El mesías ario (27 page)

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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

—Nuestra última pista se pierde en la casa donde vimos el cuerpo del almirante.

—¿Qué otros sitios indicaba la lista de Dimitrijevic? —preguntó Hércules.

Lincoln hizo malabarismos para sacar un papel de su bolsillo sin moverse mucho y despertar a Alicia. Ella se levantó un poco y se volvió a recostar sobre el americano con los ojos todavía cerrados. Lincoln alisó el papel con la mano e intentó leer con la escasa luz que comenzaba a entrar por la ventana.

—Aquí pone la dirección de una casa, la de un tal von List.

—¿Alguna otra dirección más?

—La dirección es la de una librería y la de un café. ¿Por dónde podríamos empezar?

—No lo sé. Es un poco tarde, pero creo que deberíamos intentar ir a los tres sitios y esperar que el príncipe Stepan haya pasado por alguno de ellos.

—No creo que la librería esté abierta a estas horas —dijo Lincoln señalando su reloj.

—Pero puede que su dueño duerma en el edificio o en el propio local —apuntó Hércules.

El coche comenzó a cruzar las céntricas calles semidesérticas de Viena. De repente se detuvo y unos segundos más tarde uno de los serbios les abrió la puerta. Alicia se despertó por el ruido y la luz, y los tres bajaron del coche. Apenas habían pisado la acera cuando los dos vehículos se alejaron calle arriba. Hércules esperó a que desaparecieran por completo antes de moverse.

—¿Cree que no volveremos a verles? —preguntó incómodo.

—Eso espero, Lincoln. Pero me temo que seguirán vigilándonos hasta que encuentren lo que buscan.

Alicia les miró con sus ojos acuosos y Hércules dudó unos segundos entre volver al hotel para descansar un poco o seguir buscando al príncipe Stepan aquella misma noche.

—¿Están muy cansados? —preguntó a sus dos compañeros. Negaron con la cabeza y comenzaron a caminar por las calles desiertas. De vez en cuando algún vehículo militar pasaba a toda velocidad y el silencio de la noche se convertía en un estruendo de ruidos de motor y animada charla soldadesca.

—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Alicia que comenzaba por fin a despejarse.

—A una librería.

—¿Una librería a estas horas?

—Sí, espero que tengamos suerte y el librero nos abra la puerta.

—A lo mejor sería más efectivo entrar sin llamar —dijo Lincoln—. Yo puedo abrir cualquier puerta sin mucho esfuerzo.

Hércules le miró sorprendido y le sonrió.

—¿A eso se dedica la policía de Nueva York; asalta las casas de los pacíficos ciudadanos que descansan en sus camas?

—No puede hacerse una idea de la cantidad de aparentes y pacíficos ciudadanos que ocultan cosas terribles al otro lado de sus puertas —contestó Lincoln siguiendo la broma de su amigo.

—¿Usted cree que nuestro librero tendrá algo que ocultar? — preguntó sorprendida Alicia.

—Espero que sí. No hay nadie más colaborador como un ciudadano pillado in fraganti en un delito.

—Estamos llegando a la calle —anunció Hércules. Sacó la pistola de su chaqueta y Lincoln y Alicia le imitaron. Cuando se pararon enfrente del callejón donde estaba la librería, un pequeño resplandor les indicó que el librero se encontraba dentro. Lincoln se acercó a la puerta y unos segundos después se escuchó un breve chasquido y la cerradura cedió sin mucho esfuerzo.

Capítulo 65

El príncipe Stepan aguantó la respiración y afinó el oído. Entonces escuchó un ruido justo a su espalda, aferró su cuchillo dentro de la chaqueta y se giró lentamente. Miró enfrente pero no vio nada. Dio un paso y penetró un poco más en la oscuridad. De repente una voz seca que salía de la negrura le sobresaltó.

—Sr. Haushofer.

El príncipe Stepan comenzó a sudar. Al principio no supo que contestar, como si tras un rato siguiendo a su presa, ahora se sintiera avergonzado, cazado.

—¿Me está siguiendo?

La voz continuaba sin rostro hasta que se escucharon unos pasos y el joven salió a la luz. Sus ojos brillaron en la oscuridad y el príncipe Stepan identificó por primera vez su miedo. ¿Por qué temer a aquel esmirriado joven? Sin mucho esfuerzo podía derribarle e hincar su cuchillo en el pálido cuello del austríaco.

—Sr. Schicklgruber me ha costado mucho dar con usted. Cuando me di cuenta de que había abandonado la reunión, salí corriendo para alcanzarle, pero había desaparecido. Imaginé que tanta prisa se debía a algún viaje inesperado. ¿Regresa a Múnich? —preguntó el príncipe Stepan intentando disimular su nerviosismo.

—No creo que nos conozcamos tanto como para que le explique adonde me dirijo. Pero la pregunta que debe responder es, ¿por qué me sigue?

—No le sigo, es absurdo que piense eso —dijo el príncipe acariciando el cuchillo.

—Entonces, quiere decirme que está en un vagón de mercancías a media noche, pero que es sólo una casualidad.

—No, le buscaba. Quería darle algo antes de que se marchase.

El joven salió de las sombras un poco más y su rostro se reflejó en la luz. Stepan contempló un halo de malicia en aquellos pequeños ojos azules, un sabor a repugnante malignidad. Algo que nunca había experimentado antes, ni siquiera bajo la tortura o la humillación extremas.

—¿Qué quería darme?

—El libro. ¿No le interesaba leerlo?

—¿Quiere desprenderse de su libro? —preguntó el joven extrañado.

—Seguro que usted hará mejor uso de él —dijo el príncipe haciendo un gesto como si sacara algo de debajo de su chaqueta, pero a medio camino se paró sorprendido.

—Sr. Haushofer, si es que se llama realmente así. No necesito su libro. No creo que me descubra nada nuevo, nada que no sepa desde hace mucho tiempo.

Un escalofrió recorrió su espalda. Si había tenido la más mínima duda, aquella gélida voz la disipaba de golpe. El joven, dentro de su envoltorio de vulgaridad y debilidad, desprendía una fuerza maléfica que el príncipe Stepan no había visto antes.

—Está decido a detenerme, puedo verlo en sus ojos. Pero, ¿cree acaso que podrá hacerlo? ¿Piensa que es el primero que lo intenta?

Las preguntas del joven le paralizaron y por unos segundos notó el cansancio de los últimos días, la angustia y el miedo a enfrentarse con todos sus fantasmas. Le comenzaron a temblar las piernas y temió que no podría hacerlo. Que una vez más fracasaría.

—La muerte debe ser dulce, ¿no le parece? —dijo el joven.

El príncipe Stepan supo que estaba hablando de su propia muerte y tuvo la tentación de arrojar el cuchillo y salir corriendo. Hizo una oración en su cabeza y apretó la empuñadura de su cuchillo para asegurarse que seguía en su mano. Después cerró los ojos y se lanzó hacia delante empuñando el arma.

Capítulo 66

Unos ruidos en la trastienda les indicaron el camino en mitad de la oscuridad. Había libros por todas partes y a punto estuvieron de derribar alguna de las torres que ocupaban gran parte del suelo, pero en el último momento lograron esquivarlas. Hércules iba el primero con la pistola en la mano. Lincoln cubría a Alicia, que en último lugar empuñaba una pistola pequeña de dos tiros. Cuando estuvieron más cerca pudieron distinguir los ruidos, aquello parecía más bien gemidos y suspiros. El español miró a través de la puerta entornada y pudo observar a un hombre de espaldas. Su piel desnuda llena de vello se movía compulsivamente. Estaba de pie pero se zarandeaba de un lado para el otro. Hércules hizo un gesto para que Lincoln apartara a Alicia de la puerta y se la llevara al fondo de la tienda. No quería que ella viera el horrendo espectáculo. Entonces empujó la puerta y encañonó al hombre en la nuca. Al instante la deforme figura se detuvo y se quedo rígida, como si estuviera muerta. Un muchacho adolescente se levantó asustado y miró el rostro de Hércules. Sus ojos expresaban una mezcla de vergüenza y de gratitud, como la mirada de alguien que se libera por fin de una pesada carga de la que se sentía incapaz de liberarse. Se tapó con sus ropas y Hércules le hizo un gesto para que se marchase. El adolescente corrió desnudo por la tienda y salió a la calle dando un portazo.

—¡Vístase! —ordenó.

El hombre sin decir nada se puso unos pantalones por debajo de su enorme barriga. Respiraba muy rápido y antes de que Hércules le preguntara nada, comenzó a lloriquear.

—¿Librero Ernst Pretzsche?

El hombre asintió con la cabeza. Hércules le hizo un gesto y el hombre se sentó en una silla próxima. Después se acercó a la puerta y llamó a sus amigos. Lincoln y Alicia entraron a la trastienda y miraron con desprecio la figura semidesnuda del pederasta.

—Lo que hemos visto es muy grave. Las leyes de Austria le condenarían a diez años de cárcel por conducta desviada, pero posiblemente un tipo como usted no duraría mucho en la cárcel. Espero que colabore —dijo Lincoln adelantándose hacia el librero.

—¿Qué desean de mí? —preguntó el hombre lloriqueando.

—Necesitamos información precisa y rápida —dijo Hércules.

—No es lo que piensan. Ese muchacho es un amigo al que le estoy enseñando a leer y escribir.

Lincoln se acercó al librero y golpeó su nariz con la culata de la pistola. Ernst comenzó a sangrar abundantemente. Hércules le lanzó su camisa y éste se taponó la nariz.

—Si empieza con engaños sufrirá mucho dolor antes de que le entreguemos a la policía —dijo el español.

—Por favor no me peguen. Yo soy un hombre pacífico —dijo el librero.

—¿En los últimos días ha venido a la tienda un caballero de origen ruso?

—¿De origen ruso?

—Sí, con acento extranjero —dijo Lincoln enfurecido en su pobrísimo alemán y levantó el brazo para dar al hombre un nuevo golpe.

El librero agachó la cabeza y contestó:

—Hoy vino un alemán que vivía en Ucrania. No sé si es el hombre que buscan.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Alicia que se había acercado al librero intentando superar su repulsión.

—El sr. Haushofer.

—¿El sr. Haushofer? —dijo Lincoln.

—Debe de estar usando un nombre falso —dijo Hércules—.Qué quería el sr. Haushofer de usted?

—Me preguntó sobre algunos libros.

—¿Qué tipo de libros? —preguntó Alicia mientras fisgoneaba entre los papeles del librero.

—Libros sobre autores arios. Comenzamos a charlar sobre temas políticos.

—¿Buscaba algo en concreto? —dijo Hércules.

—Ya les he dicho, información sobre el origen del pueblo alemán.

—¿Le facilitó información sobre algún grupo ario?

—No —dijo el librero.

—Está mintiendo, Hércules —dijo Lincoln amenazando a Ernst.

—Creo que el librero no ha entendido su situación, querido amigo.

Hércules se acercó a la gorda cara de Ernst y le agarró por el cuello. El hombre comenzó a lloriquear de nuevo.

—Nada me gustaría más que matarte aquí mismo, pero la única razón que me lo impide es que quiero que me cuentes todo y que lo cuentes rápidamente.

—Charlamos sobre política y sobre las razas, después le invité a un grupo del que soy miembro, un grupo inofensivo que se reúne para hablar sobre el pasado de nuestra raza.

—¿Cómo se llama ese grupo? —preguntó Alicia que abría los cajones del escritorio.

—El Círculo Ario. Somos una asociación cultural, ya me entiende.

—¿Por qué tenía el ruso tanto interés por su grupo?

—Bueno, mientras hablamos llegó un viejo amigo y el sr. Haushofer se sintió muy interesado por nuestras ideas. Por eso le invité a la reunión. Apareció con mi amigo y después se marchó, eso es todo lo que sé.

—¿Cómo se llama su amigo? —preguntó Lincoln.

—Qué importa como se llama mi amigo, el no tiene nada que ver con ese hombre, se conocieron por casualidad en la tienda.

Lincoln le dio una fuerte bofetada y el librero estuvo apunto de caerse al suelo.

—No me pegue —dijo el hombre lloriqueando.

—¿Cómo se llama su amigo? —repitió Lincoln.

—Es el sr. Schicklgruber.

—¿Se fueron juntos de la reunión? —preguntó Hércules.

—No lo sé, cuando me quise dar cuenta los dos habían desaparecido.

—¿Quién es éste? —preguntó Alicia cogiendo un portarretratos de la mesa del escritorio.

—Un amigo.

Lincoln volvió a levantar el brazo y el librero agachó la cabeza de nuevo.

—Está bien. Es un amigo, se llama von List.

—¿Pertenece al Círculo Ario? —preguntó Alicia.

—Sí.

—¿Quién es?

—El fundador del grupo en Viena. Él podrá ayudarles más que yo. Yo sólo soy un pobre librero que atiende a sus clientes lo mejor posible. Por favor, déjenme marchar.

Hércules pidió a Lincoln que atara al librero. Revolvieron sus papeles y tras amordazarle, apagaron la luz y cerraron la puerta de la librería.

—¿Por qué no llama a la policía? —preguntó Lincoln.

—¿Otra vez? La última vez que llamamos a la policía nos tuvieron retenidos y escapamos de milagro. Le dejaremos ahí, se ha dado un buen susto y tardará un tiempo en volver a cometer sus fechorías. No podemos hacer más.

—¿Tiene la dirección de von List?

—Es una de las que me facilitó Dimitrijevic.

—Vamos —dijo impaciente Alicia.

Los tres caminaron calle abajo. Sus pasos les llevaban hasta la propia boca del infierno, pero alguien tenía que parar todo aquel horror antes de que el mal se «extendiera para siempre.

Capítulo 67

El príncipe Stepan se lanzó sobre el joven y le agarró por el brazo. Su víctima no se inmutó, como si esperase su reacción. Los dos hombres se cayeron al suelo y el ruso levantó el brazo con el cuchillo en la mano. Entonces se escuchó un disparo y el príncipe Stepan soltó el cuchillo con un grito. Se sujeto el brazo y miró a su espalda. El joven aprovechó la confusión para ponerse de pie y huir. El ruso miró detrás de él pero la figura con la pistola en la mano apenas era una sombra.

—No puede hacer eso príncipe Stepan. Hay cosas que es mejor no cambiar —dijo la voz con un extraño acento.

—¿Quién eres? —preguntó el príncipe apretando el brazo para cortar la hemorragia.

—¿Acaso es muy importante que sepa quién soy yo?

—Ya que he de morir, por lo menos desearía conocer el nombre de mi verdugo.

—¿Verdugo? ¿Acabo de impedir que ejecute a un hombre desarmado y yo soy el verdugo? ¿No le parece una aptitud prepotente la suya? ¿Acaso no mató a su compañero el almirante Kosnishev?

—El que no es aliado de la luz es aliado de las sombras.

—Y usted es aliado de la luz, ¿no es así príncipe? Pues debía saber que los aliados de la luz no matan a gente inocente —dijo el hombre levantando la pistola.

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