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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (36 page)

—Tiempo de sobra, no cree —dijo Ericeira mientras cortaba un suculento bistec.

—No estoy tan seguro. El Círculo Ario también sabe que debe proteger a su Mesías hasta que la guerra sea proclamada y que después será imposible parar su advenimiento. Le protegerán con uñas y dientes. Incluso, puede que ya no esté en Múnich.

—Esta ciudad es una de las más seguras de Alemania. Está en un lugar estratégico que le protege en sus cuatro puntos cardinales y además tiene varias rutas de fuga posibles.

—Lo sé, Ericeira. Pero Múnich también es lo suficientemente grande como para esconder al Mesías Ario.

—Mi opinión es, —dijo Lincoln rompiendo la discusión— que el Círculo Ario está confiado. Hemos llegado aquí con casi doce días de retraso. Con toda seguridad deben pensar que les hemos perdido la pista o que nos han obligado a regresar a España. Si actuamos con celeridad y discreción lograremos nuestro objetivo.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Alicia cogiendo al americano de la mano.

—Gracias —contestó algo avergonzado pero sin retirar la mano.

—Pues será mejor que nos pongamos en marcha lo antes posible —dijo Hércules levantándose de la mesa.

El grupo abandonó la mesa y salió a la templada noche de Múnich. Cuando llegaron al ayuntamiento se quedaron sobrecogidos ante el deslumbrante edificio neogótico. Después cruzaron la ciudad hasta la Karlsplatz y tomaron un tranvía que les llevaba directos hasta la dirección de Adolf Hitler. Con un poco de suerte el austríaco se encontraría en ese momento en su habitación y en unas pocas horas toda aquella horrible pesadilla terminaría para siempre.

Capítulo 91

Moscú, 28 de julio de 1914

El palacio tenía una actividad frenética aquella tarde. En cuanto llegó la noticia de la declaración de guerra de Austria a Serbia, comenzó el plan de evacuación y protección de los tesoros artísticos del Kremlin. La familia real preparó sus planes para instalarse en una ciudad en el interior de Rusia aun sin determinar, mientras las fuerzas de seguridad del palacio recorrían constantemente los interminables pasillos organizando el viaje. El zar permanecería en la capital junto a su esposa, pero los niños y sus institutrices partirían aquella misma tarde. Después de sus oraciones, el zar se dirigió al cercano edificio, sede del Alto Mando del Ejército. Decidió ir caminando, saltándose todos los protocolos de seguridad. Necesitaba estirar un poco las piernas y sobre todo despejar la cabeza. Cuando llegó ante la suntuosa fachada de estilo clásico respiro hondo. Todo había comenzado por fin. La guerra era cuestión de horas y dentro de unas semanas todo habría terminado. No era la primera vez que su país estaba en guerra durante su reinado, pero sí que el frente estaba tan cerca de Moscú y que se oponían a enemigos tan poderosos. Los alemanes eran un pueblo fuerte y orgulloso, al que había que tener en cuenta; los austríacos en cambio no parecían una gran amenaza.

Serbia había enviado un mensaje urgente para que se pusiera en marcha el complejo sistema de alianzas que la protegían ante una invasión extranjera y ahora él tenía que dar el visto bueno. Nicolás no estaba dispuesto a declarar la guerra hasta que sus fuerzas estuvieran completamente movilizadas, además prefería que fuera Alemania la que le declarara la guerra primero, siempre era mejor entrar en un conflicto bélico como estado agredido que como estado agresor.

Entró en el edificio y tuvo que pararse en las escaleras al sentir un fuerte pinchazo en el pecho. Enseguida media docena de guardaespaldas corrieron a socorrerle.

—¿Se encuentra bien, majestad?

—Sí —dijo el zar volviéndose a enderezar con dificultad. El nerviosismo del último mes comenzaba a afectar a su débil corazón.

Desde los primeros momentos de tensión había tenido la extraña certeza de que su salud no resistiría una guerra larga, pero eso sólo lo sabía Dios. Al fin y al cabo, todo se encontraba en su mano, pensó mientras subía las escaleras que restaban para llegar a la sala de generales.

Capítulo 92

Berlín, 28 de julio de 1914

El Ministerio de Guerra no dejaba de recibir telegramas. Austria había declarado por fin la guerra, pero lo había hecho sin informar previamente a la cancillería alemana ni al káiser. Después de esperar ese momento durante semanas, nadie podía imaginarse el revuelo y el desconcierto que causaría la noticia en el Gobierno.

El káiser pasó toda la tarde leyendo los telegramas de Londres, París y Moscú, tan sólo había descansado unos momentos para tomar un pequeño refrigerio, pero la tensión le había quitado por completo el apetito. A medida que la hora de entrar en guerra se acercaba, sus dudas aumentaban. Llevaba esperando aquella oportunidad toda la vida; una guerra era lo único que podía devolver a Alemania el lugar que le correspondía, pero siempre existía la posibilidad de que perdiesen, entonces ¿qué sucedería con el pueblo alemán?

—Majestad —dijo una voz ronca. El káiser se despojó de sus pensamientos negativos y miró al general Moltke.

—Dígame general.

—El número de soldados rusos en la frontera se ha triplicado en las dos últimas semanas. El zar ha reunido un ejército fabuloso, suficiente para invadir toda Europa.

—¿Cómo va nuestra movilización?

—Muy bien, majestad, pero nuestros efectivos son inferiores, sobre todo nuestra armada. Esperemos que la flota de submarinos sea efectiva.

—Es una apuesta arriesgada, pero no podemos competir con la armada británica. ¿Cuál será la posición de los Estados Unidos?

—Por ahora nos han confirmado que no intervendrán.

—¿Y que hará Italia? ¿Cumplirá sus compromisos y entrará en la guerra?

—Ellos han afirmado su apoyo incondicional, pero ya sabe como son los italianos, mejor no contar con ellos.

—¿Turquía está movilizada?

—Sí, majestad. Está preparando un asalto a todo el Este de Europa.

—La pinza sobre Serbia dividirá el frente oriental en dos pedazos —dijo el káiser algo más animado.

—¿Cuándo declararemos nosotros la guerra?

—Esperaremos a que lo hagan los rusos primero.

—Muy bien, majestad. El Alto Mando de Austria nos ha informado que mañana mismo bombardeará Belgrado.

—Los cañones están a punto de sustituir a las palabras, general. Esperemos que no nos dejen mudos a todos.

Capítulo 93

Múnich, 28 de julio de 1914

La Shleissheimerstrasse era una calle alargada de edificios de cuatro plantas totalmente desprovistos de vistosidad o encanto. Las anodinas fachadas rompían en apuntados tejados a dos aguas que alargaban más su desnudez. Las calles estaban totalmente desiertas y apenas se observaba movimiento de vehículos en la avenida próxima. Los tranquilos obreros de la ciudad ya estaban acostados o cenando en sus estrechas cocinas. Cuando llegaron frente a la puerta decidieron que mientras Hércules y Lincoln subían al piso, Ericeira y Alicia esperarían en la calle. Por muy peligroso que pudiera ser Adolf Hitler, no dejaba de ser sólo un hombre mortal.

—Lo que temo es que no esté sólo —dijo Lincoln preocupado.

—Tendremos que arriesgarnos —contestó Hércules.

—Si en media hora no han bajado, subiremos a buscarles —dijo Ericeira cogiendo a Alicia del brazo.

Hércules y Lincoln subieron hasta el piso de la familia Popp y llamaron a la puerta. Les abrió una mujer rubia muy atractiva.

—¿En qué puedo servirles?

—Disculpe la hora de nuestra visita, pero estamos buscando a un viejo amigo que creo que se aloja aquí—dijo Hércules intentando ser lo más cordial posible.

—¿Amigos de quién? No entiendo en qué puedo ayudarles.

—Buscamos al sr. Adolf Hitler. Nos conocimos en Viena hace un tiempo y nos dijo que si pasábamos por Múnich no dudáramos en hacerle una visita.

—¡Qué extraño! —dijo la mujer frunciendo el ceño.

—¿Por qué señora? —preguntó Hércules, temiendo que la mujer cerrara la puerta en cualquier momento.

—El sr. Hitler hace más de diez días que no utiliza su habitación. No nos avisó de que se iba a ausentar y ahora ustedes vienen buscándole.

—¿No está? ¿Y sabe dónde podríamos encontrarle?

—No sé decirles. El sr. Hitler no tiene muchos amigos en la ciudad. De hecho, apenas sale de su habitación.

—Es que es urgente que demos con él, tenemos algo muy importante que comunicarle.

—Prueben en la cervecería Sterneckerbráu o en la Alte Rosenbad. No se me ocurre otro sitio donde pueda encontrarse.

—Gracias señora, pero le tenemos que pedir un último favor — dijo Hércules intentando aprovechar todos sus encantos latinos.

—¿Ustedes dirán?

—¿Podríamos ver la habitación de Hitler?

—Eso es del todo imposible —dijo la señora Popp entornando la puerta.

—Es de vital importancia, el sr. Hitler tiene algo que nos pertenece y que necesitamos con toda urgencia.

—Estoy sola en casa y no puedo dejarles pasar, además debo proteger los objetos de mi inquilino. Espero que me comprendan.

—Por favor señora, sólo4 será un segundo —insistió Hércules, sacando varios billetes de la cartera. Cuando la mujer vio el dinero lo cogió rápidamente y se lo guardó en el escote.

—Cinco minutos. Ni uno más —dijo abriendo la puerta y señaló con el dedo—. Es la del fondo del pasillo.

Los hombres se movieron con rapidez. Entraron en el cuarto abuhardillado y cerraron la puerta. En la habitación apenas había unos pocos libros, una maleta vieja, algo de ropa y una pequeña libreta.

—Mire esto Hércules, parece un diario.

—Estupendo, puede sernos de utilidad, tal vez hable de su vida en Múnich.

—Señores tienen que irse —se escuchó la voz de la mujer desde el otro lado de la puerta.

Los hombres salieron del cuarto y se dirigieron directamente a la entrada.

—Muchas gracias por todo, señora Popp —dijo Hércules, tocando su sombrero con los dedos.

—De nada —dijo la mujer cerrando lentamente la puerta.

Bajaron las escaleras despacio. Las cosas se complicaban. No sería fácil encontrar a Hitler en Múnich. Hércules sacó la libreta y comenzó a hojearla impaciente.

—Es una lástima que Hitler ya no viva aquí —dijo Lincoln.

—Por lo menos tenemos esto —contestó Hércules señalando la libreta.

—¿Cree que nos proporcionará la información que necesitamos? —preguntó escéptico Lincoln.

—No lo sé. Espero que así sea. Sólo necesitamos un nombre, una dirección y comenzaremos de nuevo a tirar del hilo.

—El tiempo se agota.

—Sí, Lincoln. El tiempo se agota, pero estamos muy cerca de conseguir nuestro objetivo.

Capítulo 94

Múnich, 28 de julio de 1914

El techo estaba pintado completamente de blanco. En algunos lugares la pintura comenzaba a desconcharse y las telarañas crecían en las esquinas, pero la chimenea le mantenía caliente y la biblioteca de von Liebenfelds le servía de entretenimiento. Llevaba diez días sin salir a la calle. Aquel enclaustramiento le molestaba, pero era mejor que permaneciese a buen recaudo hasta que la guerra estallase. Él siempre había pasado largas temporadas recluido sin salir de casa, aunque siempre había sido de forma voluntaria y había dedicado su tiempo a leer catorce o dieciséis horas seguidas, buscando en los libros una vía de escape y, sobre todo, un camino a seguir. En aquellos años había leído de casi todo. Libros de historia sobre la Antigua Roma, de historia de las religiones orientales, sobre la práctica del yoga, el ocultismo, las técnicas de hipnosis, astrología e historia de Alemania. Años antes pasaba las horas muertas en las bibliotecas públicas de Viena o en las incómodas y pequeñas habitaciones donde se veía obligado a mal vivir, creando un mundo de fantasía que le sacara del hastío. Le interesaba todo lo relacionado con el pasado y con la trascendencia. Aunque su fe infantil en la Iglesia había desaparecido, él sabía que el mundo se movía gracias a fuerzas ocultas inexplicables.

Dejó la taza de té en la mesita y ojeó el volumen encuadernado en rojo de las obras de Nietzsche, uno de sus autores favoritos. Aquel renegado hijo de pastor luterano había llegado al corazón mismo de la verdad. El cristianismo era un cáncer que carcomía lo mejor del pueblo alemán y su genio.

Hitler no se consideraba un intelectual, de hecho odiaba a los intelectuales. Pensaba que no poseían la facultad de distinguir entre lo útil y lo inútil de un libro. Para él la lectura no era un fin en sí misma, sino el medio para llegar a ese fin. La lectura no podía ser una mezcla confusa de nociones caóticas, tan sólo servía para reforzar las ideas propias y armar mejor la mente frente a las ajenas.

Tomó de nuevo el periódico y leyó brevemente la noticia sobre la declaración de guerra. Al final el viejo carcamal Francisco José se había decidido, pensó. Aún quedaba algo de sangre aria en la caduca familia imperial de los Habsburgo.

Capítulo 95

Múnich, 29 de julio de 1914

Hércules y Lincoln no durmieron nada aquella noche. Leyeron durante horas el diario de Adolf Hitler, buscando una pista que les llevara hasta su paradero actual. La vida en Viena de Hitler había sido dura. Un joven pretencioso de provincias, con aires de grandeza y con la obsesión de convertirse en pintor o arquitecto, no había tardado mucho en estrellarse contra la terrible realidad de las inhumanas calles de la capital de Austria.

Hércules y Lincoln leyeron con atención las desventuras de aquel joven soñador en Viena. Después de dejar la habitación que compartía con su amigo Kubizek en el verano de 1909, tuvo que dormir en los bancos de los parques de la ciudad durante varias noches. Unos días después consiguió una cama en un albergue al lado de la estación de Meidling. Al terminar el año, un andrajoso Hitler logró una plaza en la residencia de varones en la calle Meldemann.

Al parecer su único amigo y compañero en aquellos días fue un bohemio llamado Reinhold Hanisch, que tras conocer la habilidad de Hitler para pintar le había propuesto comprar el material necesario y vender paisajes de la ciudad a los numerosos visitantes de la Viena imperial.

Las anotaciones del libro eran discontinuas y caóticas. A veces, Hitler escribía las impresiones sobre la lectura de un libro, después pasaba semanas, e incluso meses sin ninguna anotación nueva. Una de las cosas que les llamó la atención fue la importancia que el joven Hitler le había dado a una película que ellos no habían visto. Al parecer se titulaba El túnel y trataba sobre los problemas sociales y la lucha de clases. El joven austríaco no se quedó impresionado por las referencias revolucionarias ni por las injusticias sociales que denunciaba la película, pero le impactó enormemente la escena en la que un líder obrero levantaba a las masas contra los industriales. En su agenda escribió una larga diatriba sobre el poder de la palabra y la docilidad de las masas.

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