—Hay unos huesos, pero no se ve rastro de ningún manuscrito —dijo Alicia.
—No está el libro —dijo Hércules.
—Puede que se lo llevara el archiduque o que hace siglos alguien lo encontrara y decidiera quedárselo —dijo Lincoln.
—Enfoca allí, Alicia —dijo Hércules.
La luz reflejó una gran cantidad de polvo, los huesos secos, tres calaveras casi intactas. Todo parecía normal.
—¿No lo ves Alicia? —dijo Hércules señalando con el dedo.
—¿El qué?
—Están las marcas de los dedos. Como si una mano hubiera cogido algo y sus dedos hubieran formado esos surcos.
—Puede que estén ahí desde hace mucho tiempo —dijo Ericeira escéptico.
Lincoln subió hasta la tapa y observó por unos instantes las huellas.
—Son recientes —determinó.
—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Ericeira molesto.
—Los rastros en la arena o el polvo tienden a desaparecer en pocas semanas. Esas huellas están muy claras, son recientes. Casi se puede distinguir la forma de los dedos.
—Entonces tiene que haber sido el archiduque —dijo Alicia.
—¿Y si nos ha engañado el profesor Herder y él tiene el libro? —preguntó Lincoln.
—Parecía muy asustado.
Un ruido sobresaltó al pequeño grupo, Alicia enfocó hacia el sonido. Una figura negra se movía en la oscuridad. La española no pudo reprimir un grito y el eco de su voz invadió todo el templo en unos pocos segundos.
Viena, 22 de junio de 1914
—¿Es necesario que partamos tan pronto? —preguntó la archiduquesa mirando con la cabeza ladeada a su esposo Fernando.
—Querida esposa, el viaje no es muy largo. En dos días estaremos en Sarajevo, pero antes quiero que visitemos Pécs; en la Universidad Janus Pannonius, hay unos libros que me interesaría ver.
—¿Desde cuándo tienes tanta afición por la investigación? —dijo Sofía.
El archiduque miró a su mujer con sus ojos azules e intentó sonreír, pero no pudo evitar torcer el gesto y mostrar su mal humor.
—Querida esposa, paso semanas viajando y resolviendo problemas de estado, no creo que tenga nada de malo perder un día o dos en Pécs.
—No es el hecho de partir hoy, cuando aún quedan tantas cosas por preparar, es tu obsesión con los libros antiguos. Esos libros te están separando de mí, Fernando.
—Por favor, Sofía. ¿No estarás celosa de unos libros viejos?
—Claro que no —dijo Sofía. Torció la cabeza apesadumbrada y se apartó de su esposo.
—¿Qué te pasa Sofía? —dijo el archiduque volviendo a rodearla entre sus brazos.
—Nada ha podido separarnos nunca. Hemos luchado contra todo y contra todos. Ahora estás a punto de hacer realidad tu sueño de convertirte en emperador y transformar esta hermosa tierra en la más prospera del mundo, pero sólo te importan los libros. ¿Qué te sucede? —la voz de Sofía sonaba angustiada.
—No puedo decírtelo, Sofía. Créeme, es mejor así—contestó su esposo bajando la cabeza.
—Nunca me habías ocultado nada antes —le reprochó su esposa.
—He descubierto cosas maravillosas, pero no puedo compartirlas con nadie. Todavía no.
—Ni conmigo.
—Ni contigo, cariño. Aunque es lo que más feliz me haría en la vida. Sofía, sabes que todo lo mío es tuyo.
—Lo sé.
—Tengo miedo, Sofía.
Sofía se abrazó a su esposo y tocó su nuca rapada al cero. En los últimos años había ganado peso y la nuca, antes dura, era ahora suave y blanda. La mano se humedeció por el sudor frío de su esposo y ella también sintió miedo, pero el temor les volvió a unir por unos instantes. La cara de Fernando se hundió en su cuello desnudo y sintió un escalofrió que le recorrió todo el cuerpo. Tal vez el trono les alejaba de su felicidad deseada más que acercarles, pensó antes de tumbarse en la cama.
Colonia, 21 de junio de 1914
La sombra se acercaba hacia ellos. Hércules y Lincoln se alejaron del gigantesco relicario y sacaron sus pistolas. Alicia, que seguía aterrorizada, tardó en utilizar el farol de gasolina y levantarlo lo suficiente para ver con claridad la figura que se aproximaba cada vez más. Cuando estuvo a unos pocos metros, Hércules quitó el seguro de su pistola con un leve chasquido.
—Será mejor que no se acerque más —dijo en inglés.
La figura se detuvo y se quedó quieta como una estatua. Durante unos segundos todos estuvieron paralizados, esperando la reacción de aquella sombra misteriosa. Después Hércules y Lincoln comenzaron a aproximarse muy lentamente. Cuando estuvieron a poco más de un metro, pudieron comprobar que la sombra vestía una especie de hábito negro. Entonces Hércules le dijo en alemán.
—¿Quién es usted?
—¿Qué hacen aquí de noche? Este es un lugar sagrado.
—Hércules, creo que es un cura —dijo Lincoln.
—Un canónigo de la catedral —rectificó el español—. ¿Qué hace usted aquí?
—Por la noche vengo a comprobar que todo está en orden antes de irme a acostar —contestó el hombre, que apenas parecía una sombra con su hábito negro.
El hombre parecía tranquilo, como si mantuviera una amigable charla con unos conocidos. Lincoln se acercó a él y comenzó a cachearle. El canónigo no se movió, se limitó a levantar los brazos y dejarse hacer.
—No tiene nada—dijo Lincoln, mientras se alejaba de nuevo del hombre.
—¿Qué buscan en el relicario? ¿No saben que abrir eso sin la autorización de la Iglesia es un sacrilegio?
—Discúlpenos, pero es un caso de vida o muerte. Buscábamos algo que creíamos que estaba dentro del relicario. Pero ya nos vamos —se disculpó Ericeira, que se había bajado del relicario y se había acercado al resto del grupo.
—¿Usted conoce la leyenda del cuarto Rey Mago? —preguntó Hércules al canónigo.
El hombre sin mediar palabra se dirigió al relicario y con sumo cuidado comenzó a cerrarlo. Hércules tuvo que repetir la pregunta para obtener una respuesta.
—¿Sabe si había algún tipo de manuscrito dentro del relicario?
El canónigo se dio la vuelta y su rostro se iluminó. Sus rasgos permanecían medio en sombra debido a la capucha, pero su barba negra sobresalía hasta taparle parte del cuello. Su cara era enjuta y el hábito le estaba demasiado grande.
—Hace unos meses, una persona muy importante pidió abrir el relicario. El arzobispo le autorizó.
—¿Quién era? —preguntó impaciente Lincoln.
—Eso no puedo decírselo.
—Padre, necesitamos saber quién era cuanto antes. Muchas personas inocentes han muerto por su causa y otras muchas pueden morir.
El canónigo agachó la cabeza y por unos instantes todos temieron que echara a correr y diera la voz de alarma, pero se limitó a permanecer en silencio.
—Hay algo diabólico en todo esto. Ayúdenos a terminar con el mal —dijo Alicia, con la voz entrecortada.
El canónigo se acercó al grupo y sin levantar la cara les dijo:
—El archiduque Fernando estuvo aquí hace unos meses en visita oficial a Alemania. Pasó varios días entrando y saliendo de la biblioteca de la catedral y, después, solicitó que le dejaran abrir el relicario para buscar una cosa de vital importancia.
—¿No les dijo que buscaba? —preguntó Hércules.
—No. El archiduque habló de su devoción a los Reyes Magos y de la búsqueda de un objeto que podría estar en el relicario. Después se marchó sin informarnos de lo que había descubierto.
—Pero usted sabía que se trataba de un manuscrito. Hace un momento acaba de comentarlo —dijo Ericeira.
El hombre rodeado por todos lados comenzó a ponerse visiblemente nervioso. Bajó las manos y las metió entre sus mangas.
—Observé lo que cogía el archiduque, eso es todo. Desde allí arriba puedes mirar lo que sucede en la capilla, sin que nadie te vea a ti —dijo señalando un disimulado pasillo en la fachada.
—¿No oyó ni vio nada más? —dijo Hércules.
—Palabras sueltas. Algo de profecías y una fecha, no escuché bien el día ni el mes, pero se refería a 1914.
Hércules bajó su pistola y Lincoln le imitó al instante. El canónigo se relajó un poco y levantó la cara. Sus ojos pequeños, azulados y achinados se clavaron en los del español.
—¿De veras es tan peligroso lo que encontró el archiduque?
—Sí lo es. Al menos cuatro personas han muerto ya por su causa.
—El archiduque después de su viaje regresaba a Viena, pero al poco tiempo partía para Sarajevo. Escuché parte de la conversación entre el arzobispo y el archiduque.
—Gracias —dijo Hércules agarrándole por un brazo. El tacto de la tela rugosa y áspera al contacto con la mano, no disimuló la sorpresa del español al tocar un brazo escuálido y frío. Por unos instantes, Hércules sintió un escalofrío, tenía la sensación de estar enfrente de un espectro más que delante de un ser humano.
El canónigo dio un par de pasos hacia atrás y en cuanto salió de la isleta de luz desapareció sin dejar rastro. Todos se miraron sorprendidos, hasta que Alicia levantó el farol ampliando un poco el campo de visión.
—Se ha evaporado —dijo Lincoln.
—Da igual, ya tenemos la información que necesitábamos.
—Hércules, el archiduque tiene el libro, tendremos que ir a Sarajevo —dijo Alicia.
El español miró hacia la oscuridad y forzó a sus ojos para que intentaran distinguir algo en medio de la negrura, pero sólo vio el reflejo centelleante del relicario y un vacío infinito que se abría ante él.
Sarajevo, 22 de junio de 1914
Dimitrijevic intentó agasajar a sus contactos rusos durante su estancia en Sarajevo. Quedaban unos pocos días para que la operación se llevara a cabo y la falta de confirmación de Moscú les ponía un poco nerviosos a todos. Organizó alguna velada agradable dentro de la casa, ya que no podían dejarse ver por las calles de la ciudad que se preparaban para recibir al archiduque. El vodka y la música hicieron la espera más soportable, pero los dos rusos parecían ansiosos por recibir noticias de Moscú y salir lo antes posible de la ciudad. Cada mañana el príncipe Stepan se dirigía a la oficina de correos y preguntaba en su mal serbio-bosnio si había un telegrama. El mensaje que había enviado y la respuesta estaban cifrados, pero temía que los austríacos estuvieran examinando los telegramas que venían del extranjero.
—Príncipe Stepan no se inquiete. La respuesta llegará antes de la fecha.
—Dimitrijevic, no me gustaría que después de emplear tanto tiempo y recursos para esta misión, al final se suspendiera. Es el momento para demostrar a esos austríacos a qué tienen que atenerse si se meten con Serbia o con otro de los amigos de Rusia.
—A veces ciertos monarcas son más un estorbo que una ayuda en ciertas causas.
—Dimitrijevic, ustedes mataron a su rey Obrenovic, pero Rusia es diferente. Rusia no puede subsistir sin su zar.
—Le sorprendería la capacidad de los pueblos para resurgir de sus cenizas.
—Estoy de acuerdo con usted, pero Rusia y su zar son dos partes inseparables del corazón de la nación. El pueblo ama al zar.
—Pues den otro zar al pueblo.
El príncipe Stepan miró sorprendido al militar serbio. Los serbios habían roto un tabú muy importante al matar a su propio rey, pero Rusia era distinta. El ruso se acercó a la ventana y contempló el frondoso jardín.
—Estallará una guerra —dijo Dimitrijevic.
—¿Usted cree? El emperador está demasiado viejo y temeroso. Intentará negociar y su pueblo y el mío se verán beneficiados.
—Esos viejos Habsburgo son demasiado orgullosos, créame, habrá guerra. Y las guerras cambian completamente a los pueblos.
—En Rusia nada cambia nunca, Dimitrijevic.
—Hasta en Rusia las cosas tendrán que cambiar. Y nosotros vamos a hacer que las cosas cambien.
—Bueno, eso sólo será posible si mi Gobierno lo autoriza.
—A estas alturas príncipe, actuaremos con la ayuda de Rusia o sin su ayuda.
—¡Está loco! Si se mete en esto solo, nosotros no les socorreremos cuando les arrase Austria —dijo el príncipe Stepan alterado.
—Serbia se ha enfrentado muchas veces sola al resto del mundo. Es nuestro momento histórico y no vamos a perder la oportunidad.
—¿Su momento histórico? Está operación no hubiera sido posible sin nuestra ayuda.
—Es cierto, pero ya tenemos todo lo que necesitamos.
El príncipe se sentía incómodo ante aquel militar sarcástico, bravucón y mal educado. El tipo de militar que imperaba en los Balcanes. Para los rusos era diferente, ellos eran personas de otro rango. El honor debía prevalecer sobre el interés. Pero ese tipo de cosas no las podía entender alguien como Dimitrijevic. Dejó la sala y se fue a su cuarto. Si el zar no autorizaba la misión ya se encargaría él de que no se llevara a cabo. Rusia tenía la última palabra y ningún mentecato serbio podía darle órdenes.
Colonia, 23 de junio de 1914
El noble portugués les saludó desde el andén de la estación. Después de tantos días j untos, hasta el propio Lincoln lamentó que no pudiera acompañarles el resto del trayecto. El alemán de Hércules no era muy bueno y se habían acostumbrado a la presencia de Ericeira. Un hombre con los contactos del portugués les hubiera sido útil en muchos momentos. Alicia, levantada de su asiento y asomada a la ventana, saludó efusivamente con la mano hasta que el tren salió de la estación. En unos minutos los pequeños campos de cultivo cercados por árboles sustituyeron a las fachadas de los edificios y el grupo comenzó a descansar. Alicia fue la primera en adormecerse, llevaba varios días soportando una gran tensión nerviosa y sin dormir apenas. Lincoln no tardó mucho en acompañarla, pero Hércules permaneció despierto gran parte del viaje. El tren paró en muchas de las grandes ciudades de su recorrido y la frenética actividad de los últimos días se transformó en el lento discurrir de estaciones y fronteras. Tras atravesar toda Alemania, el tren entró en Austria y desde Viena tuvieron que coger otro con dirección a Sarajevo.
Moscú, 27 de junio de 1914
Las sábanas de seda se pegaban a su cuerpo sudoroso. No dejaba de dar vueltas y durante la noche se había levantado sobresaltado. A mitad de la noche no pudo aguantar más y poniéndose el batín se sentó frente a su escritorio. Cogió un rosario y un pequeño libro de meditaciones e intentó que sus rezos le transmitieran un poco de calma antes de regresar a la cama. Todo fue inútil. Una y otra vez la misma idea rondaba por su cabeza. No puedes hacerlo, Nicolás, se decía. Varias veces estuvo a punto de tirar del cordón para avisar a los criados, pero se contentó con caminar de un lado para otro o mirar a través de los cristales la noche moscovita. Cuando estaba a punto de amanecer, despertó a uno de los asistentes que dormía en un banco a los pies de su puerta y éste reaccionó sobresaltado.