—Han intentado matar al archiduque, como usted dijo —comentó Lincoln.
—Ellos piensan que es el Mesías Ario.
—¿Usted cree? Hércules —dijo Lincoln.
—Ellos piensan que es él, sin duda.
Alicia permanecía abrazada a Hércules casi sin reaccionar. El sonido de la explosión la había apabullado, pero la estampida de gente le había espantado. Mujeres y niños por los suelos, ancianos pisoteados por la multitud.
—Alicia, ¿te encuentras bien?
—No, la verdad es que no —dijo con la mirada perdida.
—No te preocupes, estás a salvo.
—¿Cómo haremos ahora para hablar con él? Las medidas de seguridad nos impedirán acercarnos sin riesgo de morir acribillados.
—Ya pensaremos en algo, ahora es mejor que no le perdamos de vista.
—¿Cree qué volverá a Viena?
—Si él piensa que es el Mesías Ario, no.
—¿Por qué?
—Se siente invulnerable. Nadie puede matarle hasta que las profecías se cumplan.
—Entonces, Hércules, ¿Cómo podremos convencerle para que nos dé el manuscrito?
—No lo sé. Tendremos que buscar el momento oportuno.
—Pero, ¿qué haremos si descubrimos que es en verdad el Mesías Ario? —preguntó Alicia mirando a Hércules.
—Matarlo —contestó Hércules sin pestañear. Sus amigos se giraron hacia él y observaron su rostro, parecía determinado a actuar en cualquier momento si la ocasión lo requería.
Hércules no se equivocaba. El archiduque abandonó el ayuntamiento y atravesó de nuevo las calles vacías de Sarajevo en el mismo descapotable. Ahora sólo dos coches y un pequeño grupo de hombres a caballo le protegían. A su lado, su esposa parecía como ausente. Frente a ellos, el gobernador de Bosnia no ocultaba su miedo, mirando hacia uno y otro lado, como si temiera que de cualquier calle saliera algún terrorista que los acribillara a tiros. Hércules, Lincoln y Alicia les seguían como podían a pie. La comitiva no avanzaba muy rápido. La calle estaba llena de objetos abandonados, de personas caídas que comenzaban a ser atendidas y la marcha se hacía muy lenta. Cuando la comitiva alcanzó el puente Latino, el coche del archiduque se paró bruscamente. El conductor, nervioso como estaba, no había girado a tiempo y casi se incrustó contra el puente. El gobernador bosnio gritó algo al chofer que comenzó a dar marchas atrás.
Hércules y sus amigos alcanzaron a los coches y caminaron despacio por el puente. Cuando estaban casi a la altura del segundo coche, el español observó como un joven moreno de aspecto enfermizo corría hacia el coche parado y sacaba algo de su bolsillo. Instintivamente el archiduque intentó ponerse de pie. El hombre se quitó el sombreo y levantando una pistola apuntó a su objetivo. Varios soldados corrieron hacia el terrorista, el gobernador se agachó y Sofía apenas pudo dar un grito de horror que se confundió con el primer disparo. El tiro alcanzó el cuello del archiduque, que instantáneamente cayó de nuevo sobre su asiento. Su mujer, en pie gritaba sin parar, hasta que una segunda bala la alcanza y cayó a su lado. La comitiva aceleró la marcha y salió del puente a toda prisa. El joven disparó al aire y comenzó a correr en dirección contraria, pero Hércules, al verle pasar a su lado se lanzó a sus pies y logró derrumbarle. Una nube de policías y soldados se abalanzaron sobre ellos al instante. Los ojos del terrorista y los del español se cruzaron durante un segundo, aquel hombre débil de aspecto frágil miró aterrorizado a Hércules antes de cerrar los ojos bajo los golpes de los policías.
Después de que la policía los identificara, Hércules y sus amigos se informaron sobre el hospital dónde habían llevado a los heridos y lograron coger una carroza que les acercó hasta allí. En la entrada, varios soldados hacían guardia. Los coches permanecían con sus chóferes parados frente a la puerta principal.
—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Alicia.
Hércules examinó el edificio junto a Lincoln y unos minutos más tarde se reunieron con Alicia que seguía junto al cochero.
—Hay una entrada por uno de esos callejones. No será difícil acceder al edificio, pero llegar hasta el archiduque será muy complicado.
—Al menos sabemos que él no es el Mesías Ario —dijo Lincoln.
—Todavía no está muerto.
—Hércules, usted es incorregible.
Los dos hombres se metieron en el callejón y forzaron una pequeña puerta que debía usarse para sacar la basura del centro. No pudieron evitar que la puerta de madera chasqueara al hacer palanca, pero en la fachada principal había un gran alboroto. Mucha gente se había acercado al hospital para interesarse por la salud del príncipe, entre ellos un buen número de periodistas.
Una vez dentro, los dos agentes subieron por una de las escaleras de servicio. Revisaron varias plantas pero no vieron nada anormal. Después de llegar a la última, decidieron bajar hasta el sótano. Si el archiduque ya había muerto, su cuerpo estaría en algún tipo de depósito. Antes de llegar al sótano escucharon un grito agudo pero corto. Corrieron escaleras abajo y observaron como dos individuos corrían al fondo del pasillo. Hércules sacó la pistola y apuntó a los dos blancos en movimiento, pero antes de que pudiera disparar los dos hombres se perdieron escaleras arriba. Pasaron entre los soldados muertos y penetraron en una gran sala llena de camillas. Tan sólo tres estaban ocupadas. En una, la gran figura del archiduque, con la guerrera abierta y ensangrentada. A su lado, su esposa con el vestido manchado de sangre en el vientre. El otro cuerpo era el de uno de los oficiales de su escolta. Escucharon ruido a sus espaldas y corrieron por una puerta lateral justo antes de que los soldados austríacos llegaran a la sala.
Una vez en la calle caminaron despacio hasta su carruaje. La gente estaba alborotada. Se había corrido el rumor de la muerte de los archiduques y muchos de los periodistas corrían hacia la oficina de telégrafos para transmitir la noticia a sus periódicos. Cuando llegaron, Alicia les hizo un gesto interrogativo, pero ellos negaron con la cabeza. Una vez más el manuscrito de las profecías del Artabán desaparecía sin dejar rastro.
La confusión reinaba en toda la ciudad de Sarajevo. En las calles se veían controles policiales para intentar atrapar a todos los cómplices del asesinato del archiduque; gente que corría de un lado para otro; grupos de soldados que marchaban a paso ligero hacia las salidas de la ciudad. Hércules, Lincoln y Alicia lograron sortear todos los controles. Un norteamericano, un español y una española no les parecían muy peligrosos a las autoridades austríacas. Después de deambular por la ciudad un buen rato, decidieron ir a uno de los pocos cafés que se mantenían abiertos. Cuando estuvieron sentados y con una taza de café en la mano, comenzaron a planear la forma de recuperar el manuscrito y encontrar a los asesinos del archiduque.
—Entonces, según crees tú, el archiduque estaba convencido de ser el Mesías Ario.
—Sí, Lincoln. Todo parece indicarlo. Él se veía a sí mismo como el unificador del pueblo alemán al que quería gobernar con mano férrea y construir un nuevo imperio.
—Por eso no abandonó Sarajevo tras el primer atentado —dijo Alicia, que tras tomar unos sorbos de café notaba como poco a poco recuperaba las fuerzas.
—Pensaba que al ser el hombre de las profecías de Artabán no moriría hasta haber cumplido todas.
—Entonces debió de sorprenderse mucho cuando cayó abatido por una bala —dijo Alicia sonriendo por primera vez desde su llegada a Sarajevo.
—¿Cómo podemos seguir la pista del manuscrito? No sabemos quién se lo llevó.
—Nosotros no, Lincoln, pero alguien sí lo sabe.
—No caigo. ¿Quién puede ayudarnos a encontrar el manuscrito? —dijo Lincoln intentando pensar en alguna salida para recuperar la pista del manuscrito.
—Una de las personas que conoce seguro a los ladrones del manuscrito es el asesino. El tiene que saber el nombre de los dos hombres que huían cuando llegamos al hospital. ¿Usted los pudo ver bien, Lincoln?
—Uno de ellos era joven, alto, delgado y con el pelo rubio. El otro era mayor, pero se encontraba en perfecto estado físico. Pelo cano, bigote y barba. Los dos iban bien vestidos, como caballeros.
—Muy bien Lincoln. ¿Quién podría desear la muerte del archiduque? ¿Quién no desea que el Imperio Austro-Húngaro vuelva a resurgir?
—Los bosnios imagino que son los menos interesados. Además el atentado ha sido organizado aquí.
—Los rusos —dijo Alicia.
—¿Por qué piensas que han sido los rusos, Alicia? —preguntó Hércules.
—Todo el mundo sabe las disputas entre los austríacos y los rusos.
—Yo no tenía ni idea —señaló Lincoln.
—Bueno, casi todo el mundo. Austria es aliada de Turquía, a la que vende armas y con la que tiene unas estrechas relaciones comerciales. Rusia quiere que Serbia, su aliada, tenga más peso en la región y le sirva de acicate contra Turquía y Austria.
—No sabía que te interesase tanto la política —dijo Hércules sorprendido.
—A las mujeres nos interesan más cosas de las que creéis.
—Entonces Rusia está detrás del atentado —dijo Lincoln.
—Si lo está, esto significa una declaración de guerra. Pero los interesados más directos son los serbios. Además tienen la sociedad secreta perfecta para hacer algo así.
—¿Una sociedad secreta? —preguntaron Alicia y Lincoln a coro.
—Sí, se llama la Mano Negra. Fue creada por algunos miembros del Ejército, hace unos años se habló mucho de ella. La Mano Negra mató al propio rey de Serbia, Obrenovic. El rey de Serbia estaba a favor de una alianza con Austria y la Mano Negra le asesinó junto a su esposa.
—Muy bien, Hércules, pero ¿cómo podemos encontrar a los ladrones del manuscrito? —preguntó impaciente Lincoln.
—Tendremos que ir a la cárcel y preguntar al asesino del archiduque.
—Muy sencillo, nos presentamos allí y decimos que queremos ver al asesino del archiduque —ironizó Lincoln.
—¿Sabe amigo? A veces es usted muy cáustico.
—¿Cáustico?
—Corrosivo.
—¡Ah, bueno! —dijo Lincoln riéndose.
—Creo que tengo un plan mejor. Según creo, es bastante fácil corromper a la policía de la ciudad. Simplemente tenemos que ofrecer el dinero suficiente.
Alicia se marchó a buscar un lugar donde alojarse aquella noche. Una cárcel podía resultar un sitio muy sórdido y su ahijada ya había sufrido suficientes sobresaltos aquel día. Después se informaron de la comisaría donde estaba detenido el asesino y acudieron allí cuando se hizo de noche. Tras una larga charla en alemán y francés, Hércules logró comprar a dos de los guardas. Les permitirían durante diez minutos charlar con el asesino. Al parecer se llamaba Gavrilo Princip, un serbio-bosnio menor de edad. Los guardias les introdujeron hasta su celda y después les encerraron con él. Por la cabeza de Lincoln circuló la idea de qué pasaría si aquellos tipos no quisieran abrir luego la puerta, pero enseguida la presencia del asesino desvió su atención.
—¿Gavrilo Princip? —preguntó Hércules. El hombre que tenían enfrente apenas se parecía al que unas horas antes habían visto en el puente Latino. Tenía la cara desfigurada por los golpes, manchas de sangre en su camisa, la nariz reventada y los ojos morados e hinchados —. ¿Gavrilo Princip? —repitió Hércules.
El asesino levantó la cabeza y le miró fijamente. Su rostro parecía el de un campesino inocente, que se había metido en un lío por beber más de la cuenta. Hércules por un momento pensó que le había reconocido. Sus miradas se habían cruzado en el momento de su captura, pero luego desechó la idea. Todo había pasado tan rápido, que era casi imposible que se acordara de él.
—Usted es el hombre del puente —dijo el asesino en un pésimo francés. —Sí.
—¿Por qué me detuvo? Usted no es policía.
—No lo soy.
—El archiduque tenía que morir. Muchos de mis compañeros han muerto a manos de la policía secreta austríaca o por el Ejército. Austria lleva pocos años en Bosnia, pero no vamos a permitir que se queden más tiempo.
—Necesitamos saber algo.
—No les diré nada. No soy un delator.
—No queremos los nombres de tus cómplices. Lo único que queremos saber es si has oído hablar de un libro.
—¿Un libro? —preguntó extrañado el asesino. Hizo un gesto para reírse pero el dolor volvió pronto a su expresión.
—El libro de las profecías de Artabán.
—¿Qué importancia tiene un libro?
—Por favor, puedes recordar si alguno de tus compañeros habló de un libro que llevaba el archiduque.
—Mis compañeros no sabían nada de ningún libro...
—Es inútil Hércules, desconoce de lo que estás hablando —dijo Lincoln que a duras penas se enteraba de lo que estaban hablando los dos hombres. El español le hizo un gesto para que se callara y se agachó justo a la altura del asesino.
—Los rusos hablaron de un libro con nuestro jefe. Pero no sé más.
—¿Los rusos?—preguntó Hércules.
—Dos rusos vinieron hace dos días para supervisar la misión. Dos nobles o altos cargos del Ejército. Eran tipos muy estirados que sólo hablaban con el jefe. Dijeron algo de un libro, pero no sé más.
—¿A dónde se iban a marchar tras el atentado? —preguntó Hércules.
—¿Por qué tendría que decírselo? —dijo el asesino levantando la barbilla.
—Porque eres un buen tipo que ha tenido que hacer lo que otros no se atrevían a hacer. No te gusta matar a gente inocente ni que muera por tu culpa.
—¿Gente inocente?
—Sí, mucha gente inocente ha muerto por ese libro y mucha más puede morir si no lo encontramos cuanto antes.
El hombre frunció el ceño y se quedó en silencio. Después miró a uno y a otro y les dijo:
—¿Tienen un cigarro?
Hércules sacó uno de sus puros cortos y se lo encendió. El asesino dio una bocanada profunda y comenzó a toser. Como tenía las manos encadenadas a la pared, Hércules tuvo que quitarle el puro para que no se ahogara. Con un gesto, el asesino le pidió que se lo diera otra vez. Fumó ansiosamente. La punta del puro brilló en medio de la oscuridad de la celda y el humo lo invadió todo.
—Esos tipos nunca me cayeron bien. Eran unos estirados. Los rusos nunca me han gustado. Utilizan nuestra causa para sus intereses —dijo, pero de nuevo volvió a toser.
—Sólo queremos saber sus nombres y a dónde se dirigían.
—A uno el jefe le llamaba príncipe Stepan o algo así. El otro almirante Kru... no sé qué. No me acuerdo de más.