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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

El misterio de la jungla negra (9 page)

Corrió como un loco hacia el estanque y se inclinó sobre el pobre compañero, que todavía tenía el lazo alrededor del cuello.

—¡Aghur! ¡Mi pobre Aghur! —repitió Kammamuri, con voz quebrada.

De repente lanzó un grito horrible y sus ojos se fijaron en una piedra contra la que estaba apoyada la cabeza de Aghur.

A los rayos de la luna leyó las siguientes palabras, escritas con letras de sangre: «
Kammamuri, Manciadi me ha asesina…
»

El maharata se puso en pie. Comprendió la traición del bengalí y el peligro que corría su patrón.

—¡Darma! ¡Punthy! —gritó con voz entrecortada—. ¡A la cabaña! ¡A la cabaña…! Están matando al patrón.

Y se lanzó a través de la floresta precedido por el tigre y seguido por el perro.

Mientras Kammamuri corría como un gamo bajo las obscuras bóvedas de vegetación, el bengalí no había perdido el tiempo.

Cuando se quedó solo se había lanzado fuera de la espesura y había corrido precipitadamente hacia la cabaña, resuelto a estrangular a su segunda víctima.

Sabía que llevaba buena ventaja al maharata, pero, a pesar de ello, devoraba el camino con la velocidad de un proyectil temiendo que le pillasen en el momento de la realización el tigre y el perro, de los que podía temer todo.

Atravesó la jungla empleando menos de media hora y, después de haber preparado un segundo lazo, se detuvo en el límite del bosque.

—Tremal-Naik estará seguramente en guardia —murmuró. —Si me ve volver solo creerá que he abandonado a Kammamuri y me levantará la tapa de los sesos con una bala de carabina. Este hombre no bromea.

Separó un poco los bambúes y miró hacia el norte. A cuatrocientos pasos de distancia descubrió la cabaña y junto a ella a Tremal-Naik en pie con la carabina en la mano.

—¡Ah! —exclamó el miserable. —No será fácil matarlo, pero Manciadi es más astuto que un cazador de serpientes.

Reemprendió su carrera hacia el este trotando furiosamente durante seis o siete minutos y luego se lanzó a la llanura. La cabaña quedaba a su derecha y Tremal-Naik le mostraba un costado. Con un poco de astucia podía aproximarse y cogerlo por la espalda.

Prestamente tomó su resolución. Comenzó a deslizarse entre las hierbas como una serpiente, alargándose lo más posible para no ser visto por Tremal-Naik y procurando no hacer ruido.

El ligero vientecillo que curvaba dulcemente las altas cimas de los bambúes producía un ligero roce, suficiente para cubrir el reptar del hombre.

Avanzando así y deteniéndose para aguzar el oído y mirar a Tremal-Naik, que no parecía darse cuenta de nada, logró llegar a la cabaña.

Caminó sobre la punta de los pies y se detuvo a diez pasos de Tremal-Naik. Dirigió una última mirada a la jungla y no divisó a nadie.

En sus labios apareció una sonrisa cruel y sus ojos brillaron como los de un gato.

Un segundo más y la víctima caería para no volver a levantarse.

Hizo silbar rápidamente el lazo en torno a él y lo lanzó al tiempo que daba un salto hacia adelante.

Tremal-Naik cayó al suelo como un árbol desarraigado por el viento, pero, por casualidad, una mano se le había quedado presa en el lazo.

—¡Kammamuri! —gritó el desgraciado, cogiendo con la otra mano la cuerda y tirando hacia sí con desesperada energía.

—¡Muere! —¡Muere! —aulló el asesino arrastrándolo por el suelo. Tremal-Naik lanzó un segundo grito.

—¡Kammamuri! ¡Socorro!

—Aquí estoy —tronó una voz

Manciadi rechinó los dientes con furor. En el borde de los bambúes había aparecido de improviso el maharata: ante él corría, con saltos gigantescos, el tigre, con Punthy a su costado.

Un relámpago rompió la oscuridad, seguido por una fragorosa detonación. Manciadi saltó y se lanzó como un loco hacia la orilla próxima.

Resonó un segundo disparo y Manciadi cayó en el río.

LA EMBOSCADA

Aunque medio estrangulado y aturdido, Tremal-Naik, apenas sintió el lazo aflojarse, se alzó y, recogiendo su carabina, se lanzó resueltamente hacia el río; pero cuando llegó a la orilla Manciadi había desaparecido.

Se adentró en el agua, pero no aparecía ninguna cabeza en la superficie del río. Quizá la corriente había arrastrado al asesino, que sin duda había sido alcanzado por la carabina o la pistola del maharata.

¡Ah! ¡Miserable! —exclamó Tremal-Naik, furioso.

¡Patrón! —gritó Kammamuri, acudiendo—. ¿estás herido?

—Tremal-Naik no se deja estrangular por esos hombres.

—No me queda sangre en las venas, patrón. Temía no llegar a tiempo para salvarte. ¡Ah, qué canalla! ¡Era un estrangulador! Si le cojo entre mis garras no le dejo entero un pedacito mayor que una rupia. ¡Engañarnos a nosotros, cazadores de serpientes! ¿Sabes, patrón, que has escapado de milagro?

—Lo sé, Kammamuri. ¿Y Aghur…? ¿Qué le ha ocurrido a Aghur?

El maharata enmudeció y dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo.

—Ha muerto, patrón —balbució Kammamuri.

Tremal-Naik se llevó las manos a la cabeza con gesto desesperado.

—Todos mueren alrededor mío —dijo—. ¿Pero qué he hecho yo, Siva, para tener que perder a todos aquellos que amo?

Inclinó la cabeza sobre el pecho y una lágrima corrió por sus mejillas bronceadas. Kammamuri, viendo llorar a aquel hombre, se sintió destrozada el alma.

—Patrón —murmuró.

Tremal-Naik no lo oyó. Se había sentado en la orilla del río y contemplaba la jungla, con los músculos del rostro contraídos y una mueca de dolor y de ira. Luego, aludiendo a Aghur, preguntó:

¿Fue, pues, Manciadi el que lo asesinó?

¡Sí, patrón, él!

—Ese monstruo había estudiado bien el plan —dijo Tremal-Naik.

—Sí, patrón. Había asesinado a Aghur para alejarme a mí y caer sobre ti. Por suerte me he dado cuenta y he llegado a tiempo.

—¿Pero no habías tenido ninguna sospecha antes?

—No, patrón. Manciadi nos engañaba muy bien. ¿Pero qué motivo podía tener para asesinarnos?

—Debe de haber venido de Raimangal.

—¿Lo crees así, patrón?

—Estoy seguro. ¿Has visto su pecho?

—No: siempre lo tenía cubierto.

—Para esconder el misterioso tatuaje.

—¿Y crees que esos miserables volverán a la carga? —preguntó Kammamuri.

Tremal-Naik no respondió. Su rostro miraba ahora hacia el sur.

—¿Has visto algo? —le preguntó otra vez el maharata con ansiedad.

—Sí, Kammamuri. Me parece haber divisado un claror extraño rasgar el fondo de la jungla y después extinguirse.

—Vayamos a la cabaña, patrón. Aquí no estamos seguros.

Tremal-Naik miró por última vez la jungla y el río y luego se dirigió con pasos lentos hacia la cabaña, donde fue a arrojarse sobre la hamaca.

Kammamuri dio varias vueltas en torno a la cabaña mirando atentamente en medio de las hierbas, pero no divisó nada nuevo. Entró llevándose consigo a Darma y Punthy, atrancó la puerta y se tendió tras ella, de manera que le despertase el menor golpe.

Pasaron varias horas sin que nada sucediese. El maharata, cada vez más inquieto, no cerraba los ojos y con frecuencia se levantaba para asomarse, con gran precaución, a las ventanillas.

Hacia medianoche la luna se ocultó dejando a la jungla en la más perfecta oscuridad. Justamente entonces Punthy ladró tres veces.

—Alguien se acerca —murmuró Kammamuri. —Punthy lo ha oído.

Entró en la estancia de Tremal-Naik. Este dormía profundamente.

Punthy dejó oír tres veces un sordo murmullo y se lanzó hacia la puerta mostrando los dientes. También el tigre había oído algo, porque emitió un ronco gruñido.

Kammamuri, tras de haberse provisto de un par de pistolas, fue a espiar por todas las ventanas, pero sin lograr ver nada ni oír nada. Tuvo por un instante la idea de disparar un pistoletazo para ahuyentar a aquél o aquéllos que osaban aproximarse a la cabaña, pero no queriendo despertar a Tremal-Naik y por temor de que el patrón se lanzase al descubierto, se contuvo.

Algunas horas después, mientras pasaba ante un agujero, le pareció ver, hacia el sur, una llamarada de fuego y oír un ligero silbido, seguido por una sorda detonación.

Permaneció despierto todavía durante bastante tiempo y luego cediendo al sueño y a la fatiga se adormeció. Ni el perro ni el tigre dieron más señales durante el resto de la noche.

Por la mañana, ansioso por saber algo, Kammamuri se apresuró en salir. Lo que en seguida atrajo su mirada fue un puñal clavado en tierra, a pocos pasos de la cabaña, que retenía un papel azulenco.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Alguien ha osado venir hasta aquí…!

Se aproximó con precaución y casi con repugnancia a aquellos objetos y los recogió. El puñal era de acero bruñido, de un metal que dejaba ver el veteado, de una forma particular y con extrañas incisiones en la hoja.

Abrió la carta: en ella distinguió el dibujo de una serpiente con la cabeza de mujer, el emblema misterioso de los indios de Raimangal, y debajo algunas líneas de escritura roja.

Hizo acurrucarse a Darma y Punthy y acudió corriendo a Tremal-Naik. Lo encontró sentado ante una de las ventanas, con la cabeza entre las manos, la mirada vuelta hacia los nebulosos horizontes del sur.

—Patrón —dijo el maharata.

—¿Qué quieres? —preguntó el indio con voz sorda.

—Deja los tristes pensamientos y mira estos objetos.

Tremal-Naik se volvió como penosamente. Pero cuando vio el puñal que Kammamuri le mostraba, una contracción nerviosa alteró los rasgos de su cara.

—¿Qué es? —interrogó estremeciéndose—. ¿Quién te ha dado esa arma?

—La he encontrado ante la cabaña. Lee esta carta, patrón.

Tremal-Naik se la arrebató vivamente de las manos y echó una rápida ojeada. He aquí lo que leyó:

Tremal-Naik,

La misteriosa divinidad que impera poderosamente sobre toda la India te manda el puñal de la muerte. Basta un arañazo con su punta envenenada para que desciendas a la tumba.

Tremal-Naik, debes desaparecer de la superficie de la tierra: la divinidad lo quiere así. Sólo a este precio puedes detener el rayo que está a punto de caer sobre la cabeza de la que está condenada. Esta tarde al ocultarse el sol Manciadi espera tu cadáver.

Suyodhana

Tremal-Naik se había puesto pálido al leer la carta.

—¡Gran Siva! —exclamó con voz sofocada—. ¡Un rayo está a punto de caer sobre la que fue condenada! ¡Kammamuri! ¡Si no me mato, matarán a Ada!

Tremal-Naik se lanzó como un loco al exterior de la cabaña y volvió terriblemente transfigurado.

—Patrón, es imposible que la maten —dijo Kammamuri.

—¿Y si fuera de verdad? ¿Y si esos monstruos la matan?

—¡Siva, dios mío, vela por ella! ¡Vela por mi pobre Ada! —dijo Tremal-Naik con voz ansiosa.

Tremal-Naik se sentó apretándose la cabeza con las manos. De pronto se puso en pie como un tigre que estuviese presto a lanzarse sobre su presa. Un siniestro relámpago le brillaba en sus ojos.

—¡Ha sonado la hora de la venganza! —dijo con feroz acento—. ¡A mí, Darma!

El tigre de un salto fue a la puerta de la cabaña haciendo oír su formidable rugido. Descolgando de un clavo una carabina, Tremal-Naik estaba a punto de salir cuando Kammamuri lo detuvo.

—¿Dónde vas, patrón? —le preguntó, abrazándole por en medio del cuerpo.

—A Raimangal, para salvarla antes de que me la maten.

—Pero te matarán a ti incluso antes de que puedas siquiera verla —le gritó Kammamuri. —No ha llegado todavía la hora para ir a la isla maldita, ni tú tampoco te encuentras tan fuerte para luchar contra ellos. Quieren tu cadáver, han escrito: bien, lo tendrán, pero será un cadáver que respirará todavía y que saltará a la garganta del asesino del pobre Aghur. Deja que yo te guíe, patrón; los maharatas son astutos, tú lo sabes bien.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tremal-Naik, que poco a poco se rendía.

—Quiero decir que nos hace falta un hombre que confíese todo con el fin de saber lo que tenemos que hacer. Si es necesario, mañana partiremos para Raimangal.

—Continúa —dijo el cazador de serpientes, que comenzaba a interesarse por lo que decía Kammamuri.

—Esta noche, al ponerse el sol, te llevaré a la jungla y fingirás que estás muerto. Yo y Darma nos emboscaremos a pocos pasos de ti para que no te ocurra ninguna desgracia. Llega el canalla que asesinó a Aghur y nosotros nos lanzamos sobre él y lo hacemos prisionero. Me encargo yo de hacerle confesar el lugar donde esconden a la mujer que tú amas y de obligarlo a revelarnos el número de nuestros enemigos y medios de que disponen.

Tremal-Naik tomó las manos del maharata y las estrechó afectuosamente.

—Tienes razón, mi buen amigo —dijo. —Haremos lo que tú dices.

Nada ocurrió de nuevo durante la jornada. Kammamuri se acercó varias veces hasta la jungla, armado hasta los dientes, esperando divisar a alguien, quizás al mismo Manciadi, pero no vio ningún alma ni oyó señales ni ruido.

A las siete el sol rayaba el horizonte por el oeste. Era el momento de actuar.

—Patrón —dijo el maharata, que se frotaba alegremente las manos, —no perdamos tiempo.

Justamente en aquel momento, por el sur, resonó el
ramsinga.

—Los canallas se aproximan —dijo Kammamuri. —Animo, patrón; te llevo a la jungla. Ni una palabra, ni el menor movimiento si no quieres estropear la emboscada. Apenas aparezca el asesino el tigre lo tirará por tierra.

Agarró al patrón, se lo cargó sobre los hombros después de haberle colocado debajo de la amplia faja un par de pistolas, y se dirigió tambaleándose hacia la jungla.

El sol desaparecía por occidente cuando llegaba a los primeros bambúes. Depositó sobre la hierba a Tremal-Naik, que conservaba la inmovilidad de un cadáver, y luego inclinado sobre él le dijo:

—Patrón, ni siquiera un movimiento. Apenas el tigre se lance sobre Manciadi, levántate y tapa la boca al miserable. Quizá haya otros indios en las cercanías.

—Déjame obrar a mí —susurró Tremal-Naik. —Todo saldrá bien.

Kammamuri se alejó con la cabeza inclinada sobre el pecho, en la actitud de un hombre hondamente dolorido. Cuando llegó a la cabaña, un segundo sonido de trompeta resonó entre los bambúes espinosos de la jungla.

—Manciadi está todavía lejos —dijo. —Todo va bien.

Entró en la cabaña, se armó de pistolas y de un cuchillo, luego salió y miró atentamente hacia el río y hacia la jungla.

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