El misterio de la jungla negra (11 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

Kammamuri quería añadir algunas palabras, quizás algún consejo, pero Tremal-Naik no le dio tiempo para ello.

—Si tienes miedo, vete. Yo y el tigre seguiremos.

—Te sigo, patrón, y que Siva nos proteja.

Agarró los remos, se sentó en medio de la barca y se puso a remar con todas sus fuerzas.

Tremal-Naik, cargada su carabina, se había puesto a popa con los ojos fijos en las dos orillas; el tigre, ahora ya bastante tranquilo, se había acurrucado a sus pies.

Pasaron diez minutos. Las orillas, que huían rápidamente ante los ojos de los dos indios, estaban cubiertas con bambúes que se sumergían en la corriente y por raras palmeras
tara,
en su mayor parte derribadas o destrozadas por la furia del huracán.

Súbitamente Tremal-Naik, que seguía atentamente el curso del río, divisó al sur un cohete que se elevaba a gran altura. Aunque el viento continuaba rugiendo y el trueno retumbando, oyó claramente el estallido.

—¡Una señal! —murmuró—. ¡Boga, boga, Kammamuri!

Un segundo cohete se elevó en la orilla opuesta.

El río en aquel punto transcurría más rápido, estrechándose como el cuello de una botella.

—Despacio, Kammamuri. Presiento que corremos un peligro.

El maharata retuvo el golpear de la pagalla. La canoa continuó deslizándose por en medio de la cuenca, cubierta por una espesa bóveda de tamarindos y mangles. La oscuridad se hizo profundísima de manera que los indios no veían más allá de cinco pasos.

Pero oyeron una zambullida, como de un cuerpo que se hunde.

—¿Patrón, lo has oído? —preguntó Kammamuri.

—Sí, alguien se ha lanzado al agua.

Tremal-Naik se inclinó sobre el río para ver si alguien se aproximaba a la canoa, pero no distinguió nada.

—Alguien pasa —dijo una voz que llegó hasta los dos indios.

—¿Serán ellos?

—¿O los nuestros? La cita es para la medianoche.

—¡Hola! —gritó una de aquellas voces—. ¿Quién pasa?

—No respondas, patrón —se apresuró a decir Kammamuri.

—Por el contrario, contestaré. Es preciso que sepa todo —dijo Tremal-Naik. Después preguntó en voz alta: — ¿Quién habla?

—¿Quién pasa? —preguntó la voz.

—Indios de Raimangal.

—Apresuraos, la medianoche no está lejos.

—¿Qué se hará a la medianoche? —inquirió el cazador de serpientes.

—La Virgen de la sagrada pagoda subirá a la hoguera.

Tremal-Naik sofocó un aullido que estaba a punto de brotarle de los labios. Luego, dominando su emoción:

—¿No ha muerto, pues, Tremal-Naik?

—No, hermano, porque Manciadi no ha vuelto todavía.

—¿Y la Virgen será quemada?

—Sí, a medianoche.

—Gracias, hermano —respondió con voz ahogada Tremal-Naik.

—Espera un momento. ¿Has oído el
ramsinga?

—No.

—¿Has visto a Huka?

—Sí, cerca de la hoguera.

—¿Sabes dónde se quemará a la Virgen?

—Me parece que en los subterráneos —respondió Tremal-Naik, alegre por poder saber algo más.

—Sí, en la gran pagoda subterránea. Apresúrate, porque la medianoche no debe de estar lejos. Adiós, hermano.

—¡Boga, Kammamuri, boga! —rugió Tremal-Naik.

Kammamuri agarró los remos y se puso a bogar con energía desesperada.

—¡Rápido…! ¡Rápido…! —instó Tremal-Naik, fuera de sí. —A medianoche se alzará la hoguera… ¡Rema, Kammamuri!

El maharata no tenía necesidad de ser incitado. Remaba tan furiosamente que los músculos amenazaban con hacerle estallar la piel.

La canoa atravesó el estrechamiento y entró rápida como una flecha en el río. Pronto apareció la punta extrema de Raimangal con su gigantesco
banian,
cuyas desmesuradas ramas se retorcían de mil formas bajo el poderoso soplo de la borrasca.

Un relámpago rasgó las tinieblas mostrando la orilla completamente desierta.

—¡Siva está con nosotros! —exclamó Kammamuri.

La canoa se encalló en la orilla, saliendo del agua una tercera parte de ella.

Tremal-Naik, cargado de municiones, Kammamuri y el tigre se lanzaron a tierra, alcanzando el tronco principal del
banian
sagrado.

—¿Oyes algo? —preguntó Tremal-Naik.

—Nada. Los indios deben de estar todos abajo.

—¿Tienes miedo de seguirme?

—No, patrón —respondió con voz firme el maharata.

—Siendo así, descendamos también nosotros. ¡Mi Ada no debe morir!

Se asieron a las columnas y llegaron a las ramas superiores, aproximándose a la rama fina del tronco. El tigre los alcanzó con un solo salto.

Tremal-Naik miró por la cavidad. A la claridad de los relámpagos descubrió unas muescas que permitían descender.

—Adelante, mi valiente maharata. Yo voy delante.

Y se dejó deslizar dentro del tronco. El maharata y Darma lo seguían muy cerca.

Cinco minutos después los dos indios y el tigre se encontraban en el subterráneo, en una especie de pozo semicircular, excavado en la roca viva, seis metros bajo el nivel de las
sunderbunds.

EN LA PAGODA SUBTERRÁNEA

Habiendo descendido a los subterráneos sin haber despertado la alarma, sólo les quedaba buscar el gran templo de la diosa Kalí, caer de improviso sobre la horda y raptar a la víctima, aprovechándose de la confusión y del desconcierto que provocaría la aparición del tigre.

Sin embargo, no era fácil orientarse en aquella profunda oscuridad entre los corredores del inmenso subterráneo. Ni Tremal-Naik, ni el maharata conocían el camino, ni sabían en qué lugar se había excavado el templo. No obstante, no eran hombres que retrocediesen ni que dudasen un momento, aunque les amenazasen miles de peligros.

Apoyando las manos en los muros, comenzaron a avanzar uno tras otro tanteando con el pie el terreno para no caer en cualquier agujero, y en el más profundo silencio, ya que no sabían si estaban solos, o algún centinela se encontraba próximo.

Después de un breve tiempo encontraron una amplia abertura, una especie de puerta, bajo cuyo dintel se detuvieron aguzando el oído.

—¿Oyes algún ruido? —preguntó con un hilo de voz Tremal-Naik a su compañero.

—Ninguno, patrón, fuera de los truenos.

—Es señal de que el suplicio no ha comenzado.

—Así lo creo, patrón. Los indios practican el
onugonum,
es decir, la ceremonia en que se quema a una mujer, pero siempre con gran estrépito.

—Temo perderme en estos corredores —declaró Tremal-Naik. —Se diría que en este instante supremo tengo miedo.

—Es imposible, ¡Miedo tú! Animo, patrón, y vayamos adelante despacio. Si alguien nos oye, podría dar la alarma y hacer que cayesen sobre nosotros todos los misteriosos habitantes de estos tenebrosos subterráneos.

—Ya lo sé, Kammamuri; ten al tigre.

Tremal-Naik puso su pie sobre un escalón viscoso y comenzó a descender con las manos tendidas hacia adelante, para no chocar contra algún obstáculo, y los ojos bien abiertos. Después de diez escalones encontró el suelo de un túnel que descendía lentamente.

—¿Ves algo? —preguntó a Kammamuri.

—Nada; me parece haberme vuelto ciego. ¿Será éste el camino que conduce a la pagoda?

—No lo sé, Kammamuri. Daría la mitad de mi sangre por encender un poco de fuego. ¡Qué situación tan tremenda!

—Adelante, patrón. Me temo que esté próxima la medianoche.

Tremal-Naik sintió un estremecimiento de horror, el corazón le latió con vehemencia furiosa y se lanzó resueltamente hacia adelante, tambaleándose como un borracho, buscando con las manos las paredes.

A medida que avanzaba se sentía presa de un extraño aturdimiento. La sangre le subía a las orejas, el corazón le latía cada vez más precipitadamente y las llamaradas le subían al rostro. Había momentos en que le parecía que oía en lontananza algunas voces, algunos gritos estridentes como de personas torturadas; divisaba llamas e incluso sombras que se movían alrededor y giraban en las tinieblas.

Ni siquiera oía la voz de Kammamuri, que le suplicaba que frenase su paso. Por fortuna el retumbar de los truenos repercutía bajo las lúgubres arcadas sofocando el rumor de los pasos.

De repente el cazador de serpientes chocó contra un objeto agudo que le traspasó la ropa rozándole la carne. Se detuvo de repente, retrocediendo.

—¿Quién está ahí? —preguntó con voz estridente, empuñando el cuchillo y alzándolo.

—¿Qué has encontrado? —preguntó el maharata, que se preparaba a lanzar adelante a Darma.

—Alguien se encuentra cerca de nosotros, Kammamuri. Estáte en guardia.

—¿Has visto alguna sombra?

—No, pero he chocado con una lanza. La punta me ha tocado el pecho y por poco no me ha herido.

—Sin embargo, Darma no da señales de inquietud.

—¿Me habré engañado? No es posible.

Avanzó una vez más, cautelosamente, y sintió la misma punta aguda que le penetró esta vez en la carne. Lanzó una sorda imprecación y alargó la mano derecha, agarrando una especie de lanza situada horizontalmente a la altura de su pecho. Probó a arrancarla, pero resistió; intentó torcerla, pero no fue capaz. Tremal-Naik dejó escapar una exclamación de asombro.

—¿Qué significa esto? —murmuró.

—¿Y bien, patrón? —preguntó Kammamuri—. ¿Qué obstáculo hay?

—Una lanza inarrancable, quizás inserta en el muro: desviémonos.

Se volvió a la derecha y después de algunos pasos encontró una segunda lanza también inarrancable. Su sorpresa llegó al colmo.

«Quizás es una obra de defensa» pensó «o quizás algún instrumento de tortura. Volvamos a la izquierda. Algún camino encontraré para continuar avanzando».

Caminó un rato y luego chocó su cabeza contra una bóveda bastante baja y puso los pies en un escalón. Descendió con precaución otros cuatro o cinco y luego se detuvo. Su mano encontró la de Kammamuri y se la estrechó fuertemente.

—¿Oyes, patrón? —preguntó el maharata.

—Sí —respondió Tremal-Naik en voz baja.

—¿Qué es ese murmullo?

—No lo sé; calla y escucha.

Aguzaron el oído, conteniendo la respiración. Cosa verdaderamente extraña: sobre sus cabezas se oía una especie de gorgoteo que repetía el eco de la galería. Un momento después, bajo la bóveda, apareció un disco levemente iluminado que se apagó casi en seguida. Tras él se produjo un lúgubre estrépito.

Kammamuri y Tremal-Naik se sintieron invadir por una viva inquietud y empuñaron las pistolas.

Pasaron algunos minutos y luego el disco reapareció y volvió a desaparecer, seguido de nuevo por el estrépito misterioso.

—¿Comprendes algo? —preguntó el maharata.

—Creo que sí —respondió Tremal-Naik. —Este gorgoteo hace sospechar la presencia del agua. Quizás por encima de nosotros corre un río.

—¿Y ese disco que aparece y desaparece?

—Quizás es una lente de vidrio o de cuarzo. La claridad proviene de los relámpagos y el ruido es el trueno que retumba en el exterior.

—¿Lo crees así, patrón?

—Verdadero o no, no retrocederé. La medianoche esta cercana.

—Estamos en un lugar horrible, patrón. Tiemblo como si tuviese frío. Este silencio y estas tinieblas me dan miedo.

—¿Está inquieto Darma?

—No, patrón, está tranquilo.

—Señal de que el enemigo no está todavía cerca de nosotros. Vayamos adelante.

Reemprendieron la marcha entre las tinieblas frías y húmedas, subiendo y bajando, chocando a menudo sus cabezas contra las bóvedas, caminando a bulto, seguidos siempre por el tigre, que no manifestaba ningún signo de inquietud.

Pasaron así otros diez minutos, largos como diez horas. Los dos indios creían ya haber tomado un falso camino y estaban a punto de volver cuando en una revuelta Tremal-Naik vio una gran llama que ardía en medio de la galería. Cerca de ella distinguió a un indio casi desnudo, apoyado en una especie de azagaya, coronada por la misteriosa serpiente. Un suspiro de alivio salió de sus labios.

—¡Finalmente! —murmuró. —Comenzaba a temer que me había metido en una caverna deshabitada. Atención, Kammamuri. Hay alguien.

—¿No podemos esquivarlo? —bisbiseó el maharata.

—Sí, volviendo atrás; pero Tremal-Naik no vuelve atrás.

—Harás ruido, gritará y se nos echará encima.

—Ese hombre nos vuelve la espalda y Darma tiene el paso silencioso.

Se inclinó hacia el tigre, que miraba ferozmente al indio, mostrando los agudos colmillos y los largos miembros.

—Mira a ese hombre, Darma —dijo Tremal-Naik.

El tigre emitió un sordo murmullo.

—Ve y destrózalo, amigo.

Darma miró a su amo y luego al indio. Sus ojos se dilataron y pareció que se incendiasen. Había comprendido lo que el cazador de serpientes deseaba.

Rastreó con el vientre rozando el suelo, miró por última vez a Tremal-Naik que le indicaba al indio y se alejó con paso silencioso, agitando levemente la cola, como un gato colérico. El indio no había oído ni visto nada, con su espalda vuelta hacia el fuego. Se hubiera dicho que estaba adormecido apoyado en su lanza.

Tremal-Naik y el maharata, empuñando las carabinas, seguían ansiosamente los movimientos de Darma, que miraba con ojos flameantes a su víctima, avanzando con precaución. El temor hacía latir fuertemente sus corazones. Bastaba un grito del indio para que se extendiese la alarma por los subterráneos y la audaz empresa se derrumbase como un castillo de naipes.

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