El misterio de la jungla negra (8 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

—Es necesario salir: empuja fuerte.

El maharata apoyó un hombro contra la puerta y empujó con fuerza venciendo un tanto la resistencia que oponía el cuerpo de Manciadi. En cuanto obtuvieron un hueco los dos indios salieron al exterior.

El pobre bengalí estaba tumbado boca arriba y parecía muerto, aunque en su cuerpo no se veía ninguna herida. Kammamuri le acercó una mano al pecho y sintió que el corazón latía todavía.

—Está desvanecido —dijo.

Arrancó una pluma a un
punya
(especie de abanico de plumas de pavo real que se encontraba allí al lado), la encendió y la arrimó a las narices del desmayado. En seguida un suspiro levantó el pecho de éste y luego sus brazos y sus piernas se movieron y finalmente se abrieron sus ojos, que se fijaron con decaimiento en los dos indios.

¿Qué te ha pasado? —le preguntó apresuradamente Kammamuri.

¡Sois vosotros! —exclamó el bengalí anheloso—. ¡Ahí…. qué miedo…!

—¿Pero qué es lo que has visto?

—Un elefante.

—¡Un elefante! —exclamaron los dos indios—. ¿Un elefante aquí?

—Sí, era un elefante enorme, con una trompa monstruosa y dos colmillos larguísimos.

—¿Y se ha aproximado a ti? —preguntó Aghur.

—Sí, y por poco no me ha destrozado el cráneo. Yo dormía profundamente cuando me despertó un potente resoplido; abrí los ojos y vi encima de mí su gigantesca cabeza. Intenté levantarme para huir pero la trompa me golpeó en el cráneo arrojándome al suelo.

—¿Y luego? —preguntó Kammamuri ansiosamente.

—Después ya no recuerdo nada. El golpe fue tan fuerte que me desvanecí.

—¿Qué hora era?

—No lo sé, porque me había adormecido.

—Es extraño —dijo el maharata—. ¡Y Punthy no ha ladrado!

Aghur lanzó una mirada a la jungla y, finalmente, preguntó:

—¿Qué hacemos?

—Dejémosle en paz —respondió Kammamuri.

—Volverá —se apresuró a decir Manciadi, —y derribará la cabaña.

—Es verdad —dijo Aghur. —¿Y si lo perseguimos? Tenemos buenas carabinas.

—Yo estoy dispuesto a ayudaros —se ofreció Manciadi.

—Pero no podemos dejar solo al patrón, aunque ya está casi curado —observó Kammamuri. —Bien sabes que hay un peligro que nos amenaza siempre.

—Tú te quedarás y nosotros iremos a la caza —intervino Aghur. —Con un vecino tan peligroso no se puede vivir tranquilamente.

—Si tienes bastante valor —dijo Kammamuri, —te permito ir.

—¡Así está bien! —exclamó Aghur. —Déjanos hacer a nosotros y verás cómo antes del mediodía el coloso será nuestro.

Fue a la cabaña a coger dos pesadas carabinas de gran calibre y alargó una al bengalí que la cargó con mucho cuidado sirviéndose de una barra de plomo.

Provistos de pistolones y de un enorme cuchillo, así como de abundantes municiones, los dos indios se adentraron resueltamente en la jungla recorriendo un ancho sendero trazado entre los bambúes. Aghur se mostraba alegre y charlaba; por el contrario, el bengalí se mostraba torvo y a menudo se detenía para mirar al compañero que le precedía unos pasos. A veces se inclinaba hacia tierra y escuchaba, fingiendo buscar las huellas del elefante.

Aquel brusco cambio, aquellas miradas y aquellas maniobras no se le escaparon a Aghur, quien creyó que el bengalí tenía miedo.

—Animo, Manciadi —dijo alegremente. —No creas que es tan difícil derribar a un animal aunque esté provisto de trompa. Una bala en un ojo y todo habrá acabado.

—No tengo miedo —respondió el bengalí sonriendo.

Los dos indios apresuraron el paso, pese al sol que los tostaba y los obstáculos que obstruían el sendero, y una hora más tarde llegaban a un bosquecillo de jaqueros, árboles cuyas frutas, de un bellísimo color amarillo, una fragancia extraordinaria y un peso de más de treinta libras, en lugar de pender en el extremo de las ramas, nacen directamente en el tronco.

—¿Sabes dónde hay algún estanque? —preguntó Manciadi.

—Aquí cerca.

—Vamos allí.

Aghur, aunque no comprendió las intenciones de su compañero, obedeció. Tomó un pequeño sendero apenas visible y condujo a su compañero a las orillas de un menudo estanque rodeado de montones de piedras toscamente esculpidas, ruinas de una antigua pagoda.

—Tú te quedarás aquí —le dijo el bengalí. —Yo batiré el bosque para descubrir al elefante, porque debe esconderse aquí.

Se puso la carabina debajo del brazo y se alejó sin añadir ni una sílaba. En cuanto estuvo seguro de no ser visto ni oído comenzó a correr rápidamente y se detuvo a los pies de una palma en cuyo tronco se veía una tosca incisión, el emblema misterioso de los indios de Raimangal.

Emitió un silbido. Unos minutos después otro silbido le respondió y en el hueco de dos matorrales apareció la siniestra figura de Suyodhana. Cruzó los brazos sobre el pecho adornado con la serpiente con la cabeza de mujer y fijó en Manciadi una mirada aguda como la punta de un alfiler.

—Hijo de las sagradas aguas del Ganges, sé bienvenido —dijo el bengalí, tocando el polvo con su frente.

—Manciadi —dijo Suyodhana. —Tremal-Naik ha sobrevivido ya bastante.

¿Qué debo hacer? —preguntó el bengalí.

¿Has llevado a cabo cuanto te ordené? —preguntó a su vez Suyodhana.

—Sí, hijo de las sagradas aguas del Ganges. Aghur me espera cerca del estanque.

—Bien. Lo matarás.

—¿Y luego? —preguntó el fanático con terrible calma.

—Después volverás a la cabaña y relatarás a Kammamuri que Aghur fue asesinado. Te creerá y correrá a buscarlo; ¿comprendes el resto?

—¿Tienes más que decirme?

—No.

—Y cuando haya estrangulado a Tremal-Naik, ¿qué debo hacer?

—Reunirte conmigo en Raimangal. ¡Vete!

Manciadi tocó por segunda vez el polvo con su frente y se alejó rápidamente.

El fanático ni siquiera pensó en el doble asesinato que iba a cometer. Suyodhana lo había ordenado así y Suyodhana hablaba en nombre de la monstruosa divinidad a la que él, Manciadi, había consagrado sus brazos y su vida.

Atravesó lentamente el bosque de jaqueros y llegó al estanque, cerca del cual estaba tumbada, con la carabina entre las rodillas, su futura víctima.

—¿Has visto al elefante? —le preguntó Aghur.

—Todavía no —dijo el asesino, mirándolo con ojos que lanzaban siniestros resplandores.

—¿Por qué me miras así? —preguntó Aghur, con inquietud.

Sin responder, el bengalí soltó el lazo que tenía escondido bajo la túnica y lo hizo girar sobre su cabeza.

—¡Aghur! —gritó—. ¡Suyodhana te ha condenado y debes morir!

El indio comprendió entonces todo. Se levantó de un salto con la carabina en las manos, pero le faltó tiempo para apuntarla contra el traidor. Atenazada su garganta por el lazo, cuya bola de plomo le golpeó fuertemente la nuca, cayó por tierra.

—¡Kammamuri…! ¡Patrón…! —balbució Aghur, debatiéndose.

El fanático aferró sólidamente el lazo y sofocó la voz de la víctima con un violento tirón. Luego se le echó encima y lo atravesó con su puñal.

—Uno —dijo el fanático. —Ahora pensemos en el otro.

EL SEGUNDO GOLPE DEL ESTRANGULADOR

Kammamuri comenzaba a inquietarse. El sol se hundía rápidamente en el horizonte y los dos cazadores no habían vuelto todavía.

No sabía hallar respuesta para aquella prolongada ausencia e interrogaba atentamente el horizonte, esperando verlos asomar por la infinita extensión de bambúes.

Varias veces se acercó, junto con el tigre, hasta los primeros bambúes y escuchó atentamente los rumores lejanos; varias veces hizo resonar el
hulok
(especie de tambor de agudo sonido) suspendido cerca de la cabaña; varias veces quemó una carga de pólvora. Ningún sonido respondió a sus señales.

Descorazonado, se sentó esperando ansiosamente el retorno de los dos compañeros. Llevaba allí unos pocos minutos cuando el tigre se puso en pie emitiendo un sordo gruñido al que hicieron eco los alegres ladridos de Punthy.

Kammamuri se levantó creyendo que llegaban los cazadores, pero no vio a nadie. Se volvió y, apoyado en la jamba de la puerta, distinguió a Tremal-Naik.

—¡Tú, patrón! —exclamó con estupor.

—Sí, Kammamuri —respondió Tremal-Naik, con amarga sonrisa. —Ya estoy cansado de permanecer en la hamaca pensando.

Caminó unos pasos y se sentó entre las hierbas, cogiéndose la cabeza entre las manos y mirando fijamente al sol que se ocultaba por occidente.

—Patrón — dijo Kammamuri, después de algunos instantes de silencio.

—¿Qué quieres?

—Los cazadores no han vuelto todavía. Temo que haya ocurrido alguna desgracia.

—¿Quién te lo dice?

—Nadie, pero lo sospecho. En la jungla pueden merodear los hombres que asesinaron a Hurti y te apuñalaron a ti.

El rostro de Tremal-Naik se volvió hosco.

—¿Crees que hayan venido aquí? —preguntó.

—Podría suceder.

—Muy pronto estaré curado, Kammamuri. Entonces volveremos a la isla maldita y los exterminaremos a todos, ¡a todos!

—¿Qué? —exclamó Kammamuri con espanto—. ¿Volver a aquella isla…? Patrón, ¿qué dices?

—En aquella isla está Ada —murmuró Tremal-Naik—. y si no quieres venir, iré con Darma.

Kammamuri, que jamás abandonaría a su patrón, ni aunque fuera al infierno, pensó un momento y luego preguntó:

—¿Y cuando partiremos?

En aquel instante, por el sur, resonó un tiro de fusil, seguido por otras dos detonaciones. Darma saltó gruñendo.

El maharata y Tremal-Naik se pusieron en pie reteniendo a Punthy, que ladraba furiosamente.

—¡Kammamuri…! ¡Kammamuri…! —gritó una voz.

—Es Manciadi —exclamó el maharata.

En efecto, el bengalí, con gran rapidez, atravesaba la jungla hundiendo la espesa cortina de bambúes y agitando la carabina como un loco. Parecía presa de un gran terror.

—¡Kammamuri…! ¡Kammamuri! —repitió con voz entrecortada.

—¡Corre, Manciadi, corre! —gritó el maharata.

El bengalí, que corría rápidamente, en pocos minutos llegó a la cabaña. El miserable tenía la faz ensangrentada por una herida que se había hecho en la frente para inducir mejor a engaño y también tenía la túnica manchada de sangre.

—¡Patrón…! ¡Kammamuri! —exclamó, llorando desesperadamente.

—¿Qué te ha sucedido? —indagó Tremal-Naik con angustia.

—¡Han herido mortalmente a Aghur…! ¡Pobre de mí… no tengo la culpa, patrón… se nos han echado encima…! ¡Aghur! ¡Pobre Aghur!

—¿Lo han herido? —gritó Tremal-Naik con furor—. ¿Quién? ¿Quién?

—Los indios de los lazos… Estábamos sentados en un bosque de jaqueros —dijo el miserable continuando sus sollozos. —Se nos han echado encima antes de que pudiéramos tomar las armas y Aghur ha caído. Yo he tenido miedo y he huido.

—¿Cuántos eran?

—No lo sé. He escapado por milagro.

—¿Está muerto Aghur?

—No, patrón, no puede haber muerto. Lo han apuñalado, y luego ha desaparecido. Al escapar oí gritar al herido, pero no tuve el valor de volver a su lado.

—¡Eres un bellaco, Manciadi!

—Patrón, si hubiera vuelto me habrían matado —sollozó el bengalí.

—Kammamuri, quizás Aghur no esté muerto; es preciso ir a buscarlo y traerlo aquí —ordenó Tremal-Naik. —Llévate contigo a Darma y a Punthy. Con estos animales puedes hacer frente a cien hombres.

—¿Pero quién me guiará? —preguntó el maharata.

—Manciadi.

—¿Y tú quieres permanecer solo en la cabaña?

—Me basto para defenderme. Vete y no pierdas tiempo si quieres salvar al pobre Aghur. Manciadi, guía a este hombre al bosque.

—Patrón, tengo miedo.

—Guía a este hombre al bosque; si vacilas te hago destrozar por el tigre.

Tremal-Naik había pronunciado aquellas palabras de modo que Manciadi pudiera comprender que no se trataba de una broma. Simulando el máximo terror, el bengalí se unió al maharata, que se había armado con una carabina y un par de pistolas.

—Patrón —dijo Kammamuri, —si dentro de dos o tres horas no volvemos, significará que nos han asesinado. La canoa está en la orilla; piensa en ponerte a salvo.

—¡Nunca! —exclamó Tremal-Naik. —Te vengaré en Raimangal; calla y ponte en marcha.

El maharata y Manciadi, precedidos por el perro y el tigre, se lanzaron a la carrera en medio de la jungla.

El sol había desaparecido ya en el horizonte, pero surgía la luna, esparciendo una luz tenue, pero suficiente para guiar a los dos indios través de la selva de bambúes.

—Caminemos con precaución y en silencio —dijo Kammamuri a Manciadi.

—¿Tienes miedo, Kammamuri? —preguntó el bengalí.

—Creo que sí. Por suerte tenemos con nosotros a Darma, valiente animal que no teme a cincuenta hombres armados.

—Te advierto, Kammamuri, que yo no entraré en el bosque.

—Me esperarás donde te plazca y si quieres te dejaré a Punthy, bravo perro que sabe degollar a media docena de personas.

Manciadi, que ya había trazado su plan, condujo al maharata al sendero que había recorrido por la mañana y lo siguió durante tres cuartos de hora. Se detuvo en el borde del bosque de jaqueros.

—¿Es aquí? —preguntó Kammamuri, mirando con ansiedad por entre los árboles.

—Sí, aquí —respondió Manciadi, con actitud misteriosa. —Sigue este sendero que se adentra en el bosque y llegarás al estanque en cuyas orillas ha caído Aghur. Te espero aquí, escondido en esta densa espesura.

—¿Quieres el perro?

—Prefiero estar solo. Los indios no me descubrirán, estoy seguro.

—Dentro de media hora estaré de vuelta. Darma, dispuesto a caer ante el primer hombre que se presente ante nosotros; y tú lo mismo, Punthy.

El tigre dejó oír un pequeño rugido y se puso delante del maharata, con sus orejas enhiestas. El perro se puso detrás de él, enseñando los dientes.

—Muy bien —dijo Kammamuri. —nadie osará aproximarse sin el permiso de estos animales.

Entró en el bosque y avanzó por el sendero, sin hacer ruido, esperando oír algún lamento o alguna llamada que señalase la presencia de Aghur. Pero inútilmente.

Alargó el paso, apuntando una pistola a la derecha del sendero y la otra a la izquierda, y poco después llegó ante el estanque. Un haz de luz lunar iluminaba el terreno como en pleno día. Con indecible espanto, Kammamuri descubrió en tierra un cuerpo humano.

—¡Aghur! —exclamó Kammamuri sollozando.

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