El misterio de la jungla negra

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

 

Tremal-Naik, «el Cazador de la Jugla Negra», cae enamorado de la bella Ada, retenida contra su voluntad por los estranguladores Thugs que veneran a Kali, la diosa de la muerte. Ayudado por el fiel Kammammuri, su amigo más que su criado, intentará rescatarla.

Emilio Salgari

El misterio de la jungla negra

ePUB v1.1

gertdelpozo
21.05.12

Título original:
I Misteri della Jungla Nera

Emilio Salgari, 01/01/1895.

Editor original: gertdelpozo (v1.0)

ePub base v2.0

EL ASESINATO

El Ganges, el famoso río loado por los indios antiguos y modernos, cuyas aguas son consideradas sagradas por estos pueblos, después de haber atravesado las nevadas montañas del Himalaya y las ricas provincias de Delhi, Uttar Pradesh, Biliar y Bengala, a doscientas veinte millas del mar se bifurca en dos brazos formando un delta gigantesco, intrincado, maravilloso y quizás, en su género, único en el mundo.

La imponente masa de agua se divide y subdivide en una multitud de riachuelos, canales y pequeños canales que accidentan, de todos los modos posibles, la inmensa extensión de tierra comprendida entre el Hugli, el verdadero Ganges y el golfo de Bengala. De aquí que se formen una infinidad de islas, islotes y bancos que hacia el mar reciben el nombre de
sunderbunds.

Nada más desolador, extraño y espantoso que la vista de estas
sunderbunds.
Ni ciudades, ni poblados, ni cabañas, ni un refugio cualquiera; desde el sur al norte y desde el este al oeste no se divisan más que inmensas extensiones de bambúes espinosos cuyos altos vértices ondean bajo el soplo del viento, apestadas por las emanaciones insoportables de millares y millares de cuerpos humanos que se pudren en las envenenadas aguas de los canales.

Durante el día reina, soberano, un silencio gigantesco, fúnebre, que infunde pavor a los más audaces; durante la noche, por el contrario, lo hace un estruendo horrible de gritos, rugidos, aullidos y silbidos que hiela la sangre.

Nadie osa adentrarse en estas junglas, sembradas de pestilentes charcas, porque están pobladas por serpientes de toda especie, tigres, rinocerontes e insectos venenosos, pero, sobre todo, porque a veces son visitadas por los
thugs,
los sanguinarios devotos de la diosa Kalí, siempre sedienta de víctimas humanas.

Sin embargo, la noche del 16 de mayo de 1855 un fuego gigantesco ardía en las
sunderbunds
meridionales justamente a trescientos o cuatrocientos pasos de las tres bocas del Mangal, fangoso río que se separa del Ganges y vierte en el golfo de Bengala.

Aquella claridad que, con fantástico efecto, se destacaba vivamente sobre
el
fondo oscuro del cielo iluminaba una amplia y sólida cabaña de bambú, cerca de la cual dormía un indio de atlética estatura y miembros musculosos que denotaban una fuerza poco común y una agilidad de cuadrumano.

Era un magnífico tipo de bengalí, de unos treinta años, de piel amarillenta y extremadamente tersa, untada recientemente con aceite de coco; tenía bellas facciones, labios carnosos que dejaban entrever una admirable dentadura, nariz bien formada, frente alta surcada por líneas de ceniza, signo peculiar de los sectarios de Siva.

Dormía, pero su sueño no era tranquilo. Gruesas gotas de sudor perlaban su frente que, a veces, se fruncía; entonces su robusto pecho se alzaba impetuosamente y de su boca salían extrañas palabras y medias frases cuyo significado no podía captarse:

—¡Visión…! Espanto… ¡No! ¡No, quédate!

Cerca de él, otro hombre de menor estatura, pero en el que se adivinaba una vigorosa musculatura, reavivó el fuego. Luego consideró oportuno interrumpir el sueño que agitaba a su compañero.

—Tremal-Naik, patrón… —dijo sacudiéndolo ligeramente.

Tremal-Naik abrió los ojos, permaneció un instante inmóvil, luego con un estremecimiento se incorporó.

—¿Qué sucede, Kammamuri? —preguntó.

—Nada patrón, te he despertado porque eras presa de una pesadilla. Te agitabas y lamentabas, hablabas de visiones y también de temor. ¿Qué te asustaba?

Los labios de Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra, esbozaron una amarga sonrisa.

—Me espantaba el pensamiento de no verla más.

—No ver más, ¿a quién? —preguntó Kammamuri.

—A la visión. Una mujer o un fantasma de mujer; no lo sé realmente. La vi hace ya muchas noches en la jungla mientras buscaba serpientes, en medio de un grupo de musendas. Era maravillosamente bella y yo permanecí admirándola incapaz de moverme ni de hablar. También ella me miró, emitió un gemido y desapareció.

—¿Una mujer en la jungla? ¡Es imposible! —observó Kammamuri—. ¿Sería un espíritu?

—Quizá.

Kammamuri, el valiente maharata (es decir, perteneciente a una belicosa población de la India occidental), pareció turbado ante aquella duda.

—¿Y no la volviste a ver? —preguntó con ansiedad.

—Sí, la vi varias veces. Finalmente, una noche le pregunté: «¿Quién eres?» Me contestó: «Ada». Después, con el acostumbrado gemido, desapareció.

—¿Ada? —exclamó Kammamuri—. ¿Qué nombre es ése?

—Un nombre que no es indio.

—Y tú, ¿no la seguiste nunca, patrón? —preguntó el fiel Kammamuri.

—No, porque me daba miedo. Sin embargo, deseaba, cada vez más vivamente encontrarla, ¡pero ya no la volví a ver! Por esto es por lo que ya no soy el mismo hombre que fui, porque aquella dulce visión está en mi mente noche y día.

Tremal-Naik se pasó una mano por la frente como para liberarse del pensamiento que lo obsesionaba; después preguntó:

—¿Dónde están Hurti y Aghur?

—En la jungla. Han descubierto las huellas de un gran tigre y han ido a darle caza.

Precisamente en aquel instante, a gran distancia, hacia las inmensas ciénagas del sur, resonaron unas notas agudísimas. El maharata se alzó bruscamente, presa de viva agitación.

—¡El
ramsinga
! —exclamó con terror.

—¿Por qué te asustas?

—¿No oyes el
ramsinga
?

—Bien, ¿y qué?

—Anuncia una desgracia, patrón.

—Tonterías, Kammamuri.

—Nunca he oído sonar el
ramsinga
en la jungla excepto la noche en que fue asesinado el pobre Tumul.

Apenas había terminado de hablar cuando se oyó el ladrido lastimero de un perro y, poco después, una especie de maullido tan potente que más bien podía considerarse como un verdadero rugido.

Kammamuri tembló de los pies a la cabeza.

—¡Darma! ¡Punthy! —gritó Tremal-Naik.

Un soberbio tigre real, de formas vigorosas y dorso anaranjado franjeado de negro, salió de la cabaña y fijó sus terribles ojos relampagueantes en su dueño. Seguidamente apareció tras él un enorme perro negro, de aguzadas orejas y el cuello armado con un grueso collar de hierro erizado de púas.

—¡Darma! ¡Punthy! —gritó por segunda vez Tremal-Naik.

El tigre se contrajo sobre sí mismo, lanzó un sordo rugido y, dando un salto de quince pies, cayó junto al patrón.

—¿Qué tienes, Darma? —preguntó éste, acariciándolo.

El perro, por el contrario, en lugar de correr hacia su dueño, se plantó sobre sus cuatro patas, alargó la cabeza hacia el sur, olfateó durante algún tiempo el aire y aulló lastimeramente tres veces.

—¿Les habrá ocurrido alguna desgracia a Hurti y Aghur? —murmuró el cazador de serpientes con inquietud.

—Eso temo, patrón —dijo Kammamuri lanzando temerosas miradas a la jungla. —A esta hora ya deberían estar aquí y, por el contrario, no dan señales de vida.

El aullido que Punthy dejó oír fue seguido por las notas agudas del misterioso
ramsinga.

Tremal-Naik extrajo de su cinturón de piel de tigre una larga pistola con arabescos de plata y la cargó.

En aquel momento un indio de alta estatura, medio desnudo, armado sólo con un hacha, salió del grupo de bambúes y corrió atolondradamente en dirección a la cabaña.

—¡Aghur! —exclamaron a dúo Tremal-Naik y el maharata.

El indio llegó ante la cabaña, con los ojos en blanco, lanzó un grito desgarrado y se desplomó en tierra sobre la hierba.

Tremal-Naik se precipitó junto a él. El indio parecía moribundo. Tenía el rostro lacerado y sucio de sangre, los ojos turbios y enormemente dilatados y jadeaba emitiendo roncos suspiros.

—¿Habrá sido envenenado? —preguntó Kammamuri.

—Ha galopado como un caballo y le falta el aliento; pronto estará mejor.

En efecto, poco a poco Aghur comenzaba a recuperarse y respiraba más libremente.

—Habla, Aghur —dijo Tremal-Naik unos minutos después—. ¿Por qué has vuelto solo? ¿Qué le ha sucedido a tu compañero?

—Lo han asesinado a los pies del
banian
sagrado.

—Pero, ¿Quién lo ha asesinado? —apremió Tremal-Naik. —Dímelo para que yo vaya a vengarlo.

—No lo sé, patrón. Partimos para cazar a un gran tigre. A seis millas de aquí hallamos a la fiera que, herida por la carabina de Hurti, huyó hacia el sur. Seguimos su pista durante cuatro horas y la encontramos en las cercanías de la orilla, frente a la isla Raimangal, pero no logramos matarla porque en cuanto el animal nos percibió se lanzó al agua llegando hasta los pies del gran
banian.

—Bien, ¿y luego?

—Yo quería regresar, pero Hurti rehusó diciendo que el tigre estaba herido y, por lo tanto, sería una fácil presa. Atravesamos el río a nado y alcanzamos la isla Raimangal, donde nos separamos para explorar los alrededores.

El indio calló un momento y luego prosiguió:

—Caía la noche y, de repente, una nota aguda, la del
ramsinga,
resonó cerca de mí. Miré en torno y mis ojos tropezaron con los de una sombra que, a veinte pasos, se mantenía medio escondida por un matorral.

—¡Una sombra! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Quién era?

—Me pareció una mujer. Durante unos instantes me miró, después extendió perentoriamente un brazo indicándome que me alejara en el acto. Sorprendido y asustado obedecí aquel gesto, pero no había dado aún cien pasos cuando un grito desgarrador hirió mis oídos. Reconocí en seguida aquel grito: procedía, sin duda, del fiel Hurti.

—¿Y la sombra? —inquirió Tremal-Naik mostrando extraordinaria agitación.

—Ni siquiera me volví para comprobar si permanecía allí o había desaparecido. Me lancé, con la carabina en la mano, a través de la jungla y llegué junto al gran
banian,
a cuyos pies, tendido de espaldas, vi al pobre Hurti. Lo llamé y no me contestó; le toqué y todavía estaba tibio, pero su corazón ¡había dejado de latir!

—¿Dónde tenía la herida?

—No vi que tuviera herida alguna.

—¡Es imposible! ¿Y no viste a nadie?

—A nadie, ni oí ningún rumor. Tuve miedo; me lancé al río, lo crucé, perdiendo la carabina, y alcancé nuestra jungla. Me parece haber hecho seis millas sin respirar, tal era mi espanto. ¡Pobre Hurti!

Mientras el indio explicaba sus aventuras y paulatinamente iba serenándose, Tremal-Naik iba olvidando sus sueños o pesadillas referentes a aquella mujer, para pensar en la realidad de la muerte de Hurti, y en los sones del
ramsinga,
augurio inevitable de muerte.

LA ISLA MISTERIOSA

Después de la triste narración del indio se hizo un profundo silencio. Tremal-Naik, que estaba preocupado y muy nervioso, se había puesto a pasear ante el fuego, con la cabeza inclinada sobre el pecho, el ceño fruncido y los brazos cruzados. Kammamuri, paralizado por el terror, meditaba, hecho un ovillo, y el perro se había tumbado al lado de Darma.

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