibilidad de ver al monarca. Hércules y sus amigos solicitaron hasta tres veces audiencia y las tres veces fue denegada. Tan sólo la mediación de la embajada británica, tras la petición de Ericeira, consiguió que el rey les recibiera brevemente aquella mañana.

Mientras se dirigían al palacio en un coche, se podía palpar la ansiedad y el nerviosismo de los cuatro amigos. Alicia había tardado varias horas en elegir el vestido adecuado para la audiencia, Lincoln, tan poco dado a las costumbres aristocráticas, se había vestido por segunda vez en su vida de frac; Hércules empezaba a sentirse desesperado, sus ideas se agotaban y creía que el sr. Schicklgruber había desaparecido para siempre; Ericeira, por otro lado, aparentaba estar tranquilo y confiado.

El coche se detuvo frente a la impresionante fachada del palacio y los cuatro fueron conducidos por interminables pasillos hasta una pequeña sala. Tuvieron que esperar más de una hora antes de ser recibidos. Cuando entraron en una de las salas de audiencia, se quedaron maravillados, la casa de Habsburgo podía estar pasando un mal momento, pero la suntuosidad y grandeza de su pasado eran indiscutibles.

Caminaron por una alfombra verde, detrás de dos criados vestidos con libreas. Avanzaban despacio siguiendo el rígido ceremonial de la Casa de Austria. Cuando llegaron frente al trono con dosel verde, se pusieron enfrente y saludaron al rey Francisco José I. El rey era un hombre de baja estatura, su rostro serio y arrugado denotaba la angustia de los últimos días. Sus enemigos habían conseguido descabezar a su régimen, matando al heredero, y acelerar la guerra. Sus ojos pequeños apenas brillaban tras su piel pálida, cubierta por un gran bigote cano que le tapaba las mejillas. En otros tiempos la esbeltez de su cuerpo bien proporcionado debía de haber causado sensación en sus súbditos, pero a sus ochenta y cuatro años toda su energía se había consumido. Aquel hombre mayor, taciturno y apagado tenía en su mano la vida y la suerte de millones de personas, y el peso de la responsabilidad se reflejaba en su expresión rígida y distante. Un chambelán le expuso la causa de la visita y, tras un gesto algo teatral, les indicó que podían presentar al rey su petición. Ericeira se dirigió al rey en un correctísimo alemán, le explicó por encima la causa de su visita y le dio pie a Hércules. El español vaciló por unos instantes, pero luego dio un paso al frente y miró al emperador directamente a los ojos.

—Majestad, somos los representantes oficiales de una investigación policial comenzada en España. Uno de sus súbditos, el profesor von Humboldt murió en extrañas circunstancias en Madrid y nuestras pesquisas nos llevaron a Sarajevo pocas horas antes del desgraciado atentado contra el archiduque Francisco Fernando y su esposa. Lamentamos la pérdida que supone para Austria y el imperio la muerte del heredero al trono —dijo Hércules circunspecto.

—Gracias por sus palabras. Pero no entiendo en qué puedo ayudarles.

—Nosotros conocemos las verdaderas causas del asesinato del archiduque.

—¿Las verdaderas causas? Yo también conozco las verdaderas causas. La ambición de Rusia y la cobardía de Serbia son las verdaderas causas que han hecho estallar la tensión que sufrimos en este momento. Serbia se ha plegado a nuestras peticiones de investigar los orígenes del atentado y perseguir a sus ejecutores, pero ¿cómo podemos confiar en que los instigadores y encubridores detengan a los asesinos que ellos han utilizado?

—Sin duda tiene razón, majestad. Las causas políticas del regicidio están del todo claras, pero además había otras de naturaleza muy distinta.

—¿Otras causas? —dijo el rey echando su cuerpo para adelante y apoyando su barbilla en la mano derecha.

—Le decía al principio que un profesor llamado von Humboldt fue asesinado en España. Al parecer había descubierto algo que podía cambiar el rumbo de la historia, la existencia de unas profecías que hablaban del advenimiento de un Mesías Ario.

—¿Un Mesías Ario? ¿Qué patrañas son esas?

Hércules le resumió en breves palabras sus últimos descubrimientos y la implicación de la Mano Negra y los rusos en la muerte del archiduque. Después el emperador le interrumpió y le dijo:

—Todo lo que me ha contado confirma nuestra tesis de que fueron los serbios los ejecutores y los servicios secretos rusos los instigadores. Ustedes tienen la obligación de facilitar a nuestra policía la ubicación exacta de la Mano Negra en Viena, junto a una descripción de esos terroristas.

—Majestad, tenemos que encontrar a ese hombre, el sr. Schicklgruber; puede que sólo se trate de un pobre diablo desaparecido en la bulliciosa Viena, pero ¿y si él fuera el Mesías Ario?

—Todo eso son patrañas —contestó en seco el rey.

—¿Patrañas? Han muerto muchas personas a causa de los secretos que encierra el libro de las profecías de Artacán. Nosotros sólo le pedimos que nos ayude a encontrar al sr. Schicklgruber.

—Señor Hércules, nos hemos informado sobre su estancia en Austria. Ustedes fueron detenidos a causa de la denuncia de un asesinato hace unas semanas y mintieron, ocultando su verdadera identidad, después se fugaron de una comisaría, ayudados por algún grupo rebelde; la policía de la ciudad les está buscando para interrogarles. Miren, a causa de mi buena voluntad, ya que han venido hasta aquí y nos han presentado información valiosa para la investigación de la muerte del archiduque, no les entregaré a la policía, pero sólo si prometen abandonar Austria antes de veinticuatro horas.

—Entonces ¿no va a tomar ninguna medida contra el Círculo Ario ni va a buscar al sr. Schicklgruber? —dijo Hércules decepcionado.

—No tenemos información acerca de la existencia de un grupo llamado el Círculo Ario en Viena. Los vieneses somos gente civilizada y aquí no existen esas masonerías secretas que hay en Francia o Inglaterra. Lo lamento pero su tiempo se ha terminado. Pueden retirarse.

Hércules frunció el ceño y miró al emperador Francisco José. Aquello cercenaba toda posibilidad de encontrar al Mesías Ario y parar los planes del Círculo Ario. La guerra borraría las huellas del sr. Schicklgruber y nunca sabrían la verdad sobre el libro de las profecías de Artabán.

A la salida un secretario les entregó un salvoconducto que les autorizaba a permanecer veinticuatro horas en Austria y a abandonar el país. Si en el plazo fijado no obedecían a la orden de expulsión serían acusados de alta traición y, la alta traición en tiempos de guerra suponía la condena a morir en la horca.

Los cuatro se dirigieron a su hotel y comenzaron a preparar su equipaje. El cansancio y tensión de los últimos días había dejado paso al desánimo y la frustración. Todo aquel esfuerzo había sido en vano.

Hércules se refugió en su habitación e intentó descansar algo antes de la cena. Se sentía culpable; la idea de acudir a Palacio había sido suya y ahora tenían que dejar todo a medias y volver a España. Se tumbó en la cama, pero no pudo dormir. Acudían a su mente los últimos acontecimientos y su cabeza no dejaba de dar vueltas. Si ellos no encontraban al Mesías Ario y lo neutralizaban, ¿Qué futuro le esperaba a Europa y al mundo? Se consoló con la idea de que todo aquello fuera una patraña, como había dicho el emperador, una bravuconada de gente enferma y desquiciada. Por fin, el agotamiento venció a la resistencia mental y el español se durmió profundamente. Todo había terminado.

Capítulo 78

Múnich, 15 de julio de 1914

Los Popp cumplían los ideales raciales de la familia alemana. El marido era un hombre todavía joven, de aspecto saludable, con los rasgos arios, el pelo rubio y los ojos azules. La esposa era una mujer que a pesar de haber entrado en los cincuenta, conservaba las virtudes de la madre aria; pecho prominente, tez clara, fuerza y energía naturales, exenta de todo tipo de coquetería artificial. Sus hijos, un niño y una niña perfectos, eran buenos estudiantes, obedientes y disciplinados. Alemania podía sentirse orgullosa de ellos, en cambio la Schteissheimerstrasse, donde tenían su modesto piso, no era el barrio que una familia aria merecía. Cuando Adolfo pasaba entre las mansiones y palacetes que lindaban con el río, una sensación de furia le invadía. Aquellas casas estaban ocupadas por judíos; extranjeros que traían sus costumbres degeneradas, su arte obsceno y sus ideas comunistas.

Adolfo subió por la Maximilianstrasse hasta la Residenzstrasse. La fachada del palacio de los reyes de Baviera y el aire italiano de los pórticos le hizo recuperar un poco la calma. Después se encaminó a la Marientplatz, en el corazón mismo de la ciudad. La estatua dorada de la virgen brillaba bajo el sol resplandeciente de verano. Podía verse gente por todas partes y las cervecerías rebosaban de visitantes que querían probar la famosa cerveza bávara. Entró en el impresionante templo de la cerveza, la Hofbräuhaus y buscó entre la multitud a von Liebenfelds, al final lo vio al fondo, se dirigió a su mesa en un rincón, enfrente de la banda de música y se olvidó por unos instantes de su indignación por mezclarse con la muchedumbre que llenaba la cervecería.

Capítulo 79

Viena, 15 de julio de 1914

Al principio creyó que estaba soñando. Escuchó unos golpes, pero con la cabeza embotada y cargada apenas se inmutó. Cuando escuchó de nuevo la llamada, se levantó despacio y caminó medio sonámbulo hasta la puerta.

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