El mesías ario (34 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

—Sí, majestad.

—Es nuestra oportunidad de extender nuestras fronteras hacia el norte y hacia el sur y, sobre todo, conseguir mejores colonias en África y Asia. Mire general, hemos llegado tarde a casi todos los sitios, no se preocupe, esta vez llegaremos a tiempo.

—Eso espero, majestad.

Capítulo 85

Viena, 15 de julio de 1914

El tranvía se detuvo en una avenida gris de árboles pelados y secos. Caminaron en silencio hasta la pensión, pero cuando estuvieron enfrente del edificio viejo, con la pintura desconchada de las paredes, los tres opinaron que aquel lugar era en el que un joven austríaco, vulgar y corriente, podía esconderse y pasar desapercibido, como uno de los miles de jóvenes que dejaban la tranquila y asfixiante monotonía de sus pueblos buscando un futuro mejor en la ciudad, pero pronto se estrellaban con la dura realidad de la cosmopolita y exclusivista Viena.

Ascendieron la escalera oscura. Olía a humedad y al extraño aroma que toma la pobreza en las cosas viejas. Llamaron a la puerta. Al poco rato, les abrió una mujer gorda, con las mejillas encendidas y el cabello mal recogido en una maraña de pelos morenos, grises y blancos. Se limpió las manos en un delantal sucio y, con un gesto les preguntó qué querían.

—Buscamos al sr. Kubizek —dijo el pequeño sr. Leonding.

—El sr. Kubizek no se encuentra.

—¿Dónde está? ¿Cuándo regresará? —preguntó impaciente Hércules.

La mujer miró de arriba abajo al español y al americano de color y terminó por dirigirse al sr. Leonding, ignorando a los dos agentes.

—El joven Kubizek no tardará mucho en regresar. A estas horas suele encontrarse en casa aporreando el piano. No entiendo por qué le gusta tanto torturarnos con ese horrible aparato, pero me da pena. Está tan sólo.

—Entonces ¿regresará en breve? —dijo el sr. Leonding.

—No tardará. Cuando se retrasa es que ha ido a tomar una cerveza aquí abajo. Los hombres necesitan su tiempo de descanso, ¿no cree?

—Naturalmente señora, muchas gracias por su ayuda.

—A usted, caballero.

La mujer miró de reojo a los dos extranjeros y cerró la puerta de un portazo. Los tres hombres bajaron las escaleras y entraron en la cervecería de la esquina. A ninguno se le había ocurrido preguntar cuál era el aspecto de Kubizek. Sabían que se trataba de un hombre joven, pero desconocían su aspecto físico. Afortunadamente la cervecería se encontraba semivacía. Todos los clientes eran tres ancianos que charlaban acaloradamente en una mesa, un par de tipos solitarios bebiendo cerveza y dos obreros que comían unas salchichas grasientas. En un rincón un joven vestido con un traje que en otro tiempo debió ser de buena calidad, leía un libro mientras daba sorbos cortos a una gran jarra de cerveza. Se acercaron hasta él y le saludaron.

—¿Es usted el sr. Kubizek? —preguntó el sr. Leonding.

—¿Por qué me buscan? He devuelto hasta el último marco, en unas semanas reuniré el resto —contestó recostándose para atrás.

—No le buscamos por eso —dijo el hombrecillo—. Necesitamos que nos ayude a localizar a un viejo amigo suyo, precisamos encontrarle cuanto antes.

—¿Un amigo? —preguntó Kubizek como si desconociera el significado de esa palabra.

—Sí, alguien que usted conoce muy bien.

—Le podemos pagar unos honorarios por la información —dijo Lincoln. El sr. Leonding miró al norteamericano y le pidió que le dejase hablar a él.

Los tres hombres se sentaron y pidieron cerveza. Esperaron a que la camarera les sirviera unas grandes jarras de cristal y el sr. Leonding empezó a interrogar al joven.

—¿Conoce al sr. Schicklgruber?

El hombre le miró muy serio, como si no quisiese hablar de su amigo, pero al final dio un trago largo a su cerveza y se limpió la boca con la manga, sonrió y dijo:

—¿El sr. Schicklgruber?

—¿Por qué se ríe? —preguntó Hércules.

—Realmente mi amigo no se llama así. Bueno, por lo menos no se llama exactamente así.

—Y, ¿Cómo se llama?

—Adolf Hitler.

—¿Por qué usa otro nombre?

—Hace más o menos un año abandonó Viena y se refugió en Alemania, porque el Ejército le requería para cumplir el servicio militar.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Hace unos días vino a verme. Parecía muy cambiado —dijo Kubizek como si le molestase la buena fortuna de su amigo.

—Entonces su verdadero nombre es Adolf Hitler—dijo Hércules.

—Si, señores. Hijo de Alois Hitler y Clara Schicklgruber.

—¿Desde cuándo le conoce? —preguntó Lincoln.

—Desde siempre, nos conocimos de niños en Linz.

—Entonces lo sabe todo de él —dijo Hércules.

Kubizek notó que un escalofrió le recorría la espalda, la misma sensación que unos días antes cuando Adolf apareció en la puerta de su habitación. Después de casi un año sin tener noticias de su amigo, creía que se había liberado de él para siempre, pero estaba equivocado, nunca podías librarte de alguien como Adolf Hitler. A menos que él quisiera librarse de ti.

Capítulo 86

La cervecería comenzó a llenarse. Los empleados de oficina terminaban su larga jornada y preferían pasar unas horas en compañía de sus compañeros de trabajo antes de regresar a sus tristes y grises casas de los suburbios. El murmullo se acrecentaba a medida que la cerveza surtía su efecto y muchos de los tildados funcionarios se achispaban contando chistes verdes o cantando canciones de sus lugares de procedencia. En aquella zona sólo vivían austríacos de extracción humilde, pero los checos, eslovenos y otras minorías no eran bienvenidos. Por eso, cada vez los borrachos patriotas austríacos miraban al extraño grupo de la mesa del fondo. Un negro, un tipo con aspecto latino, un enano y un austríaco hablando juntos. Lanzaban miradas de desprecio sobre ellos. Lincoln cruzó sus ojos con un par de parroquianos, pero al final optó por girarse y ponerse de lado, atendiendo a las palabras del joven Kubizek.

—Entonces, su verdadera identidad es Adolf Hitler, hijo de un funcionario de aduanas —dijo Hércules.

—Exacto —dijo Kubizek.

—¿Cuándo nació?

—El 20 de abril de 1889.

—Entonces tiene unos 25 años —dijo Lincoln.

—Sí.

—¿A qué se dedica?

—Es difícil de determinar. Normalmente vive de lo poco que obtiene con sus cuadros.

—¿Es artista? —preguntó sorprendido Lincoln.

—Sí.

—Por favor, cuéntenos algo más de su familia —dijo el sr. Leonding.

El joven agarró su barbilla con la mano y puso un gesto de disgusto, como si prefiriera no recordar la vida de su amigo. Hércules observó que se había acabado la cerveza y pidió otra ronda. Kubizek bebió un poco más y comenzó a desinhibirse. Hablar de su amigo Adolfo también podía ser liberador, llevaba años observándole y temiendo que sus sueños de grandeza se hicieran realidad algún día.

—El señor don Alois Hitler era un hombre áspero, de los rudos austríacos de la región Waldviertel, al norte del Danubio. Una tierra dura, de espesos bosques y muy poco poblada. La gente de allí es reservada y franca, no les gustan las florituras ni los convencionalismos sociales.

—Entiendo.

—Los Hitler provenían de una familia de molineros. Su abuelo Johann Georg Hiedler vivió en varios pueblos de la Baja Austria hasta que se casó con María Ana Schicklguber.

—Entonces Adolfo Hitler no usó el apellido de su madre, si no el de su abuela —apuntó Lincoln.

—Es cierto —dijo Hércules.

—Disculpen, ¿dije el de su madre? No, era el apellido de su abuela el que estaba utilizando últimamente.

—Continúe, por favor.

—Al parecer María Ana estaba embarazada cuando conoció a Johann y éste se casó con ella, pero no reconoció nunca al hijo que nació poco después, de hecho Alois, el padre de Adolfo, llevó el apellido de su madre hasta los cuarenta años. Pero Johann no sólo no reconoció al hijo de su esposa, además se lo mandó a su hermano Nepomuk para que lo criase él. No quería saber nada del crío.

—Entonces el padre de Adolf Hitler era un hijo ilegítimo.

—Al parecer así era, pero hay una oscura historia que la familia siempre ha intentado ocultar —dijo Kubizek.

—¿Referente a qué? —preguntó Lincoln.

—Referente al verdadero padre de Alois —contestó Kubizek.

—¿Quién era su verdadero padre? —dijo Hércules apoyándose en la mesa.

—Su verdadero padre, según se rumoreaba en Linz, era un noble judío al que su madre había servido de criada. Una vez en la escuela cuando éramos unos críos, uno de los compañeros llamó a Adolfo sucio judío hijo de bastardo. Este se puso hecho una fiera, se abalanzó sobre él y le dio una soberana paliza.

—Defendía su honor —dijo el sr. Leonding que había permanecido callado un buen rato.

—Pero hay otras cosas oscuras en su familia. Ya saben, vivíamos en un pueblo y a la gente le gusta meterse en la vida de los demás.

—¿Otras cosas oscuras, de que tipo? —preguntó Lincoln, que desde el principio de la conversación apuntaba todos los detalles en una vieja libreta.

—Al parecer, Alois, el padre de Adolfo, se había casado tres veces. La primera con una tal Anna Glass, una mujer mucho mayor que él. No duraron mucho juntos, se separaron, pero al poco tiempo ella falleció. Después se casó con una camarera llamada Franziska Maztelberger, con la que tuvo un hijo antes de casarse y otro poco después de la boda, pero su segunda mujer también murió enseguida. Su tercera mujer se llamaba Clara, era mucho más joven que él, con ella tuvo a Adolfo.

—Yo no veo nada escandaloso, simplemente Alois no tuvo mucha suerte con sus mujeres —dijo Hércules.

—No, lo escandaloso fue lo de su último matrimonio. Además de que Alois sacaba más de veintitrés años a su mujer...

—Tampoco es tan anormal la diferencia de edad entre un hombre y una mujer —apuntó el sr. Leonding interrumpiendo a Kubizek.

—Déjeme terminar. Clara era de Sptal, el mismo pueblo en el que se crió Alois. Durante años ocultaron a todo el mundo que eran primos segundos. Pero lo realmente escandaloso es que Clara vivió con el matrimonio Hitler cuando estaba todavía viva su segunda mujer.

—No veo dónde nos lleva todo esto, Hércules. Son cotilleos sin importancia.

—Hay un dato significativo, su parentesco familiar, apúntelo, ya hablaremos luego de ello. ¿Dónde se educó Adolfo y cual era la relación con su padre?

—Alois y Clara tuvieron tres hijos, pero los dos primeros, un niño y una niña murieron de pequeños. Al parecer Clara, temiendo que le pasara lo mismo a su tercer hijo acudió a una curandera. Ella creía que le habían echado mal de ojo y que por eso todos sus hijos morían repentinamente.

—¿Quién le contó todo esto, Adolfo? —preguntó sorprendido el sr. Leonding por la cantidad de detalles que conocía Kubizek de su amigo.

—Algunas cosas eran rumores que circulaban por el pueblo, pero este dato me lo contó el propio Adolfo —refunfuñó Kubizek molesto porque dudaran de su información.

—Por favor, prosiga —dijo Hércules, mientras con un gesto le pedía al sr. Leonding que no interrumpiera más al joven.

—Según le contó su madre Clara años más tarde a Adolfo, la curandera, muy nerviosa, miró asustada al bebé y le dijo que no se preocupara, que aquel niño no moriría hasta que cumpliera su misión. Que un espíritu muy poderoso le protegía desde su nacimiento. ¿No les parece extraño?

—Tan sólo son supersticiones austríacas —dijo el sr. Leonding.

—¿Pero no le explicó que misión tenía que realizar ni por qué ese espíritu le protegía? —preguntó Lincoln, que como fervoroso cristiano creía en el mundo espiritual.

Adolfo me lo contó cuando éramos adolescentes y luego me lo repitió muchas veces. La curandera no le indicó nada más a su madre, pero Adolfo se creía un elegido, alguien predestinado a hacer grandes cosas.

—Parece que se llevaba muy bien con su madre Clara, pero ¿cómo era su relación con su padre?

—Muy mala. Alois era un hombre rudo, malhumorado y violento. Adolfo venía muchas veces al colegio con un ojo morado o con cardenales en los brazos.

—¿La relación no mejoró con el tiempo? —dijo Hércules.

—No, más bien empeoró.

—¿Dónde estudio Adolfo? —preguntó Lincoln.

—Cuando cumplió los once años y dejó la escuela, sus padres le matricularon en la Linz Realschule, una escuela secundaria especializada en carreras técnicas y comerciales. Pero no aguantó mucho allí, no era muy buen estudiante y se peleaba con todos sus compañeros.

—Entonces, sus padres tenían recursos económicos para facilitarle una educación —dijo Lincoln.

—Sí, podían permitirse vivir en una casita a las afueras de Linz y ofrecer a su hijo una buena educación, pero a Adolfo le costaba adaptarse. Después de cuatro años de malas notas, sus padres le enviaron a la Escuela Steyr, para que terminase sus estudios. Entonces fue cuando Adolfo se planteó ser artista y su casa se convirtió en un infierno —dijo Kubizek mirando al fondo de su vacía jarra de cerveza.

El humo comenzó a cargar la atmósfera del local. La vida del joven Adolf Hitler no se diferenciaba mucho de la de otros muchos, pero Hércules, a medida que conocía más la vida del hombre que estaba buscando desesperadamente, experimentaba una inquietud difícil de explicar. Por un lado le molestaba conocer más sobre él. Prefería que fuera sólo una referencia, un ser anónimo dañino al que había que eliminar; por el otro sentía algo oscuro en la vida de aquel joven austríaco, una sombra que todavía no se había disipado por completo. Lincoln apuntaba todos los datos mientras su amigo le traducía las palabras de Kubizek, apenas tenía tiempo para escribir y reflexionar un poco en todo el asunto, aunque la idea de estar persiguiendo a un tipo diabólico le inquietaba. El mal podía tomar muchas formas, pero cuando se encarnaba en una sola persona, algo terrible estaba a punto de suceder.

Capítulo 87

Múnich, 15 de julio de 1914

Poco antes de que el reloj del ayuntamiento diera las doce de la noche, las calles de Múnich estaban completamente desiertas. En la ciudad no se veía la actividad militar de Viena, pero el número de jóvenes que se acercaba de los pueblos de alrededor iba en aumento. Su mentor von Liebenfelds le había prohibido que se presentara voluntario, pero Adolfo quería enrolarse cuanto antes en el Ejército y demostrar su heroísmo. ¿Qué clase de alemán podía ser, si se escondía como una rata mientras otros corrían a alistarse? Adolfo caminó durante media hora hasta llegar a su pensión. Abrió la puerta del piso con su propia llave y entró en silencio para no despertar a la familia Popp. Dejó unos libros sobre la cama y empezó a desnudarse. Lo hizo deprisa, odiaba ver desnudo aquel cuerpo pálido, fofo y débil. Le parecía la peor de las prisiones. Tener que comer, beber e incluso dormir eran para él una condena. En otras épocas se había dejado llevar por su naturaleza animal; holgazaneando por la ciudad o simplemente no levantándose de la cama durante días enteros. Pero todo eso se había acabado, ahora era un hombre nuevo, un superhombre. Colocó su ropa ordenadamente sobre la silla y encendió una pequeña lámpara de lectura. La treintena de libros que tenía apilados al lado de la cama estaban completamente desgastados. Algunos los había releído más de cien veces. Se tumbó en la cama y abrió uno de ellos, pero enseguida su mente fue dando saltos de una idea a otra.

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