El mesías ario (30 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

—¿Actuamos ya? —preguntó impaciente Hércules.

—Todavía no. Hay que esperar a que se la entreguen.

—Y, ¿cómo sabremos que es ella? Los secuestradores pueden intentar engañarnos.

—Esperemos que no.

Uno de los hombres le entregó un paquete al secuestrador y éste lo examinó tranquilamente. Entonces Hércules y Lincoln observaron un extraño movimiento justo detrás del banco en donde se estaba desarrollando la escena. Lincoln hizo un gesto a Hércules y se acercaron sigilosamente a los dos secuestradores que se encontraban a punto de atacar a sus suplantadores. Les cogieron por la espalda y con un cuchillo les rebanaron el cuello. Los dos secuestradores cayeron sobre la hierba sin hacer ruido. Mientras, los otros dos secuestradores dejaron a la chica y comenzaron a alejarse sin dar la espalada. De repente, de la nada salieron más hombres embozados que se habían ocultado y encañonaron desde el otro lado a los dos hombres y a la mujer. Hércules y Lincoln salieron de los arbustos y dispararon sobre ellos, el fuego cruzado derribó a uno de los secuestradores y a los dos suplantadores. La mujer se agachó, pero dos de los secuestradores se lanzaron sobre ella y la arrastraron a un lado. Lincoln y Hércules no se atrevieron a dispararles. Además desde el otro lado, el otro secuestrador les disparaba sin parar.

—¡Se escapan! —dijo Hércules señalando a los dos hombres que habían vuelto a agarrar a la chica.

Lincoln comenzó a correr tras ellos. Escuchó el silbido de varias balas, pero continuó acercándose a los dos hombres. De repente notó un dolor intenso en una de las piernas y cayó al suelo.

—¿Está bien, Lincoln?

El agente se retorcía de dolor. Intentó ponerse en pie, pero no podía. Los dos secuestradores se alejaban cada vez más y Hércules tenía que cubrir a Lincoln o el otro secuestrador lo remataría en el suelo. Al final, su plan había resultado ser un completo desastre. No sólo no iban a recuperar a Alicia, sino que también iban a perder el manuscrito, lo único que impedía que el Círculo Ario realizara sus planes y se deshiciera de la chica.

Cuando los dos secuestradores estaban a punto de abandonar la placita arrastrando a la mujer a la fuerza. Una sombra apareció delante de ellos y los disparó a bocajarro. Los dos hombres cayeron muertos al instante. La sombra agarró a la mujer y la lanzó al suelo, corriendo después hacia Hércules sin dejar de disparar. Hércules le apuntó, pero antes de dispararle comprendió que los tiros no iban dirigidos ni a Lincoln ni a él. El único secuestrador que quedaba vivo le respondía con su pistola y había dejado de apuntar al español. Hércules se dio la vuelta y alcanzó al secuestrador. Éste soltó la pistola y salió corriendo. Cuando la sombra estuvo cerca de ellos. Guardó la pistola y se agachó para atender a Lincoln. Hércules se acercó al hombre desconocido sin dejar de apuntarle. Le miró de cerca, pero tenía la cara oculta detrás de un pañuelo negro. Entonces el hombre levantó la vista y le hincó sus ojos negros antes de decir:

—Creo que está bien, Hércules. Su amigo se recuperará.

Capítulo 74

Viena, 2 de julio de 1914

El joven sr. Schicklgruber no había dejado la ciudad, se encontraba demasiado inquieto para viajar en aquel apestoso tren de mercancías. Tampoco había regresado a su habitación en la pensión; si alguien le buscaba sin duda lo haría allí. Llevaba vagando más de veinticuatro horas seguidas. Decidió ir a la librería de su viejo amigo Ernst. Cuando llegó frente a la puerta, una multitud se agolpaba alrededor del escaparate y cuatro policías formando un cordón intentaban que no se acercaran más. El joven se puso de puntillas y miró entre las cabezas. No pudo ver mucho. Tan sólo un cuerpo obeso a medio vestir sobre el suelo de la tienda y un par de policías tomando notas. El sr. Schicklgruber se alejó de la multitud y cruzó la calle. Caminó con paso ligero hasta la mansión de von List, ese era otro de los sitios que había intentado evitar. Alguien podía estar esperándole allí, pero sobre todo temía que su mentor y amigo le reprochara su falta de prudencia. La noche anterior, von List le había dicho que dejara la ciudad lo antes posible y él seguía en Viena.

Llamó a la puerta y esperó a recibir respuesta. Nadie abrió y comenzó a ponerse muy nervioso. Se apartó un poco de la entrada y miró hacia arriba. Unos segundos después la puerta se abrió y apareció la cara de von List. No tenía buen aspecto. Un ojo morado y algunos rasguños, la barba enmarañada y los ojos rojos de no haber dormido en toda la noche.

—¿Qué haces aquí? Te dije que te fueras a Múnich ayer.

—Maestro, un hombre me atacó en el tren. Fue el ruso que vino conmigo a la reunión.

El anciano miró a un lado y a otro de la calle, le cogió del brazo y le introdujo en la casa.

—En las últimas horas las cosas se han complicado. Esos entrometidos han recuperado a su amiga y se han hecho con el manuscrito de nuevo. El ruso no se dio cuenta cuando se lo robé en la reunión. Tienes que salir cuanto antes de Viena, ellos te buscan a ti.

—Pero, la ciudad está patas arriba y muchos de los trenes han sido confiscados para transportar tropas. No sé si me dejarán entrar en Alemania, soy austríaco y podrían creer las autoridades que soy un prófugo, ya sabe los problemas que he tenido por no cumplir el servicio militar en Austria.

—Tengo amigos importantes que te ayudarán a pasar la frontera. El maestro von Liebenfelds te está esperando. Tienes que salir de Austria antes de que estalle la guerra.

—Gracias, maestro —dijo el joven besando la mano de von List.

—¡No! —gritó el anciano—. Ya no soy tu maestro, ahora eres tú mi maestro. Yo no soy digno.

El anciano se arrodilló delante del joven. Éste se asustó al principio. Su maestro estaba de rodillas delante de él. Después, el anciano se levantó trabajosamente y le indicó que le siguiese. Entraron en un cuarto de baño y von List cogió una pequeña brocha para afeitado y se la tendió al joven.

—No pueden reconocerte. Tienes que afeitarte esa barba.

El joven sr. Schicklgruber cogió la brocha y se puso delante del espejo. Sus ojos azules brillaban debajo de la espesa barba negra y el pelo engominado.

—Tampoco es conveniente que sigas usando el nombre de soltera de tu abuela.

—¿Por qué? —dijo el joven empezando a enjabonarse la cara.

—Si esos entrometidos te buscan, seguirán al joven pintor Schicklgruber.

—Y, entonces.

—Será mejor que vuelvas a usar el apellido de tu padre.

— ¡De mi padre! Ya sabes que odiaba a ese funcionario mal nacido.

—Adolf Hitler. Es mucho mejor que te llames así.

El joven contempló su cara afeitada y su pequeño bigote negro. Parecía la cara casi de un adolescente, pero sus rasgos empezaban a marcarse. Frunció el ceño y escuchó la voz de von List, pero siguió mirándose en el espejo.

—Ahora eres Adolf Hitler.

Capítulo 75

Viena, 2 de julio de 1914

El salón comedor del hotel estaba completamente vacío a primera hora de la mañana. Hércules y Lincoln habían sido los primeros en bajar a desayunar. Lincoln llevaba una venda apretada alrededor del muslo y, afortunadamente la bala del día anterior había atravesado su pierna limpiamente sin dañar ningún músculo importante. Después de una noche entera de descanso, por primera vez los dos agentes se encontraban despejados. La liberación de Alicia había sido un pequeño desastre, pero la llegada del hombre enmascarado había dado la vuelta a todo el asunto.

Una pareja entró en el comedor y se dirigió hacia ellos. Alicia venía agarrada del brazo de un viejo amigo. Cuando estuvieron frente a los dos agentes, la mujer les sonrió y se sentó al lado de Lincoln. Éste miró de reojo a Alicia, pero intentó parecer indiferente.

—Bernabé me ha estado contando cómo se enteró del secuestro y por qué vino en nuestra ayuda —dijo Alicia con un tono alegre y relajado.

—El sr. Ericeira tiene que explicarnos muchas cosas —dijo Lincoln cortante.

—La verdad es que les debo una explicación —contestó sonriente el portugués.

Alicia se agarró de su brazo y apoyó la cabeza en el hombro de Ericeira.

—Cuéntales Bernabé.

—No fui del todo franco con ustedes. No me encontraron por casualidad en Lisboa y, como es evidente, no regresé a Amberes desde Colonia como les dije.

—Veo que es muy sencillo para usted mentir. ¿Por qué deberíamos de aceptar ahora sus explicaciones? ¿Cómo podemos saber que no nos está mintiendo otra vez?

—Por favor, Lincoln. Bernabé me rescató y recuperó el manuscrito, creo que le debemos algo de agradecimiento.

—¿Agradecimiento? —dijo Lincoln.

—También te protegió a ti de morir acribillado en el suelo —añadió Alicia.

Lincoln refunfuñó, hizo un gesto brusco y la pierna le dio un fuerte pinchazo. Hércules le miró divertido, los celos de su amigo le hacían gracia, aunque sentía la misma desconfianza que él por el portugués.

El camarero sirvió el desayuno y por unos momentos la conversación quedó en suspenso. Todos estaban hambrientos. Comieron en silencio, hasta que Ericeira se limpió la comisura de los labios con una servilleta y continuó explicando su extraño comportamiento.

—Cuando me vieron en Lisboa yo llevaba varios días siguiéndoles.

—¿Por qué nos seguía? —preguntó Hércules después de sorber un cargado café vienés.

—Pertenezco... por favor, esto no puede salir de esta mesa, —comenzó a decir Ericeira—a los Servicios Secretos Británicos.

—¿Un agente secreto inglés? —dijo Lincoln incrédulo—. Pero si usted es portugués.

—Es verdad que nací en Portugal hace cuarenta y tres años, pero mis padres emigraron a Inglaterra cuando era un niño.

—Entonces tampoco es noble ni comerciante —dijo Lincoln indignado.

—Mi padre era un simple camarero, pero gracias a una beca pude estudiar en Oxford, allí me reclutó el SSB, un grupo de espionaje secreto. Al ser originario de Portugal y dominar tanto el español como el portugués, me destinaron a la península como agente. Llevó tres años entre Madrid y Lisboa.

—¿Y qué tiene que ver Londres en todo este asunto? —preguntó Hércules echándose para adelante.

—Desde hace más de un año los servicios secretos británicos habían detectado a un grupo serbio-bosnio investigando algo en la península. Cuando ocurrieron las automutilaciones de los profesores, sospechamos que tenían relación con esos terroristas bosnios.

—¿Por qué iban ellos a atacar a unos profesores? Es ridículo —dijo Lincoln.

—Supimos lo del gas antes que ustedes, también conocíamos que el grupo de serbios acechaba al escritor don Ramón del Valle-Inclán. Robamos los papeles del profesor von Humboldt de la embajada de Austria.

—¿Fueron ustedes? —preguntó Lincoln.

—Humboldt había descubierto lo del libro de las profecías de Artabán. Creía que el manuscrito estaba en Lisboa, de hecho planeaba trasladarse allí cuando sucedió todo.

—¿Por qué no nos dijo nada en Lisboa y compartió su información? —pregunto Hércules.

—Ustedes desconfiaban de mí. Si les hubiera dicho que era un agente británico no me hubiesen creído.

—¿Por qué se separó de nosotros en Colonia? —dijo Lincoln.

—Cuando supe que el manuscrito no estaba en el relicario de los Reyes Magos, seguí una de las pistas de Humboldt, podía estar equivocado pero tenía que asegurarme.

—¿Qué pista? —preguntó Alicia sorprendida.

—La biblioteca de Rodolfo II en Viena.

—¿El rey que se llevó el manuscrito de España? —dijo Hércules.

—El mismo. No encontré nada en la Biblioteca. Entonces decidí ir a Sarajevo y seguir la pista del archiduque, pero el día que salía para allí me enteré del asesinato.

—¿Cómo dio con nosotros y por qué sabía lo de Alicia? —preguntó incisivo Lincoln.

—Les busqué por toda la ciudad con la esperanza de que hubieran venido aquí para encontrar el libro. Imaginé que el archiduque no se habría llevado un manuscrito tan importante de viaje, pero al parecer estaba equivocado. Cuando estaba a punto de tirar la toalla y regresar a España, me di de bruces con todo el asunto.

Lincoln se movió impaciente en la silla. No creía ni una palabra de aquel embaucador portugués. Hércules arqueó una ceja y mirando directamente a los ojos a Ericeira le dijo:

—¿Qué quiere decir con eso de que se dio de bruces?

—Tenía un informador en la policía. Le dije que en cuanto supiera algo de unos españoles en la ciudad me avisara.

—¿Simplemente el policía fue y le informó de dónde estábamos? No creo una palabra, Hércules.

—Bueno Lincoln, deje que termine.

El portugués sonrió a Lincoln y éste le miró desafiante.

—Al parecer unos españoles de viaje de novios y su criado negro habían denunciado un caso de asesinato y estaban en la comisaría declarando. Supuse que eran ustedes intentando ocultar su investigación.

Lincoln le miró indignado y señalándole con el dedo le dijo:

—Entonces ¿vio cuando nos secuestraban los serbio-bosnios y no hizo nada?

—¿Secuestrarles? Yo lo único que vi fue como les liberaban, les llevaban a una casa en las afueras y que media hora después les dejaban de nuevo en la ciudad.

—¿Tampoco fue testigo del secuestro de Alicia? Permitió que se la llevaran y ahora va de rescatador; es indignante.

—Yo no pude evitar el secuestro —dijo Ericeira enfurecido—. Estaba intentando ver qué hacían ustedes con ese anciano. Cuando salí de la casa y les seguí me extrañó que Alicia no estuviera, pero no podía imaginar que la habían secuestrado.

—¿Por qué no se dirigió a nosotros entonces? —preguntó Hércules—. Nos podría haber ayudado a rescatarla.

—A lo mejor me equivoqué, pero preferí mantenerme al margen y esperar. Si las cosas se complicaban estaba decidido a intervenir, por eso cuando observé que los secuestradores se escapaban con Alicia y el manuscrito, les ataqué.

—Lo que usted quería era quedarse con el manuscrito —le acusó Lincoln.

—Si hubiera sido así, ¿Qué me hubiera impedido rematarle a usted en el suelo, disparar por la espalda a Hércules y luego eliminar a Alicia?

—Tal vez, pensó que podíamos saber algo que usted desconocía y que todavía podíamos serle de utilidad.

—No esperaba eso de usted, Hércules.

—Nos ha engañado varias veces, ¿Por qué esta vez iba a decir la verdad?

Se produjo un silencio largo. Ericeira miró indignado a los tres y se puso en pie.

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