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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (38 page)

—Jesucristo pertenecía a una raza inferior, la judía. Era simplemente un hombre que utilizó su carisma para manipular a lo demás.

—Todo lo contrario. Retó al hombre de su tiempo para que tomara una decisión, para que no se conformara con el «ojo por ojo y diente por diente» —dijo Lincoln.

Entonces von Liebenfelds lanzó enfurecido un trozo de carne al plato y miró al norteamericano.

—No voy a seguir discutiendo con un negro. ¡Cállese inmediatamente!

Se hizo un largo silencio y el profesor Herder retomó la discusión.

—El cuarto Rey Mago no reconoció a Jesucristo como al verdadero Mesías y cuando abandonó Egipto, recibió la revelación sobre un Mesías Ario, que vendría a salvar a su pueblo ario para purificarle. Ese Mesías debía de cumplir varios requisitos.

—Y Adolf Hitler los cumple —dijo Hércules.

—Falta que cumpla tan sólo uno más, caballeros. Por eso ustedes están aquí, para que no puedan impedirlo —contestó Liebenfelds.

—Hitler está en esta casa, ¿verdad? —preguntó Ericeira.

El profesor Herder y Liebenfelds se levantaron de sus asientos y pidieron a Ericeira que se pusiese de pie. El profesor le indicó que saliera del salón y, sin dejar de apuntarle, subieron a la planta superior. Segundos después se escuchó un disparo. Hércules y sus amigos sintieron un escalofrío y Herder entró en la sala sonriente.

—Bueno caballeros, dentro de un rato podrán descansar de los afanes de la vida. Por favor, profesor continúe.

El profesor hizo una señal a Hércules y éste salió fuera del salón y ascendió hasta la planta superior. Se escuchó un disparo y después un largo y desesperado silencio. Alicia comenzó a sollozar en el hombro de Lincoln, que a pesar de su entereza no podía ocultar el horror en su rostro. Se escucharon unos pasos que se detuvieron a la entrada del salón.

—Excelente profesor, es como matar corderitos, ¿verdad?

—Sí, Liebenfelds —contestó una voz que no era la del profesor Herder.

Liebenfelds miró a Hércules sorprendido y apretó el gatillo. La bala pasó rozando la cara del español, que disparó con su arma el austriaco. Liebenfelds gritó y cayó al suelo. Lincoln se lanzó sobre él y le arrebató el revólver.

—¡Maldita escoria, ya no podéis hacer nada para impedirlo!

—Por lo menos lo intentaremos —contestó Hércules.

—¡No pueden matar al hombre de las profecías, otros ya lo han intentado y han fracasado!

—Siempre hay una salida —contestó Lincoln, pegando un puñetazo a la cara de Von Liebenfelds.

—¿Y Ericeira? —preguntó preocupada Alicia.

—Me temo que está muerto —dijo Hércules.

Alicia corrió escaleras arriba y el murmullo de sus pasos se perdió en la alfombra. Unos segundos después reapareció llorando. Se abrazó a Hércules hundiendo su cara contra su pecho.

—Lo siento, Alicia —dijo Hércules rodeando a la mujer con sus brazos.

—Hércules, ¿por qué?

Lincoln se acercó a von Liebenfelds y tirando de su pechera le arrastró hasta sentarle en uno de los sillones. Comenzó a golpearle con la mano abierta.

—Ahora va a decirnos dónde está Adolf Hitler.

—Este negro está loco. Pueden matarme si quieren, pero no pienso hablar —dijo aturdido por los golpes.

—Yo creo que está escondido en algún lugar de la casa —dijo Lincoln soltando al austriaco.

—Pero registramos la casa cuando vinimos y no vimos nada —dijo Alicia.

—En algún cuarto disimulado. ¿Por qué no le buscan mientras yo tengo una charla con este bastardo?

Cuando Alicia y Hércules dejaron solos a los dos hombres, Lincoln se acercó a Liebenfelds y con el pie le apretó la herida del brazo, este pegó un alarido que se escuchó en todo el edificio.

—Grita como un cerdo, pero como un cerdo superior.

Liebenfelds se retorció de dolor y comenzó a maldecir en voz baja. Hércules y Alicia volvieron unos minutos después, no habían encontrado ni rastro de Hitler.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Alicia.

—Estoy convencido de que está aquí. En algún momento tendrá que salir de su escondite —dijo Lincoln.

—Pero, ¿qué pasará si se equivoca —dijo la mujer?

—Buscar a Hitler en Múnich es una locura, tendremos que arriesgarnos —contestó el norteamericano.

Los tres se miraron, de nuevo tuvieron la sensación de que habían perdido la partida, que la muerte de Ericeira había sido en vano y que había fuerzas ocultas con las que era mejor no enfrentarse.

Capítulo 100

Berlín, 31 de julio de 1914

Decenas de funcionarios corrían de un lado para el otro. El ultimátum que el káiser había lanzado a Rusia unas horas antes había puesto en marcha toda la maquinaria bélica alemana y el Ministerio de Guerra funcionaba a pleno rendimiento. El general Moltke daba órdenes, leía informes y telegramas. Todo el ejército se encontraba en alerta máxima y había comenzado la movilización general.

—General, las órdenes están cursadas —dijo uno de los asistentes.

—Esperemos que no sea demasiado tarde. ¿Hay respuesta de Moscú?

—Todavía no, señor.

—¿Cuántos hombres podemos movilizar?

—A más de cinco millones.

—Muy bien —dijo el general—. Quiero que saque varios bandos animando al alistamiento en todos los periódicos y que cubran las calles de Alemania de carteles, me han oído.

Moltke sabía que el tiempo se acababa. Rusia no tardaría en contestar y las fronteras alemanas estaban desprotegidas.

—El káiser debe ser informado en cuanto sepamos algo.

—Sí, señor.

—Recemos para que el oso ruso tarde en despertar. Si nos atacan en las próximas veinticuatro horas estaríamos a su merced.

—Nuestros informadores nos han dicho que han divisado varios batallones rusos cerca de Prusia Oriental. En las proximidades de Gumbinen y Tannenberg —dijo el oficial señalando el mapa.

—¿Y el frente sur?

—Los franceses tienen desplegados efectivos en Verdún, Nancy, Epinal y Belford. Todavía no son fuerzas suficientes para lanzar un ataque, pero sí para resistir a nuestras tropas.

—¿Y Bélgica?

—Se han declarado neutrales y no parece que hayan realizado ningún llamamiento a filas. Tan sólo han reforzado algunos puestos fronterizos y las tropas de las ciudades de Lieja, Huy y Dinant.

Moltke observó el mapa de Europa y apuntando a Bélgica dijo:

—Espero que los belgas no opongan resistencia y que los rusos esperen dos semanas antes de atacarnos en el frente oriental. El káiser ha tardado demasiado tiempo en reaccionar.

—En doce horas nuestras tropas regulares estarán movilizadas —contestó el asistente.

—Sí, pero con esos hombres no podremos resistir el rodillo ruso.

Capítulo 101

Múnich, 31 de julio de 1914

Nadie había ido a visitarle en veinticuatro horas y comenzaba a ponerse nervioso. La falta de noticias del exterior, la soledad prolongada y la falta de comida iban a volverle loco. A veces se aproximaba a la puerta y pegaba el oído, pero no había ruidos fuera. Comenzó a pasearse nervioso por el cuarto, como un león encerrado en su jaula. ¿Y si le había pasado algo a von Liebenfelds? Tenía que salir para comprobarlo. Miró la puerta disimulada en la pared e intentó abrir, pero estaba cerrada por fuera. Cogió uno de los cuchillos que usaba para comer y forzó la cerradura. La puerta cedió y Adolfo salió del armario y entró en el cuarto. Todo parecía tranquilo.

Capítulo 102

Moscú, 31 de julio de 1914

La mesa estaba completamente repleta de informes y telegramas. El zar miraba sin cesar los últimos informes sobre movimientos de tropas y los avances de Austria en Serbia. Al parecer los serbios habían resistido bien la primera envestida y comenzaban a reorganizarse.

—Majestad, ¿ha leído el ultimátum?

—Sí, está sobre la mesa.

—¿Por qué no ha contestado todavía?

—¿Y si ganásemos algo de tiempo? Podríamos organizar mejor nuestras fuerzas e intentar llegar a algún acuerdo con Alemania.

—Es imposible. Alemania no querrá llegar a un acuerdo por separado. Hay que actuar ya.

El zar miró al gran duque y se levantó de la silla. La guerra total estaba a punto de desatarse y él no podía impedirlo. Se aproximó a la ventana, el cielo comenzaba a colorearse de rojos y violetas, en unos minutos la oscuridad lo invadiría todo.

Capítulo 103

Múnich, 31 de julio de 1914

Le sorprendió que también hubiese oscuridad fuera del cuarto. Era de noche y apenas entraba algo de claridad por las ventanas. Miró la habitación, todo parecía normal. Abrió la puerta y salió al pasillo, había una pequeña luz al fondo. Se dirigió a ella y entró. Una mujer trajinaba en la gran cocina de carbón. El calor le hacía sudar abundantemente.

—Señora Popp.

La mujer se sobresaltó y le miró asustado.

—Señor Hitler, ¿Qué hace fuera?

—Llevaba muchas horas sin saber nada del exterior. Aquí no corro peligro.

—Unos hombres vinieron preguntando por usted, los dejé pasar para que se convencieran de que no estaba aquí.

—¿Les dejó pasar?

—Sí.

—¿Entraron en mi cuarto?

—Sí.

El hombre corrió hasta su habitación y empezó a registrar los cajones, su vieja maleta y el armario. Parecía que todo estaba en su sitio, hasta que echó de menos su cuaderno. En un descuido se le había olvidado fuera y, ahora aquellos hombres se lo habían llevado. No es que en el cuaderno revelase información muy importante, pero en él estaban anotadas sus impresiones y experiencias de los últimos años.

Regresó a la cocina y observó a la señora Popp. Ella le miraba confusa y aturdida. Intentó disculparse otra vez, pero no le salieron las palabras y se echó a llorar.

No se preocupe señora Popp, no es eso lo que más me preocupa.

—No, señor.

Adolfo se acercó a la mujer y le puso una mano sobre el hombro.

—Lo que realmente me preocupa es que von Liebenfelds no haya venido a verme durante todas estas horas.

—Estará ocupado. Las últimas noticias dicen que la guerra es inminente, el káiser ha lanzado un ultimátum a Rusia que expira esta noche.

—Pero si ya es de noche, ¿Qué día es?

—Es 31 de julio.

—Tengo que buscar a von Liebenfelds y saber que sucede.

—Es mejor que no salga. Esos extranjeros le están buscando por todos lados.

—No se preocupe, señora Popp, sé cuidar de mí mismo.

El hombre se puso una fina chaqueta de verano y salió al portal. En las calles la animación era inusitada aún para una tarde de viernes. La gente no quería dormir, esperaban noticias del káiser y centenares de hombres bebían y cantaban canciones patrióticas en las cervecerías. Adolf Hitler caminó indiferente entre la multitud, primero iría a casa de Liebenfelds para saber lo que sucedía. En unas horas nadie podría impedir que se cumpliese su destino. Cuando llegó a la pequeña entrada del portal y contempló la primera planta iluminada, respiró tranquilo; su amigo y mentor estaba en casa.

Capítulo 104

Múnich, 31 de julio de 1914

—No está en la casa, Lincoln. Debe de admitir que nos hemos equivocado.

—Pero Hércules, tiene que estar aquí.

—Hemos arrancado el papel de las paredes, golpeado con martillos los tabiques y no hemos encontrado ni rastro de un cuarto secreto.

—Hay algo que se nos escapa.

—Sí, lo que se nos escapa es el tiempo. ¿No escucha la algarabía de la calle? Mañana por la mañana la guerra habrá estallado y ya no podremos hacer nada.

—No discutan.

—Perdona Alicia —dijo Hércules—. Pero no podemos continuar aquí hay que salir y buscar a Hitler.

—Pero, ¿dónde? —dijo Lincoln.

—Volvamos a la casa de los Popp, visitemos las cervecerías.

—No sabemos cuál es su aspecto —contestó Lincoln.

Hércules se llevó las manos a la cabeza, no podía creer que ahora que estaban tan cerca de conseguirlo, todo se perdiera de nuevo.

—Hércules, von Liebenfelds está perdiendo mucha sangre, no creo que resista si no le llevamos a un médico —dijo Alicia señalando las vendas ensangrentadas del austriaco.

—Merece morir —dijo bruscamente el español.

—Tal vez sea cierto, pero no podemos dejar que muera así, sin asistencia. Sería poco menos que un asesinato.

—Tiene razón, Hércules.

—Está bien. Llamen a un médico. Nos iremos de la casa antes de que llegue.

Hércules se asomó a la ventana y observó el callejón tranquilo. A lo lejos se escuchaban los rumores de los voluntarios, de vez en cuando el sonido de un cohete retumbaba en los cristales. ¿Dónde estará escondido? Se preguntó mirando su reloj, dentro de unos minutos serían las doce de la noche.

Capítulo 105

Moscú, 1 de agosto de 1914

El Estado Mayor estaba reunido en pleno. La noche iba a ser larga, miles de personas esperaban en las plazas de la capital a que expirara el ultimátum. El zar miró el reloj y dirigiéndose a sus generales dijo:

—Señores, como ustedes saben hemos agotado todos los medios para llegar a una solución pacífica, pero nuestros enemigos se preparan para destruirnos. El derecho de cualquier pueblo a defenderse nos ampara. He ordenado hace unos minutos que se enviase mi negativa a aceptar el ultimátum impuesto por Alemania. Los rusos no aceptamos amenazas, tan sólo tememos a Dios.

El silencio invadió la sala. El zar repasó los rostros del Alto Mando y levantando la voz continuó hablando.

—Esta guerra será corta, pero será total. Nunca antes tantos hombres se han levantado en armas en nuestra gran nación. En unas semanas estaremos en Berlín y en Viena. ¡Dios salve a Rusia!

—¡Dios salve a Rusia! —contestaron todos a coro.

En esos momentos el tintineo del telégrafo se escuchó en la habitación contigua. Los cables llevaron el mensaje a través de la gran estepa rusa y lo introdujeron en el alma misma de Alemania, Berlín. Ya no había marcha atrás, Rusia había declarado la guerra indirectamente al rechazar el ultimátum alemán.

Capítulo 106

Múnich, 1 de agosto de 1914

Adolf Hitler entró en la casa. Parecía desierta. Abrió la puerta del salón y tardó unos instantes en ver el cuerpo extendido sobre uno de los sillones. Se acercó y tocó su hombro. Liebenfelds parecía dormido, pero la sangre que manchaba su venda y parte de la tapicería indicaban que estaba mal herido. El hombre comenzó a moverse y abrió ligeramente los ojos.

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