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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (26 page)

—Cuando pase esta guerra, el pueblo estará listo. Entonces podrás manifestarte. Pero antes tienes que seguir trabajando duro como hasta ahora. Lanz von Liebenfelds te ayudará. Él conoce el secreto de la palabra y transformará tu boca en tu mejor arma. Tienes que confiar en él.

—Maestro, pero no sé lo que tengo que hacer. ¿Cómo acontecerán todas estas cosas?

—Están escritas. Llevan escritas mucho tiempo. En cuanto termine esta ceremonia quiero que te marches de Viena.

—¿Por qué?

—No hay preguntas. Esta misma noche. No regreses a por tus cosas a la pensión, yo te las haré llegar. ¿Me has entendido?

—Sí, maestro.

—Vuelve a tu sitio.

Von List miró como el joven se alejaba. Aquel hombre era la esperanza de todo un pueblo, pensó. Levantó los brazos y comenzó a recitar los versos sagrados en sánscrito. Sus discípulos repitieron las palabras sagradas. Las mismas palabras que hacía cientos de años que los hermiones, los chamanes germanos, habían pronunciado antes de que los aguerridos guerreros se enfrentaran a las tropas romanas que atravesaron el Rin.

Capítulo 62

El coche se detuvo en una casa en medio del campo. Los serbios se apearon primero y después Hércules y sus compañeros. Los focos de los coches iluminaban la fachada de la casa y en una de las ventanas se veía luz. Los serbios les escoltaron hasta la casa y se quedaron en la puerta haciendo guardia. La entrada daba directamente a un salón pequeño, que parecía una de las dos únicas habitaciones de la fachada. En uno de los lados un viejo conocido de Hércules estaba sentado frente a una mesa. Al verles entrar apenas hizo un gesto con su cabeza para que se aproximaran. Alicia se aferró al brazo de Hércules y éste le acarició la mano. Lincoln miró al hombre sentado y se dirigió a él en tono despectivo, pero su amigo le pidió que se callara.

—A lo mejor pensaba que no volvería a verme —dijo el hombre dirigiéndose al español.

—La verdad es que no tenía intención de hacerle una visita.

—En eso tiene razón, fui yo el que acudí a usted. Esperaba que me ayudara a encontrar al príncipe Stepan y el libro. Les tuve vigilados en todo momento, pero lo que no podía ni imaginar es que, a la primera de cambio iban a llamar a la policía.

—Que plan tan sencillo. Un grupo de extranjeros neutrales recorren Viena buscando a su hombre y sus esbirros sólo tienen que esperar a que le encuentren para atraparle a él y al libro.

—Muy agudo —dijo Dimitrijevic.

—Entonces, ¿Por qué nos ha sacado de la cárcel?

Dimitrijevic se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas alrededor de sus tres prisioneros. A veces se paraba delante de alguno de ellos y les miraba detenidamente.

—No quería a tres bocazas diciéndole a la policía de Viena que la Mano Negra mató al archiduque, que los rusos colaboraron, que uno de los cómplices rusos está delante de sus propias narices y, sobre todo, que no dijeran nada acerca del libro de las profecías —dijo levantando la voz a medida que iba hablando.

—Pues creo que asaltar una comisaría no es una forma discreta de solucionar las cosas.

—No es fácil sacar a unos imbéciles del sitio donde ellos mismos se han metido sin armar algo de ruido.

—Me temo que sus métodos siempre son algo... ruidosos.

Dimitrijevic resopló. No estaba acostumbrado a que le tratasen de aquella manera. Todos temían a Apis. Hasta el Gobierno de Serbia y los propios rusos. Aquel español estaba agotando su paciencia.

—No conoce la historia de mi país. Lo que hemos sufrido durante cientos de años, primero con los turcos y luego con los austríacos.

—Pero eso no les autoriza a matar reyes a su antojo.

—Usted se refiere al asesinato, ¿verdad? —preguntó Dimitrijevic enfadado.

—Lo que sucedió en 1903 nada tiene que ver con esto. Aquella conjura para asesinar al último Obrenovic e instaurar a la nueva dinastía de los Karageorgevic, fue organizada por los ingleses. El Ejército no estaba sometido a la autoridad del rey ni a la del Gobierno. Los líderes de la conjura militar subyugaron totalmente al Ejército a su autoridad y el rey Pedro I, que no tenía una personalidad fuerte, capaz de enfrentarlos, aceptó su tutela. El Gobierno tampoco intervino, estaba persuadido de que los conjurados eran casi el único elemento en el Ejército en que podían apoyarse.

—¡Su grupo es tan sólo un grupo terrorista! —dijo Hércules en un exabrupto.

—Nosotros no somos terroristas, somos soldados. Pero como los políticos no hacían nada por Serbia, tuvimos que crear en 1911 la organización revolucionaria secreta Unión o Muerte. Había muchos hermanos serbios atrapados en territorios bajo jurisdicción turca y austríaca. Nosotros queríamos la unión panserbia bajo la dinastía de los Karageorgevic. Muy pronto el Gobierno supo que existía la organización en Belgrado, y la denominaron la Mano Negra. Pero el príncipe Alejandro nos apoyaba al principio.

—Por eso le mataron.

—Hace unos años, de repente, el rey Alejandro intentó cortar con la Mano Negra. En aquella época La Mano Negra estaba en malos términos con el Gobierno de Pasic. Sabíamos de su intención de introducir en Macedonia una administración policial dictatorial en beneficio de su partido. Los miembros de la Mano Negra apoyábamos a los partidos opositores y la política expansionista del rey Pedro I. Pero Rusia intervino con vigor a favor de Pasic y ésta fue una de las razones por las que el rey Pedro I tuvo que transferir el poder real a su hijo Alejandro. Probablemente el embajador ruso Hartvig influyó sobre Alejandro para separarse de la Mano Negra y presionó para que se uniera a Pasic. La intervención de las fuerzas extranjeras sobre nuestro país ha sido constante.

—Pero su Gobierno es el que tiene que tomar las decisiones políticas no ustedes —contestó Hércules.

—El Gobierno lo que quiere es exterminarnos. Nosotros sólo nos defendemos. Nos hemos enterado que el rey acaba de crear la organización la Mano Blanca. Por eso ésta misión era tan importante. Cuando el rey entre en guerra no podrá prescindir de nosotros.

—Entonces, ¿la única razón para seguir matando es su propia supervivencia? —preguntó Hércules.

Dimitrijevic se quedó callado. La última pregunta le había revuelto las tripas. Luchar para salvar su propio pellejo y no por la liberación de su pueblo np tenía nada que ver con sus ideales, pero en los últimos tiempos ya nadie se ocupaba de los ideales.

—He cambiado de opinión, será mejor que desaparezcan de mi vista antes de que me arrepienta. Les daré papeles falsos, pero tienen que dejar Viena de inmediato. No puedo arriesgarme a que la policía les encuentre.

—Gracias, Dimitrijevic, pero no nos iremos de la ciudad hasta que no terminemos lo que vinimos a hacer. Intentaremos ser lo más discretos posibles y salir de Viena a la primera oportunidad, pero tenemos que acabar la misión.

El serbio frunció el ceño y a punto estuvo de explotar, pero se contuvo y llamó a uno de sus hombres. Les dieron unos pasaportes nuevos. Después les montaron en los coches en mitad de la noche y esperaron con los motores arrancados. Hércules y sus amigos estaban visiblemente nerviosos. Hasta que no se alejaran de allí lo suficiente no se sentirían a salvo. Dimitrijevic se acercó a los vehículos, su sombra, proyectada por los faros, se hizo más grande hasta convertirse en gigantesca. Se asomó a la ventanilla y le dijo a Hércules.

—Quiero que destruyan ese maldito libro en cuanto lo encuentren. Al mundo no le conviene que le gobiernen unos locos arios.

—No se preocupe, en cuanto podamos el libro será destruido.

—¿Usted cree en todo eso del Mesías Ario? —preguntó Dimitrijevic.

—No importa mucho en lo que yo crea. Lo terrible es que la gente que si cree en ello está dispuesta a hace cualquier cosa por que ese Mesías venga a la tierra y gobierne.

—Espero no volver a verle. La próxima vez no saldrán tan bien parados —dijo Dimitrijevic con tono amenazante. Después dio una palmada en la puerta y el coche se puso en marcha.

Mientras el vehículo daba marcha atrás pudieron ver por unos instantes al militar serbio. Su gesto adusto y pendenciero había dejado paso a un rostro claramente angustiado. Hércules le observó mientras se preguntaba cuánto tiempo podría sobrevivir un tipo como Dimitrijevic. Esa clase de tipos que vienen bien a los gobiernos, pero luego se hacen figuras molestas. El sabía' muy bien lo que significaba eso; luchar por tu país para que luego un grupo de políticos intentara deshacerse de ti, cuando te convertías en un estorbo. El coche entró en el camino y a lo lejos pudieron ver las luces de Viena. La ciudad dormía, pero por sus calles la amenazante sombra del Mesías Ario esperaba su oportunidad para entrar en escena.

Capítulo 63

Cuando el príncipe Stepan abrió los ojos se sorprendió de que el joven sr. Schicklgruber hubiera desaparecido. Observó al grupo de adeptos, pero no había duda, ya no estaba allí. Intentó levantarse y dirigirse a la entrada. Justo en ese momento los miembros del Círculo Ario abrieron los ojos y su líder von List comenzó una exposición sobre los arios y su papel en la nueva sociedad que iban a crear. El príncipe Stepan esperó con paciencia a que la reunión se terminara, pero la charla de von List tenía visos de durar aún más de una hora; tiempo suficiente para que el sr. Schicklgruber se perdiera para siempre entre los miles de austríacos o alemanes de Viena.

Cuando ya no pudo más, se levantó con cuidado y sin mirar directamente a ninguno de los contertulios salió de la sala. Para su sorpresa, nadie le detuvo. Entró en el túnel y caminó un buen rato hasta cruzar al jardín. El aire fresco nocturno penetró en sus pulmones y por primera vez en aquella noche se sintió seguro y confiado. ¿A dónde habría ido Schicklgruber? Con seguridad a su habitación en la pensión o tal vez a la estación de trenes de Viena. Stepan caminó hasta la verja y abrió la cancela antes de salir a una amplia avenida solitaria. No le parecía tan tarde, pero la calle estaba completamente desierta. Anduvo más de media hora y sólo cuando estuvo cerca de la estación de trenes comenzó a ver gente por las calles.

Mientras penetraba por las grandes puertas acristaladas sintió un escalofrío. No se encontraba bien. Si no hubiera sido porque estaba seguro de no haber tomado ningún mejunje, hubiese creído que se encontraba bajo los efectos de algún alucinógeno.

La gran sala cubierta estaba animada. Sobre todo se veía a muchos soldados que descansaban de cualquier manera en el hall principal. Muchos de ellos, con el casco puesto y todos los enseres cargados, se apoyaban en las paredes u ocupaban los bancos de madera de la estación. También había campesinos con sus trajes típicos y algún que otro hombre de negocios dormitando mientras se aferraba a su maletín.

El príncipe Stepan buscó entre aquellas caras la de Schicklgruber, pero no le vio por ningún lado. De repente observó a un joven moreno con barba que corría hacia uno de los andenes. Cruzó la puerta y persiguió al j oven hasta un tren de vapor. No se veía a nadie en el andén. Los vagones de madera eran de mercancías. Recorrió más de media docena pero el joven parecía haberse esfumado. Se paró y se dio la vuelta. Ni rastro, pensó mientras se dirigía a la cabeza del tren. Los vapores de la máquina locomotora creaban una niebla espesa e inquietante. Stepan intentó divisar algo a través de la neblina pero apenas distinguía la figura de los vagones de madera. Si el joven no aparecía tendría que registrar vagón por vagón. Caminó unos metros y observó una puerta entreabierta y un pequeño halo de luz que penetraba los vapores y brillaba levemente en la oscuridad. Entró por el estrecho espacio que dejaba la puerta y, sin hacer ruido, dio unos pasos dentro del vagón. La luz era más tenue de lo que parecía desde el exterior. Un minúsculo farolillo casi completamente apagado, descansaba sobre una vieja mesa de madera clavada en el suelo. Al fondo del vagón había un gran montón de sacas, pero ni rastro del joven. Entonces Stepan pudo ver por un instante una sombra a su espalda, se dio la vuelta y contempló una pequeña puerta abierta y en su interior tan sólo oscuridad. Se acercó a la puerta lentamente y tardó unos segundos en empujar la hoja para abrirla de par en par. La puerta chirrió y el príncipe Stepan forzó la vista para ver algo en medio de la oscuridad, pero la negrura ocupaba toda la habitación. Entró y escuchó sus propios pasos sobre los listones de madera del suelo. Su pulso se aceleró y cuando estuvo en mitad de la oscuridad comenzó a escuchar una respiración que no era la suya. Entonces tuvo la certeza de que no estaba solo y un escalofrió la recorrió toda la espalda.

Capítulo 64

Las centelleantes luces de Viena aparecieron después de dar la última curva. Hércules notaba todavía las piernas flojas y la respiración acelerada por la tensión. Durante su breve charla con Dimitrijevic había pensado que no saldrían con vida de allí. Cuando el coche abandonó la granja y recorrió a toda velocidad los escasos kilómetros que les separaban de la ciudad, respiró tranquilo. No se hubiera perdonado nunca que aquellos hombres le hiciesen algo a Alicia. Llevaba días arrepintiéndose de haberla traído a aquel peligroso viaje y ahora estaba más decidido que nunca a meterla en el primer tren para París y obligarla a regresar a España. Lincoln parecía muy tranquilo. En todo momento había permanecido en silencio, cerca de ella, como si la guardara de aquel grupo de terroristas. Ahora los dos estaban enfrente de él, visiblemente cansados. Después de muchos días de emociones fuertes, agotamiento y viajes interminables sus amigos comenzaban a manifestar su fatiga. Alicia estaba apoyada en el hombro de Lincoln y éste apenas se movía para que ella pudiera dormir un poco en aquel breve trayecto a la ciudad.

Hércules volvió a mirar por la ventanilla y su mente comenzó a dar vueltas a los últimos acontecimientos. ¿Dónde estaría el príncipe Stepan? ¿Habría encontrado al Mesías Ario? Estaba seguro de que si el ruso daba con el Mesías Ario acabaría con él. Pero, ¿acaso el no haría lo mismo si estuviera en su lugar? La única manera de encontrar al Mesías Ario era dar con el príncipe Stepan, pero ¿cómo buscar al espía ruso en una ciudad de casi dos millones de almas? El tiempo se acababa. Las horas dejarían paso a una mañana incierta y dentro de unos días todo aquel esfuerzo habría sido inútil.

—¿Qué piensa? —preguntó Lincoln muy bajito para no despertar a Alicia.

—En todo este maldito embrollo. ¿Cómo podemos dar con el príncipe Stepan en una ciudad como Viena?

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