El misterio de la jungla negra (5 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

El
ramsinga
no había repetido sus fúnebres notas y el murmullo había dejado de oírse hacía mucho rato. Reinaba en todas partes un silencio profundo.

Tremal-Naik, sin embargo, no se atrevía a moverse, excepto para apoyar el oído en las frías losas de la pagoda y escuchar con profunda atención.

Una voz secreta le aconsejaba velar y desconfiar, y pronto se dio cuenta de que aquella voz no mentía, pues hacia las once, cuando más densas eran las tinieblas, llegó hasta él un ruido extraño, no definible

Algo parecía bajar de lo alto de la pagoda, siguiendo la cuerda que sostenía la lámpara. Tremal-Naik no vio nada, aunque forzaba la vista. No obstante, empuñó las pistolas y se levantó silenciosamente, poniéndose de rodillas.

Resonó en las tinieblas el repiqueteo metálico. Lo producía la lámpara que se agitaba, sacudida sin duda por el que descendía.

Tremal-Naik no se pudo contener.

—¿Quién va? —gritó.

Nadie contestó a la pregunta y el repiqueteo cesó.

—¿Me habré equivocado? —se preguntó.

Se levantó y miró hacia arriba. Arriba, en la cúpula, la luna continuaba reflejándose en la bola dorada, y se veía una parte de la cuerda que sostenía la lámpara, pero no había ningún ser humano.

—Es extraño —dijo Tremal-Naik, preocupado.

Volvió a agazaparse, sin dejar de mirar a su alrededor.

Pasaron otros veinte minutos y la lámpara volvió a sonar.

—¿Quién va? —repitió con voz estridente—. Si hay alguien, que se dé a conocer: Tremal-Naik le espera.

Silencio de nuevo. Entonces se agarró a los pies de la gigantesca estatua, subió a sus brazos, trepó hasta apoyar los pies en su cabeza y cogió la lámpara, agitándola furiosamente.

Resonó en la pagoda una carcajada.

—¡Ah! —exclamó Tremal-Naik, que se sentía invadido por la cólera. —Alguien ríe ahí arriba. ¡Espera!

Reunió sus fuerzas hercúleas y con un tirón irresistible rompió la cuerda. La lámpara cayó al suelo con un gran estruendo que repitieron los ecos del templo.

Resonó otra carcajada. Tremal-Naik bajó rápidamente de la estatua, escondiéndose detrás.

Justo a tiempo. Se abrió una puerta y apareció en el umbral un indio alto y delgado, ricamente vestido, con un puñal en una mano y una antorcha resinosa en la otra.

Aquel hombre era el cruel Suyodhana: un júbilo infernal iluminaba su cara del color del bronce y en sus ojos brillaba una luz siniestra.

Se detuvo un momento a contemplar a la monstruosa divinidad, detrás de la cual se encontraba Tremal-Naik con el cuchillo entre los dientes y empuñando las pistolas; después avanzó unos pasos. Detrás de él avanzaban veinticuatro indios, doce a su izquierda y doce a su derecha, armados todos de puñal y cordón de seda con bola de plomo.

—Hijos míos —dijo Suyodhana con voz enardecida— ¡es medianoche!

Los indios soltaron las cuerdas, blandieron los puñales y plantaron las antorchas en agujeros de las piedras.

—¡Estamos preparados para la venganza! —respondieron al unísono.

—Un impío —prosiguió Suyodhana —ha profanado la pagoda. ¿Qué merece ese hombre?

—¡La muerte! —contestaron los indios.

—¡Tremal-Naik! —gritó Suyodhana en un tono amenazador—. ¡Sal!

Le contestó una carcajada; después el cazador de serpientes apareció, lanzándose de un salto delante de la monstruosa divinidad.

Ya no era el mismo hombre; parecía un verdadero tigre salido de la jungla. Sus labios esbozaban una feroz sonrisa; su cara era cruel, alterada por una cólera furiosa; sus ojos eran ascuas.

—¿Queréis matar a Tremal-Naik? —exclamó riendo. —Se ve que no conocéis todavía al cazador de serpientes. Mirad, asesinos, cómo os desprecio.

Levantó las dos pistolas y las disparó al aire, lanzándolas lejos. Descargó después la carabina y la empuñó por el cañón para utilizarla como una maza.

—Ahora —dijo, —el que se sienta con valor suficiente para atacar a Tremal-Naik que avance. Me bato por la mujer que vosotros, malditos, habéis condenado.

Dio un salto hacia atrás y se puso a la defensiva, lanzando su grito de guerra.

Un indio, sin duda el más fanático, se lanzó contra él, haciendo silbar el lazo en el aire. Ya fuese porque había tomado demasiado impulso o porque resbaló, fue a caer casi a los pies de Tremal-Naik.

La terrible maza se levantó y cayó con rapidez fulminante, golpeando el cráneo del indio. La muerte fue instantánea.

—¡Adelante! —gritó Tremal-Naik—. ¡Lucho por mi Ada!

Entonces los veintitrés indios se lanzaron juntos contra el cazador de serpientes, que volteaba la carabina.

Cayó otro indio, pero la carabina no resistió el segundo golpe y se partió.

—¡Muerte! ¡Muerte! —gritaron los indios furiosos.

Cayó un lazo sobre Tremal-Naik, apretándole el cuello, pero el se lo arrancó de las manos al estrangulador y, empuñando el cuchillo, trepó por la estatua de bronce. Después se agazapó como un tigre y, saltando sobre las cabezas de los indios, trató de dirigirse hacia la puerta, pero no consiguió llegar a ella. Dos lazos le aprisionaron las piernas, golpeándolo dolorosamente con las bolas de plomo, y lo derribaron.

Lanzó un grito terrible. Los indios cayeron sobre él inmediatamente como una jauría alrededor del jabalí, y, a pesar de su fuerte resistencia, Tremal-Naik se encontró fuertemente atado y reducido a la impotencia.

—¡Muerte! ¡Muerte! —gritaron los indios.

Con un esfuerzo hercúleo rompió dos cuerdas, pero no pudo hacer más. Lo aprisionaron nuevos lazos, tan fuertes que sus carnes ennegrecieron.

Suyodhana, que había asistido impasible a aquella lucha desesperada de un solo hombre contra veintidós, se le acercó y lo contempló durante unos instantes con alegría satánica.

Tremal-Naik, que no podía hacer nada, le escupió a la cara.

—¡Impío! —exclamó el hijo de las sagradas aguas del Ganges.

Cogió con mano firme el puñal y lo alzó sobre el prisionero, que lo miraba despectivamente.

Después la hoja del vengador entró en su pecho. Tremal-Naik abrió desmesuradamente los ojos y después los cerró; un espasmo violento agitó sus miembros y los paralizó. Un reguero de sangre caliente le bajó por las vestiduras, regando las piedras.

—Kalí —dijo Suyodhana, dirigiéndose a la estatua de bronce, —escribe en tu libro negro el nombre de esta nueva víctima.

A una señal suya dos indios levantaron al desventurado Tremal-Naik.

—Echadlo a la jungla para que lo devoren los tigres —ordenó el terrible hombre—. ¡Así perecen los impíos!

KAMMAMURI

Kammamuri, tras separarse de Tremal-Naik, había tomado el camino que llevaba al río, tratando de seguir las huellas del indio que le precedía. Hay que decir, sin embargo, que el valiente maharata se alejaba de su señor a regañadientes y casi con remordimientos.

Como sabía que Tremal-Naik quería volver a ver a la misteriosa visión, temía que cometiese alguna locura, por lo que a cada dos pasos se detenía, titubeante, más dispuesto a volver sobre sus pasos, a pesar de la orden recibida, que a avanzar.

¿Cómo volver a la cabaña sabiendo que el señor se encontraba en la jungla maldita, donde los enemigos pululaban como los bambúes? Le parecía algo muy grave, completamente imposible, casi un delito.

No había recorrido todavía media milla cuando decidió volver, aun a costa de irritar a Tremal-Naik.

—Al fin y al cabo —dijo el valiente maharata, —un compañero podrá servirle para algo. Animo, Kammamuri, valor y mucho ojo.

Hizo una pirueta sobre sus talones y se dirigió de nuevo hacia el oeste, sin preocuparse del indio que le había precedido. Aún no había dado veinte pasos cuando oyó una voz desesperada que gritaba.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Estuvo escuchando con una mano detrás de la oreja: la brisa nocturna que soplaba del oeste le llevó un silbido agudo.

—También por ahí sucede algo —murmuró el maharata, preocupado. —El que ha gritado debe estar a media milla de aquí, en la dirección tomada por mi señor. ¿Estarán asesinando a alguien?

Tenía mucho miedo de caer en manos de los indios, pero decidió proseguir.

Se colocó la carabina bajo el brazo y se dirigió hacia el oeste, apartando los bambúes con precaución. Precisamente en aquel momento sonó una detonación.

Al oírla el maharata sintió que se le helaba la sangre en las venas. Era la carabina de Tremal-Naik, que tantas veces había oído tronar en la jungla negra. La conocía demasiado bien y no podía equivocarse.

—¡Gran Siva! —murmuró entre dientes—. El señor se defiende.

La idea de que Tremal-Naik corría peligro le infundió un valor extraordinario. Despreciando toda precaución, olvidando que tal vez los indios le espiaban, se puso a correr hacia el lugar de donde había salido la detonación.

Un cuarto de hora después llegó a un pequeño claro donde se retorcía un objeto largo y manchado.

—¡Vaya, una pitón! —exclamó Kammamuri, que, acostumbrado a ver reptiles como aquél, no sentía ningún miedo.

Iba a alejarse para evitar que le pudiera atacar y triturar, cuando se dio cuenta de que el reptil no estaba entero y que a su lado yacía un cuerpo humano.

Sintió que se le erizaba el mechón de pelo que le crecía en la nuca.

—¿Será el señor? —murmuró.

Agarró la carabina por el cañón, se colocó ante el reptil que se debatía furiosamente, perdiendo sangre, y le aplastó la cabeza.

Una vez se hubo desembarazado del monstruo corrió hacia aquel cuerpo humano que no daba ya señales de vida.

—¡Visnú sea loado! —exclamó, lanzando un suspiro de alivio—. No es el señor.

En efecto, era un indio, aquél que, por lanzarse contra Tremal-Naik, había caído en los anillos de la serpiente.

El pobre diablo estaba irreconocible después del terrible abrazo del reptil. Tenía la boca desmesuradamente abierta y llena de una espuma sanguinolenta y los ojos se le salían de las órbitas.

Kammamuri estaba observando todavía al desdichado (cuyo final, a decir verdad, le importaba muy poco) cuando un ligero crujido de bambúes lo puso en guardia. Se agachó rápidamente y se tumbó entre las hierbas, permaneciendo inmóvil como el cadáver que tenía al lado.

Si no le habían visto todavía podía escapar a la mirada de los que habían movido los bambúes, pues las cañas eran altas.

El crujido había cesado casi en seguida, pero no había que fiarse. Los indios son pacientes como los pieles rojas de América y espían a la presa durante horas e incluso días, y Kammamuri, indio también, lo sabía.

Permaneció inmóvil bastante tiempo y después se atrevió a levantar la cabeza y mirar a su alrededor.

Inmediatamente se oyó un silbido y sintió que un lazo, que una mano hábil le había echado alrededor del cuello, le estrangulaba.

Contuvo el grito que iba a salirle de los labios y agarró fuertemente la cuerda, evitando así que lo estrangulase. Después se dejó caer de nuevo entre la hierba, retorciéndose como un agonizante.

La estratagema dio resultado.

El estrangulador que se mantenía escondido detrás de un grupo de cañas de azúcar salvaje, creyendo que la víctima iba a morir, salió de su escondrijo para rematarla a puñaladas. Pero Kammamuri, que mientras se agitaba había sacado una de sus dos pistolas y la había armado, la apuntó contra el atacante.

Una llamarada y una detonación: el estrangulador se tambaleó, se llevó las manos al pecho y cayó entre las hierbas.

Kammamuri se le echó encima con la segunda pistola.

—¿Dónde está Tremal-Naik? —le preguntó.

El estrangulador intentó incorporarse, pero volvió a caer. Le salió de la boca un chorro de sangre; abrió mucho los ojos, lanzó un gemido y quedó paralizado: estaba muerto.

—¡Escapemos! —murmuró el maharata. —Dentro de poco tendré detrás de mí a sus compañeros.

Se puso en pie y se dio a una precipitada fuga por el mismo sitio por donde había llegado, convencido de que el muerto era el indio que le había precedido y Tremal-Naik había conseguido salvarse.

Recorrió corriendo más de una milla, internándose cada vez más en la jungla y procurando mantener una misma dirección en todo momento para llegar a la orilla del río y allí esperar la vuelta del amo, al que no quería abandonar. Era medianoche cuando se encontró en el lindero de un bosque de cocoteros, soberbias plantas que superan en belleza a las palmeras y una sola de las cuales basta para proporcionar alimento, bebida e incluso vestido para toda una familia.

El maharata no se atrevió a avanzar más; trepó a una de aquellas plantas y estableció allí arriba su domicilio, seguro de que no le asaltarían los indios y menos todavía los tigres, de los que debía haber muchos en la isla.

Se acomodó allí arriba, se ató con la cuerda que le había cogido al estrangulador y, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba, cerró los ojos.

No durmió más que unas horas, pues le despertó un estruendo infernal. Un numeroso grupo de chacales, salido de quién sabe donde, había rodeado el árbol y le honraba con una terrible serenata. Aquellos animales, bastante parecidos a los lobos, que pululan como hormigas en casi toda la India y cuyas mordeduras se consideran venenosas, daban saltos desesperados contra el árbol con aullidos que atemorizaban hasta a los que estaban acostumbrados a oírlos.

Kammamuri habría querido alejarlos con algún disparo, pero lo contuvo el temor de atraer a los indios, mucho más terribles que aquellas bestias, y se resignó a escuchar el concierto, que duró hasta el amanecer.

Entonces pudo gozar plenamente del sueño, que se prolongó más de lo que habría deseado, pues cuando volvió a abrir los ojos el sol había terminado casi su recorrido y descendía rápidamente hacia el horizonte. Kammamuri partió un coco maduro. Comió una parte y se volvió a poner en marcha, esta vez con intención de no llegar a la orilla sino de encontrar a Tremal-Naik.

Cruzó el bosque de cocos perdiendo varias horas, y, aunque la noche estaba bastante avanzada, volvió a la jungla desviándose hacia el sur. Continuó andando así hasta medianoche, deteniéndose de vez en cuando a inspeccionar el terreno con la esperanza de encontrar alguna huella de su señor. Sin esperanzas ya de descubrir ningún indicio, iba a buscar un árbol para pasar el resto de la noche cuando dos disparos que resonaron casi simultáneamente, le hicieron estremecerse.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡Oh! ¡Malditos!

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