El misterio de la jungla negra (15 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

El capitán Macpherson entró en el palacete dejando a los cipayos en la puerta, recorrió una larga fila de habitaciones, amuebladas sencillamente pero con elegancia y salió a la terraza resguardada por un gran toldo. No tardó Bharata en alcanzarlo arrastrando a viva fuerza al estrangulador Negapatnan.

—Siéntate y hablemos —dijo el capitán indicando al estrangulador un asiento de delgados bambúes entrecruzados.

Negapatnan obedeció, haciendo tintinear las cadenas que le aprisionaban las muñecas. Bharata se colocó a su lado poniéndose delante un par de pistolas.

—Has dicho que me conocías —dijo el capitán Macpherson fijando en el indio una mirada aguda como la punta de un alfiler—. ¿Cómo es que me conoces?

—Te vi varias veces en Calcuta. Una noche incluso te seguí esperando estrangularte, pero me falló el golpe.

—¿Recuerdas la noche en que mi hija fue raptada? —preguntó el capitán.

—Como si fuese ayer. Era la noche del 24 de agosto de 1853. Negapatnan estuvo siempre a la cabeza de todas las empresas de los
thugs
—dijo el indio con orgullo. —Fui yo el que desencajó la ventana y raptó a tu hija.

El capitán se contuvo a duras penas oyendo aquella declaración, hecha con un cinismo que resultaba incluso ofensivo. Y con voz alterada por la emoción y la ira replicó:

—¡Dime dónde está mi hija, Negapatnan…!

El indio permaneció impasible como una estatua de bronce.

—Te daré la vida, Negapatnan.

El indio continuó callado.

—Te daré todo el oro que quieras y te llevaré a Europa donde te sustraerás a la venganza de tus compañeros. Te haré conceder un grado en el ejército inglés, te abriré el camino para ascender, pero ¡dime dónde está mi Ada!

—Capitán Macpherson —dijo el estrangulador con faz torva. —¿Tu regimiento no tiene una bandera?

—Sí.

—¿No has jurado fidelidad a esa bandera?

—Ciertamente.

—Pues bien, yo he jurado fidelidad a mi diosa, que es mi bandera. Ni la libertad que me prometes, ni tu oro, ni los honores quebrantarán mi fe. ¡No hablaré!

El capitán Macpherson se puso en pie, recogiendo de tierra un látigo. Se había puesto rojo como las brasas y sus ojos fulguraban de rabia.

—No me toques con esa fusta porque desciendo de un
rajah
—gritó el estrangulador retorciendo las cadenas.

Por toda respuesta el capitán Macpherson alzó el látigo y trazó en el rostro del prisionero un surco sangriento.

Un rugido de fiera salió de los labios del estrangulador.

—Mátame —dijo con un tono de voz que ya no tenía nada de humano. —Mátame, porque si no lo haces, te arrancaré las carnes de los huesos a jirones.

—¡Sí, te mataré, no temas! Bharata, llévatelo al subterráneo.

Bharata agarró al estrangulador por la mitad del cuerpo y lo arrastró sin que éste opusiera resistencia.

El capitán Macpherson arrojó el látigo y se puso a pasear por la terraza con pasos excitados, hosco y meditabundo.

De repente se detuvo alzando vivamente la cabeza. De uno de los recintos había partido un formidable barrito, propio del elefante cuando siente aproximarse a un enemigo.

—¡Oh! —exclamó el capitán—. ¡El barrito de Bhagavadi!

Se inclinó sobre el parapeto de la terraza. Por encima de un recinto apareció la cabeza gigantesca de un elefante que emitió un segundo barrito.

Casi al mismo tiempo, a trescientos metros del
bungalow
saltó por los aires una masa negra, dotada de una extraordinaria agilidad, que inmediatamente volvió a caer escondiéndose entre las hierbas.

A la incierta claridad nocturna el capitán no logró distinguir qué era.

—¡Hola! —gritó.

El cipayo que hacía la guardia bajo el cobertizo salió con la carabina bajo el brazo.

—¿Capitán? —inquirió, dirigiendo su mirada hacia arriba.

—¿Has visto algo?

—Sí, capitán. Me ha parecido un animal.

La misma masa negra de antes volvió a dar un salto. El cipayo lanzó un grito de terror:

—¡Un tigre…!

El capitán saltó hacia la jungla.

—¡Maldición! —exclamó con rabia.

Ante la detonación el felino se había detenido haciendo oír un sordo gruñido, y luego se había internado entre los bambúes con mayor rapidez.

—¿Qué sucede? —preguntó Bharata precipitándose a la terraza.

—Tenemos un tigre en los alrededores —respondió el capitán.

—¡Un tigre! ¡Es imposible, capitán!

—Lo he visto con mis propios ojos.

—¡Pero si los habíamos exterminado a todos…!

—Parece ser que éste ha escapado de nuestras carabinas.

—Ese animal nos dará molestias, capitán.

—Por poco tiempo, te lo prometo. No me gustan tales vecinos.

—¿Le daremos caza?

El capitán consultó su reloj.

—Son las tres. Dentro de una hora espero montar en Bhagavadi y dentro de dos tener la piel del tigre.

EL SALVADOR

Comenzaba a alborear cuando el capitán Macpherson y Bharata salieron al patio del
bungalow.

Iban armados de carabinas de gran alcance y gran calibre, de pistolas y cuchillos de hoja anchísima y de doble filo. Un cipayo los seguía llevando otras dos carabinas de repuesto y algunas largas picas.

En pocos minutos llegaron al recinto en cuyo umbral barritaba ruidosamente Bhagavadi, rodeado de media docena de
mahuts,
o conductores de elefantes.

Bhagavadi era uno de los elefantes más grandes y más bellos que se podían encontrar en las orillas del Ganges.

En el lomo le habían acomodado el
hauda,
especie de barquilla en la que toman lugar los cazadores, sólidamente asegurada con cuerdas y cadenas.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó el capitán Macpherson.

—¡Sí! —respondió el jefe de los
mahuts.

—¿Los batidores?

—Están ya en los bordes de la jungla con los perros.

Uno de los
mahuts
más hábiles se colocó sobre el cuello de Bhagavadi armado de un gran garfio y una larga pica.

El capitán Macpherson, Bharata y el cipayo, habiendo hecho descender la escala, tomaron su asiento en el
hauda,
llevándose consigo sus armas.

Se dio la señal de la partida en el momento en que el sol surgía por detrás del bosque de borasos, iluminando de golpe el río y sus orillas.

El elefante caminaba con paso expedito, excitado por la voz de su conductor, rompiendo y destrozando bajo sus enormes patas las raíces y los arbustos, y abatiendo con un vigoroso golpe de trompa los árboles o los bambúes que le obstaculizaban el camino.

El capitán Macpherson, sentado en la parte delantera del
hauda
con una carabina entre sus manos, espiaba atentamente los grupos de plantas y las altas hierbas, en medio de las cuales podía esconderse el tigre.

Un cuarto de hora después llegaba al margen de la jungla, erizada de bambúes y de espesuras de matorrales espinosos. Seis cipayos, provistos de largas pértigas y armados con hachas y fusiles, les esperaban con una jauría de pequeños perros, miserables gozquejos en apariencia, pero muy valientes en realidad, indispensables para cazar el terrible felino.

—¿Alguna novedad? —preguntó el capitán.

—Hemos descubierto las huellas del tigre —respondió el jefe de los batidores.

—¿Frescas?

—Fresquísimas; el tigre ha pasado por aquí hace media hora.

—Entonces entremos en la jungla. Soltad a los perros.

Los gozquejos, libres ya de la traílla, se lanzaron animosamente en medio de los bambúes, tras las huellas del tigre, ladrando con furor. Bhagavadi, después de haber olfateado con la trompa el aire tres o cuatro veces a diversas alturas, se adentró en la jungla derribando con su peso la masa de vegetación.

—Estáte bien atento, Bharata —dijo Macpherson.

—¿Habéis descubierto algo capitán?

—No, pero el tigre puede haber vuelto sobre sus pasos y haberse emboscado entre los bambúes. Sabes que esos animales son astutos y que no temen asaltar un elefante.

—En tal caso se las tendrá que ver con Bhagavadi. No es la primera vez que nuestro coloso va a la caza del tigre y éste que nos ocupa no será el primero en ser aplastado bajo sus patas o lanzado a romperse los huesos contra cualquier árbol. ¿Habéis visto al tigre?

—Sí, y puedo decirte que era gigantesco. No recuerdo haber visto jamás un ejemplar tan grande y tan ágil; daba saltos de diez metros.

—¡Oh! —exclamó el indio. —De un salto llegaría fácilmente hasta el
hauda.

—Si le dejamos aproximarse.

En la lejanía se oyeron de improviso los ladridos furiosos de los perros, mezclados con un gañido quejoso. Bharata sintió cómo le corría un estremecimiento por los huesos.

—Los perros lo han descubierto —dijo.

—Y alguno ha sido destripado —añadió el cipayo, que había cogido las carabinas, dispuesto a pasárselas a los cazadores.

Una bandada de pavos reales se alzó en vuelo a unos quinientos metros y huyó con gritos de terror.

—¡Uszaka! —llamó el capitán, haciendo altavoz con las manos.

—¡Atención, capitán! —respondió el jefe de los batidores. —El tigre se las está entendiendo con los perros.

—Haz que se toque a retirada.

A la señal los cipayos volvieron precipitadamente sobre sus pasos y corrieron a refugiarse detrás del elefante.

—Animo —dijo el capitán al
mahut. —
Conduce al elefante donde ladran los perros. Y tú, Bharata, vigila bien la izquierda mientras yo vigilo la derecha. Puede ocurrir que tengamos que combatir a más de un adversario.

El ladrido de los perros continuaba cada vez más furioso, signo infalible de que el tigre había sido descubierto. Bhagavadi apresuró el paso, dirigiéndose intrépidamente hacia una espesura de bambúes en medio de la cual se habían metido los gozquejos.

A cien pasos de distancia encontraron a uno de los perros horriblemente destripado por un poderoso zarpazo. El elefante comenzó a dar signos de inquietud agitando vivamente la trompa de arriba a abajo.

—Bhagavadi le siente —dijo Macpherson. —Estáte muy atento,
mahut,
y cuida de que el elefante no retroceda y no exponga demasiado su trompa. De lo contrario el tigre se la destrozará.

De entre los bambúes se elevó uno de aquellos formidables rugidos a los que ningún grito es comparable. Bhagavadi se detuvo, temblando y emitiendo sordos barritos.

—¡Adelante! —gritó el capitán Macpherson con el índice en el gatillo de su carabina.

El
mahut
dio un golpe con el garfio al paquidermo, el cual se puso a soplar de un modo horrible, enrollando la trompa y presentando sus dos agudos colmillos.

Caminó todavía diez o doce pasos y luego volvió a detenerse. Desde los bambúes salió, como un rayo, un gigantesco tigre que lanzaba un formidable rugido.

El capitán hizo una descarga.

—¡Maldición! —gritó irritado.

El tigre había vuelto a caer entre los bambúes antes de haber sido alcanzado. Se lanzó otras dos veces al aire con saltos de doce metros, y desapareció.

Bharata hizo fuego en medio de los matorrales, pero la bala fue a destrozar la cabeza de un perro ya medio desgarrado que se arrastraba penosamente entre las hierbas.

—¿Pero ese tigre tiene el diablo en el cuerpo? —dijo el capitán cada vez de peor humor—. ¡Es la segunda vez que escapa a nuestros proyectiles!

Bhagavadi se puso de nuevo en marcha, con mucha precaución, ensanchando su paso con la trompa, que se apresuraba a retirar en seguida. Recorrió otros cien metros, precedido por los perros que iban y venían buscando la pista del felino, luego se detuvo y se plantó sólidamente sobre sus patas. Nuevamente temblaba y soplaba ruidosamente.

Frente a él, a menos de veinte metros, había un grupo de cañas de azúcar. Un soplo de aire impregnado de un fuerte olor a animal salvaje llegó hasta los cazadores.

—¡Atención! ¡Atención! —gritó el capitán.

El tigre se lanzó fuera de las cañas, avanzando con rapidez fulminante tras el paquidermo, el cual se apresuró a presentar sus colmillos.

Llegó casi hasta debajo de él, escapando de las carabinas de los cazadores, se recogió sobre sí mismo y cayó en medio de la frente del elefante, tratando con un zarpazo de agarrar al
mahut,
que había retrocedido gritando de terror.

Estaba a punto de alcanzarlo cuando en la lejanía se escucharon algunas notas agudas lanzadas por un
ramsinga.
Quizá porque fue presa del espanto o por cualquier otra razón, el tigre hizo un rápido retroceso y se precipitó hacia abajo, tratando de alcanzar la espesura.

—¡Fuego! —gritó el capitán Macpherson descargando su carabina.

El felino lanzó un rugido tremendo, se volvió a levantar, cruzó la espesura y volvió a caer al otro lado, permaneciendo inmóvil como si hubiera sido fulminado.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Bharata.

—¡Buen tiro! —exclamó el capitán dejando su arma todavía humeante. —Echa la escala.

El
mahut
obedeció. El capitán Macpherson, empuñando el cuchillo, descendió a tierra y se dirigió hacia la espesura.

El tigre yacía inerte cerca de un matorral. El capitán, con gran sorpresa por su parte, no distinguió en el cuerpo ninguna herida visible, ni manchas de sangre por el suelo.

Como sabía que los tigres a veces se fingen muertos para lanzarse por sorpresa sobre el cazador, estaba a punto de retroceder, pero le faltó el tiempo.

Volvió a sonar el misterioso tañido del
ramsinga.
Ante aquellas notas el tigre se puso en pie, se lanzó sobre el oficial y lo derribó por tierra.

El capitán Macpherson lanzó un grito desesperado. Pero en aquel momento justamente apareció un indio que cogió por la cola al tigre dándole un violento tirón. Se oyó un rugido furioso. El animal se volvió rápidamente para lanzarse sobre su nuevo enemigo; pero, cosa inaudita, apenas lo hubo visto dio un rápido giro y se alejó con fantástica rapidez, desapareciendo en el inextricable caos de la jungla.

El capitán Macpherson, sano y salvo, se puso rápidamente en pie. Un profundo estupor se dibujó en sus facciones.

A cinco pasos de él estaba un indio de formas musculosas y bien desarrolladas, con una cabeza soberbia, colocada entre dos amplios y robustos hombros. Casi desnudo, sólo llevaba un pequeño turbante bordado de plata en la cabeza y en los costados un jubón de seda amarilla, recogido por un bellísimo chal de cachemira.

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