En muchas anotaciones Hitler escribía sobre su desprecio hacia los obreros, a los que consideraba inferiores y en otras expresaba su antipatía por los universitarios y los nobles. Hércules y Lincoln descubrieron en aquellas páginas a un hombre carcomido por el odio y el resentimiento. Frustrado en sus sueños de grandeza y confundido por una vida que le negaba todo lo que había tenido en la infancia: una vida segura y cómoda.
En las últimas páginas comentaba su descubrimiento de la revista Ostara. Su primera visita a la librería de Ernst Pretzsche y su introducción en el Círculo Ario, que desde el primer momento le ayudó económicamente, y lo que era más importante, le dio un objetivo por el que vivir.
Las descripciones de las reuniones del Círculo Ario eran espeluznantes: ritos satánicos, sesiones de espiritismo, fiestas orgiásticas en honor a divinidades germánicas. Hitler describía todo aquello con gran lujo de detalles y mostraba las impresiones de un joven de veinte años, un provinciano mojigato, sorprendido por la sensualidad y efectismo del grupo liderado por von List.
Afortunadamente sus últimos comentarios hablaban de su primer viaje a Múnich y les daba el nombre que necesitaban. El archiconocido polemista von Liebenfelds, según decía el diario, era el líder del Círculo Ario en Múnich. Si alguien conocía el paradero de Adolf Hitler en la ciudad, sin duda era el misterioso von Liebenfelds.
Múnich, 29 de julio de 1914
Tomaron un café en uno de los locales de la Residenztrasse en una de las confiterías más exclusivas de la ciudad. Hércules y Lincoln explicaron por encima a sus amigos los últimos años de Hitler en Viena, sus contactos con el Círculo Ario y su relación en Múnich con el polemista von Liebenfelds. Aquella mañana, mientras Alicia y Ericeira dormían, ellos habían encontrado la dirección de von Liebenfelds y pensaban presentarse en su casa y sacarle información aunque tuvieran que hacerlo a la fuerza.
—No creo que sea tan sencillo —dijo Ericeira molesto. Lincoln y Hércules formaban un buen equipo, pero en algunos momentos le parecían recalcitrantes por su prepotencia.
—No se enfade, sr. Ericeira. Como comprenderá, no podemos informarle de cada paso que damos. Disponemos de poco tiempo y es mejor que nos mantengamos unidos y actuemos con celeridad.
—¿Ustedes creen que von Liebenfelds no estará protegido? Seguramente ya se han enterado de nuestra incursión en la casa del sastre Popp y nos estarán buscando por todo Múnich.
—Por eso debemos actuar cuanto antes. Seguramente piensen que aprovecharemos la noche para visitarles, pero lo haremos ahora mismo a plena luz del día —dijo Hércules levantándose de la silla.
Los cuatro abandonaron la confitería y caminaron hacia la Sendlingerstrasse. Tardaron algo menos de media hora en llegar. El edificio era de tres plantas y por el exterior parecía un simple bloque de apartamentos pero la entrada se dividía entre el acceso a las plantas superiores y un patio interior con pequeñas viviendas rodeadas de árboles y flores. Una escalinata llevaba hasta la casa de von Liebenfelds. No había ni rastro de vigilantes y el patio estaba vacío y tranquilo. Hércules hizo un gesto a Lincoln para que abriese la puerta y unos segundos más tarde accedieron a un hall pequeño iluminado por una vidriera en la que podía observarse a un caballero teutónico cabalgando con una espada en la mano. Alicia y Ericeira registraron la primera planta, mientras Hércules y Lincoln revisaban la segunda.
En la planta superior había tres puertas. Las dos primeras daban a habitaciones amplias, ordenadas y luminosas. La tercera era un estudio pequeño y oscuro. Encendieron la luz y observaron el exiguo espacio repleto de papeles y libros apilados contra las paredes. Apenas había un minúsculo paso que dejaba acceder a una silla y una mesa repleta de cuadernos y libros.
Un grito les alertó. Procedía de abajo. Hércules sacó su arma y los dos agentes corrieron para ver que sucedía. Cuando entraron en el salón contemplaron una escena desagradable. Ericeira estaba tendido en el suelo muerto o inconsciente. A su lado, un hombre agarraba a Alicia por la espalda y la apuntaba con una pistola.
—Mis queridos amigos.
Los dos hombres se miraron sorprendidos sin dejar de apuntar hacia el hombre que sostenía a la mujer.
—Profesor von Herder. ¿Qué hace? Suelte a Alicia inmediatamente.
—Yo soy el que da las órdenes ahora. Tiren sus armas al suelo. ¡Vamos!
El profesor von Herder no parecía el joven esmirriado e inseguro que habían conocido en la Universidad de Colonia unas semanas antes. Su mirada de odio a través de sus gafas redondas infundía respeto y temor. Alicia parecía muy alterada, sollozaba mientras el profesor Herder la zarandeaba de un lado para el otro. Los dos agentes tiraron sus armas y el hombre les hizo un gesto para que se alejasen.
—No intenten nada o la mataré. Estimado von Liebenfelds, ya puede salir.
De la pared de debajo de la escalera se abrió una puerta disimulada y salió un hombre rechoncho, muy mal vestido y calvo.
—Muy bien, profesor. No olvidaré nunca su ayuda. Pero por favor, tomen asiento. No crean que los arios no somos gente civilizada.
El profesor von Herder empujó a Alicia hacia uno de los sillones y los dos agentes se sentaron en el más grande. Su anfitrión von Liebenfelds, recogió las pistolas del suelo y guardándolas en un cajón se dirigió a un amplio sofá individual.
—Bueno todo esto sólo era cuestión de tiempo. Nos ha costado que vinieran a hacernos una visita pero ya están aquí. Espero que hayan disfrutado de la hospitalidad bávara.
—¿A esto llaman hospitalidad por aquí? —dijo irónico Hércules.
—Yo no soy bávaro, querido amigo, soy vienés.
—Por favor, von Liebenfelds, permítame que atienda al sr. Ericeira —dijo Alicia intentando aguantar las lágrimas.
—No señorita, tan sólo ha perdido el conocimiento, en unos minutos volverá en sí—dijo von Herder.
—Pero, profesor von Herder, ¿Cómo se ha mezclado con esta gente? —dijo Hércules sorprendido.
—Cuando llegaron a Colonia vimos la oportunidad de utilizarles para recuperar el libro de las profecías de Artabán. El archiduque estaba convencido de que élera el hombre de las profecías, por eso se quedó con el manuscrito después de que yo lo descubriera en la catedral de Colonia. Pero al final ese pretencioso Habsburgo recibió su merecido, nosotros mismos lo hubiéramos matado, pero la Mano Negra se nos adelantó.
Lincoln no salía de su asombro, el Círculo Ario se extendía como la peste por la sociedad alemana, dentro de poco, cuando fuera más fuerte, nadie podría resistir su poder.
—Creo que están buscando a un amigo común —dijo von Liebenfelds interrumpiendo al profesor.
—Me temo que ha acertado, aunque yo no diría que el sr. Hitler es nuestro amigo —contestó Hércules.
—Su tiempo se acaba, señores. En unas horas se cumplirán las profecías y después de la guerra, un nuevo Reich dominará el mundo —dijo von Liebenfelds.
—Nosotros haremos todo lo posible para impedirlo —contestó Lincoln furioso.
—¿Ustedes? Un seudo humano negro, un latino bravucón, un portugués inútil y una mujer. No sea patético. Nadie puede detener lo que está escrito desde hace más de dos mil años.
—Un judío, encarcelado y asesinado hace dos mil años construyó la fuerza más poderosa de todos los tiempos, el cristianismo. Imagino que los romanos no debieron pensar que aquel nazareno era un peligro para el Imperio.
—Aquel judío incubó una enfermedad en la humanidad que nosotros vamos a eliminar para siempre.
—¿Qué enfermedad, von Liebenfelds? —dijo enfurecido Lincoln—. El amor a los enemigos, la caridad, el perdón, la misericordia.
—Todas esas debilidades están impuestas por el invento más terrible de los judíos, la conciencia.
—La conciencia es lo que impide que gente como usted triunfe —dijo Hércules.
—Veo que desconocen por completo la Verdad, pero no se preocupen tenemos tiempo para enseñársela antes de eliminarles —contestó von Liebenfelds sonriente.
Múnich, 30 de julio de 1914
Cuando Ericeira recuperó el conocimiento notó una mano que le acariciaba la frente. Tenía la cabeza apoyada sobre las piernas de Alicia y a su lado Hércules y Lincoln, compartían un espacio exiguo. Una bombilla apenas iluminaba los cuatro metros cuadrados de la habitación. Un fuerte dolor en la nuca le hizo recordar qué había pasado y porqué estaba allí.
—¿Llevo mucho tiempo inconsciente? —preguntó el portugués incorporándose un poco.
—Nos han quitado los relojes, pero debemos llevar encerrados más de doce horas —dijo Lincoln.
—Entonces afuera será de noche —dijo Ericeira.
—Sí, tal vez ya todo esté perdido. Si Alemania ha declarado la guerra a Rusia todo nuestra esfuerzo habrá sido en vano —dijo Hércules poniéndose en pie.
—¿Han intentado abrir la puerta? —preguntó Ericeira.
—Lincoln la ha forzado durante horas, pero ha sido inútil. La cerradura es muy fuerte y la puerta parece de hierro.
—Bueno, no nos tendrán aquí para siempre —dijo Alicia visiblemente agotada.
—Yo creo que intentan matarnos de hambre. No han traído nada de comida en todo el día —dijo Lincoln.
—Pero, ¿cómo puede pensar en comida en un momento como éste? —preguntó Alicia sorprendida.
—Necesitamos recuperar fuerzas y no tenemos otra cosa que hacer aquí dentro.
—Hay algo que ellos no han encontrado —dijo el portugués levantándose el pantalón y sacando un pequeño cuchillo.
—Eso nos vendrá bien. Lincoln, porqué no intenta usar el cuchillo para abrir la puerta.
Lincoln se levantó y Hércules tiró del cable de la bombilla enfocando mejor la puerta, después de unos minutos desistieron de nuevo. El tiempo avanzaba rápidamente mientras que la esperanza de encontrar a Hitler y eliminarle se esfumaba, mientras ellos tenían que conformarse con pasar sus últimas horas encerrados en un cuarto oscuro esperando la muerte.
Berlín, 30 de julio de 1914
—El bombardeo de Belgrado no ha servido para nada. Los serbios no han capitulado —dijo el oficial de enlace.
—Lo sé —contestó seco el káiser.
—Austria ha ordenado la movilización general. Miles de hombres están de camino hacia Serbia. La situación no puede ser más tensa.
El káiser parecía distraído. La guerra había comenzado por fin. Los austríacos les habían informado de sus planes de invadir Serbia y desde allí pretendían lanzar un ataque contra Rusia. La guerra no se limitaría a una acción de castigo contra los serbios, como al principio habían pensado.
—Rusia también ha ordenado la movilización general, según nos han informado los servicios secretos.
—Hay que contactar con Moscú —dijo el káiser volviendo en sí—. Diga al general Moltke que redacte el ultimátum.
El oficial abandonó el despacho y el káiser se levantó del escritorio y comenzó a caminar de un lado para el otro. A los pocos minutos el general Moltke entró sin llamar.
—Majestad, el ultimátum —dijo extendiendo el documento.
El káiser lo leyó despacio e hizo algunas sugerencias para modificar el texto.
—Majestad, ¿quiere que ordenemos la movilización general?
—¡No! Ya diré yo cuando hay que ordenar la movilización general.
El general nunca había visto tan irritable al káiser. Apuntó los cambios en el borrador y se dirigió hacia la puerta.
—Moltke.
—Majestad.
—¿Cuánto tiempo necesitamos para organizar la movilización general? —preguntó el káiser.
—Veinticuatro horas. Algunas de nuestras tropas ya han sido movilizadas, pero no son suficientes.
—No envíen hasta mañana a primera hora el ultimátum —ordenó el káiser a sus asistentes.
—Pero, majestad. Estamos perdiendo un tiempo precioso.
—En la guerra como en la vida hay que buscar el momento adecuado. Retírese general. Ustedes también pueden marcharse. Necesito estar sólo —ordenó el káiser.
Cuando la puerta se cerró el káiser abandonó su pose autoritaria y se sentó en la silla. Sentía miedo de equivocarse y de que sus errores produjeran un baño de sangre. ¿Cómo habría actuado en su lugar el viejo mariscal Bismarck?, se preguntó mientras miraba el mapa de Europa que había encima del escritorio.
Múnich, 30 de julio de 1914
Una voz desde el otro lado de la puerta les ordenó que retrocediesen y se pusieran pegados a la pared. Un sonido de llaves se escuchó y la puerta cedió hacia dentro. Los cuatro miraron la cara de von Herder en mitad de la penumbra del cuarto y se sintieron aliviados. Llevaban más de veinticuatro horas encerrados y no aguantaban más. No habían comido nada y el olor del cuarto y la falta de oxigeno se hacían insoportables.
—Espero que al menos se les hayan bajado un poco los humos.
Salieron al salón. Allí, von Liebenfelds les esperaba sentado cómodamente mientras degustaba un buen trozo de carne con las manos.
—Discúlpenme. Me imagino que tendrán hambre, verdad. Por desgracia no había previsto su estancia y no tengo comida para ustedes —dijo von Liebenfelds recreándose en la cara de hambre de sus prisioneros—. Lo entienden ahora, ¿verdad? Una raza superior siempre termina triunfante frente a otras razas inferiores. Entonces las razas inferiores simplemente desaparecen. El más fuerte sobrevive. ¿No han leído el libro de Charles Darwin?
—Charles Darwin no habla de eso en su libro —contestó secamente Hércules.
—No, es cierto pero se infiere de su teoría evolutiva. Sólo los más fuertes se adaptan y sobreviven.
—¿Y ustedes son los más fuertes? —dijo Hércules.
—Eso parece. ¿No cree?
Se sentaron en los sillones y observaron la cena de von Liebenfelds. La grasa le corría por la barbilla y tenía su servilleta blanca anudada al cuello llena de restos de carne.
—Me imagino que a estas alturas conocerán la verdadera historia del cuarto Rey Mago. La tradición católica adoptó en parte la leyenda de Artabán pero la usó a su conveniencia. Era mejor que el Rey Mago Ario fuera bueno, justo y virtuoso, que un hombre decidido a negar a Cristo, a un Cristo débil, de origen judío y con la absurda misión de morir en una cruz.
—Algunos llaman debilidad a lo que realmente es fuerza. Es mucho más difícil dejarse morir pudiendo evitarlo que morir matando. La cruz significaba negación y entrega por los demás —contestó Lincoln enfurecido.