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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

El misterio de la jungla negra (22 page)

—Cierto es que no conoce la entrada —dijo Tremal-Naik. —Sabe sólo que el cubil de los
thugs
se encuentra en Raimangal y nada más.

—Que pruebe a descubrir aquel cubil, si es capaz —dijo el viejo
thug,
con acento irónico. —Puede recorrer la isla un mes entero sin encontrar nada.

—Y entonces vendrá aquí —afirmó el faquir.

—¿Y quién lo hará venir?

—Yo.

—¿Cómo?

—Prometiéndole revelaciones.

—No vendrá solo.

—Que se traiga dos regimientos de cipayos si quiere; no nos molestarán.

—No te comprendo: si lo matas, los cipayos se apresurarán a vengarlo.

—Si son capaces de encontrarnos —dijo el
ramanandy
con una sonrisa misteriosa. —La pagoda está cercana y comunica con mi casa.

Luego, cruzando los brazos sobre el pecho, declaró:

—Kalí es grande y protege a sus fieles, y Windhya es uno de sus más ardientes adoradores. El capitán Macpherson nos ha hecho un gran mal: ahora quiere destruirnos; pero será él quien muera, antes que el hijo de las sagradas aguas del Ganges.

—Sí —murmuró Tremal-Naik, cogiéndose la cabeza entre las manos y apretándola con un gesto desesperado. —Lo mataré, porque sólo su muerte me devolverá a mi Ada.

LA TRAMPA

Cuando el viejo
thug
y Tremal-Naik abandonaron la casucha del
ramanandy,
el sol ya había desaparecido y las tinieblas caían rápidamente sobre las aguas del sagrado río.

A breve distancia los seguían los seis hombres de la chalupa, armados con pistolas y puñales para defenderlos en el caso de que fueran descubiertos por el capitán o sus cipayos, cosa no improbable al tener que acudir a la cita con Nimpor. Llegados a la orilla del Ganges, los ocho indios embarcaron y comenzaron a descender por el río.

Era una noche espléndida y tranquila. Brillaban en el cielo miríadas de estrellas mientras la luna comenzaba a mostrarse por detrás de los árboles de los bosques y, alzándose poco a poco, iluminaba la selva de campanarios, agujas y cúpulas de las numerosas pagodas, haciendo que centelleasen sus dorados.

Y sobre las aguas del Ganges centelleaban también las lamparillas que las asustadas esposas de los marineros indios habían confiado a la sagrada corriente para atraer buenos auspicios.

Aquellas llamitas, encendidas en nueces de coco y abandonadas por centenares en la corriente, describían líneas caprichosas, volviéndose de un lado para otro; y las mujeres indias, agrupadas en las orillas del río sagrado, las observaban con atención y ansiedad. Cuando un grupo de ellas tocaba felizmente la orilla opuesta era señal de buen augurio y del retorno próximo del marinero que navegaba por el océano Indico, lo que provocaba gritos de alegría en los grupos que esperaban, y la afortunada mujer que había visto llegar a buen destino sus lamparillas podía volverse tranquila a su vivienda, segura de la protección de su divinidad.

La chalupa, que descendía por la corriente con la rapidez de una flecha bajo el poderoso impulso de seis remos, viró bruscamente hacia la orilla izquierda y fue a parar ante una pequeña escalinata ya casi en ruinas, que estaba situada frente a una vieja pagoda.

—Seguidme —dijo el viejo
thug.

Fue amarrada la chalupa y todos desembarcaron y subieron a la escalinata.

Ante la pagoda, Tremal-Naik descubrió al faquir del brazo anquilosado. Estaba sentado en el último escalón y había cubierto su delgado cuerpo con un amplio
dubgah
de color oscuro.

—Buenas noches, Nimpor —saludó el viejo
thug. —
Estaba seguro de que te encontraría aquí.

—Y yo os esperaba —respondió el faquir sin alzar siquiera los ojos hacia ellos.

—¿Has podido saber algo?

—No, pero tengo buenas razones para creer que el capitán se encuentra en su villa.

—¿Cómo actuaremos para cerciorarnos de que se encuentra allí?

—¡Escucha…!

En la lejanía se oía tamborilear, con un ruido que iba creciendo, algunos
khole
y
hulok,
especie de tambores bastante usados por los indios. Parecía que los tocadores se aproximaban con cierta rapidez a la pagoda.

—¿Una orquesta? —preguntó el viejo
thug.

—Los encantadores de serpientes —respondió el faquir con una sonrisa.

—¿Qué vienen a hacer?

—¡Más tarde lo sabrás!

El
thug
y Tremal-Naik habían ascendido hasta el último escalón para abarcar más horizontes. A lo largo de la orilla vieron avanzar un gran número de antorchas, que iban dejando tras sí miríadas de chispas.

Delante venía una procesión, entre un tamborilear furioso, serpenteando a lo largo del Ganges y dirigiéndose hacia la pagoda.

—Id a esperarnos en la villa —dijo el faquir.

—¿Será allí el lugar donde se celebrará la fiesta?

—Sí.

—Ven, Tremal-Naik —dijo el
thug.

Descendieron por la escalinata opuesta, pasando por detrás de la pagoda, y se detuvieron ante un gracioso
bungalow
de piedra blanca, rematado por un techo piramidal de zinc y rodeado por un espacioso corredor sostenido por un gran número de pequeñas columnas de madera pintadas de azul.

Las ventanas de aquella graciosa vivienda estaban abiertas, pero no se veía brillar ninguna luz en el interior.

No obstante, la villa debía de estar habitada, porque en la puerta vigilaba un cipayo armado de fusil con bayoneta.

—¿El
bungalow
del capitán? —preguntó Tremal-Naik con voz ahogada.

—Sí —respondió el
thug.

—¿Estará ahí el hombre que debo matar?

—Quizás.

—¡Ah! ¡Si pudiese entrar!

—Te apresarían en seguida. ¿Crees que sólo hay un cipayo? El capitán es un hombre prudente y se habrá rodeado de un buen número de soldados.

—¿Y entonces? —preguntó Tremal-Naik con ansiedad.

—Deja obrar a los dos faquires. Vamos a sentarnos bajo aquel banano y esperemos a los encantadores de serpientes.

Mientras tanto la procesión, que parecía ser bastante numerosa a juzgar por el ruido que hacían los instrumentos musicales y los gritos que se oían, avanzaba con rapidez.

El cortejo se detuvo algunos instantes en la explanada del templo para rendir homenaje a la divinidad a la que estaba dedicado y, luego descendió por la escalinata opuesta, redoblando su estruendo.

Se componía de más de doscientas personas. En primera línea, capitaneados por Nimpor, venían los
sapwallah,
es decir, los encantadores de serpientes, vestidos con un simple
languti
que apenas les cubría las caderas y provistos de su
tomrill,
especie de flautas trabajadas en cañas de bambú. Tras ellos venían los portadores de las serpientes, que llevaban sobre la cabeza cestos redondos cuidadosamente cerrados y llenos de serpientes de todas las clases, luego otros hombres que llevaban calderas llenas de leche destinadas a nutrir a aquellos peligrosos reptiles.

Los seguían veinte músicos, algunos provistos de
khole,
tambores sagrados de terracota, cubiertos con piel en los dos extremos, uno más grande que otro, con el fin de dar dos notas distintas; otros con
hulok,
tambores más pequeños que producen sonidos más agudos, y otros con
domp,
mucho más grandes que los dos primeros, de forma octogonal y que se golpean con las manos.

No obstante, no faltaban los instrumentos de viento y de cuerdas; había tocadores de
tabri,
instrumento que semeja un poco las cornamusas de nuestros pastores,
bansi,
especie de flauta de pico, y también
sarinda,
un violín que se hace sonar con un arco construido con cuerdas de algodón.

Por último venían unos setenta faquires pertenecientes a diversas castas,
saniassi, nanek–punthy, dondy y nagú,
con barras de hierro ardiendo al rojo y vasos de terracota colmados de materias inflamables.

Atravesada la pequeña explanada, el cortejo se detuvo ante la villa del capitán, redoblando su estruendo, y formó un amplio círculo.

La luz proyectada por todas aquellas luminarias era tan intensa que dejaba ver como en pleno día la fachada de la villa, así como también era posible distinguir en seguida a cualquier persona que se mostrase en el corredor o en las ventanas.

Los encantadores de serpientes esperaron a que terminasen su pieza los músicos, luego se reagruparon en medio del círculo y colocaron en tierra las cestas que contenían los reptiles. Eran todos magníficos ejemplares humanos de alta estatura, poderosa musculatura y rostros bastante barbudos que les daban un aspecto salvaje y fiero.

Mientras se disponían a abrir las cestas, Nimpor, manteniendo siempre en alto su repugnante brazo, dio la vuelta a la villa y se detuvo luego bajo el banano donde se encontraban Tremal-Naik y el viejo
thug.

—No perdáis de vista las ventanas, Moh —dijo. —Si el capitán está aquí, seguro que se dejará ver.

—No separaremos la mirada ni un solo instante —afirmó el
thug.

—Después de la partida de los
sapwallah,
me esperaréis en la pagoda.

Los encantadores de serpientes habían preparado mientras tanto sus instrumentos. Habiendo formado un pequeño círculo dentro de los espectadores, se pusieron a tocar, arrancando de las flautas unos aires dulces, melancólicos, intercalados por modulaciones extrañas y por notas agudas que se extinguían de repente.

Al oír aquellos sonidos, los reptiles encerrados en las cestas comenzaron a agitarse mientras las tapaderas se iban elevando poco a poco. De repente se vio aparecer un reptil de escamas pardoamarillas, con el cuello enormemente hinchado, el cuerpo tan grueso como un puño y de una longitud de unos dos metros. Era una cobra sombrero o serpiente de anteojos, llamada así porque cuando se encoleriza, al hundir el cuello, forma dos extrañas convexidades que parecen las alas de un sombrero, y porque tienen sobre la cabeza dos manchas que dibujan un par de anteojos.

El reptil, uno de los más peligrosos de su especie, ya que no existe ningún remedio contra su mordisco, se irguió agitando la lengua y mostrando sus dientes agudos y ganchudos, pero en seguida un encantador lo cogió y, mientras sus compañeros continuaban tañendo, lo arrojó al aire.

El reptil, furioso, cayó silbando y retorciéndose. El
sapwallah,
rápido como un relámpago, lo agarró por la garganta y lo obligó a abrir la boca. Sin hacer caso de los silbidos de la cobra, se hizo alcanzar unas pinzas, le arrancó los dos dientes conductores del veneno, luego la arrojó por tierra cerca de una caldera llena de leche.

Mientras tanto se habían dejado ver otros dos reptiles, atraídos por aquella música que para ellos debía de ser irresistible. Uno era una boa, serpiente soberbia de unos cuatro metros de longitud, con la piel verde-azul de anillos irregulares; el otro, por el contrario, era una serpiente «del minuto» que no tenía más de quince centímetros de longitud y era delgada, pero la más peligrosa de todas porque mata al hombre más robusto justamente en poco más de un minuto.

Dos encantadores se mostraron rápidos para agarrar los dos nuevos reptiles y arrojarlos junto a la cobra de anteojos, la cual, olvidando su cólera, se había puesto a beber golosamente la leche del recipiente. Continuaban saliendo otros reptiles de las cestas; najas negras, pitones atigradas, serpientes gulabas de piel rosa salpicada de manchas coralinas, y muchos otros más de diversas especies.

Muy pronto los cuatro grandes recipientes se vieron rodeados de serpientes ávidas de leche.

Entonces callaron las flautas, y los tambores y los instrumentos de viento y de cuerdas comenzaron su música ensordecedora; los faquires se pusieron a danzar desordenadamente corriendo alrededor de los reptiles que se habían vuelto casi inofensivos, uniendo sus gritos salvajes al estruendo de la orquesta.

Tremal-Naik y el viejo
thug
se pusieron en pie. Una ventana de la villa se había iluminado dibujándose una figura humana tras los cristales.

—¡Mira! —exclamó el
thug.

—¡No aparto los ojos! —exclamó Tremal-Naik con voz sibilante.

Aquella sombra abrió los cristales y se inclinó sobre al antepecho, exponiéndose a la luz de las antorchas. Tremal-Naik dejó escapar un grito ahogado—. ¡Es él…!

—¡El capitán! —exclamó el
thug.

Junto a ellos apareció Nimpor.

—¿Lo habéis visto? —preguntó.

—Sí —respondieron.

—Ese hombre no se nos escapará ya, ni dará un paso sin que sea espiado.

—¿Quién lo espiará? —inquirió Tremal-Naik.

—Dos faquires de confianza. ¿Habéis visto a Windhya? —Somos sus huéspedes —dijo el
thug.

—¿Tenéis aquí una chalupa?

—Sí.

—Llevadme adonde está él. Los
sapwallah
han terminado y por consiguiente podemos irnos.

Los encantadores de serpientes se estaban preparando también ellos para volver a sus barrios. Volvieron a coger a los reptiles y los metieron de nuevo en las cestas, pese a las contorsiones y silbidos con que éstos protestaban porque no habían acabado todavía de beber la leche de los recipientes, luego se ordenaron en columna y dejaron los alrededores de la villa precedidos por la orquesta.

Mientras el cortejo se dirigía hacia la ciudad india atravesando las huertas, el faquir, Tremal-Naik y el viejo
thug,
seguidos por los seis remeros, dirigieron sus pasos de nuevo hacia la pagoda, ante la cual, entre las columnas, se encontraban dos indios, dos
dondy,
especie de faquires que tienen por distintivo un bastón nudoso que jamás dejan, ni siquiera cuando duermen, adornado con un pequeño trapo de tela roja de forma cuadrada.

El faquir Nimpor se aproximó a ellos e, indicándoles la villa, les dijo:

—Vigilaréis atentamente y seguiréis por doquier al capitán: mañana, antes de ocultarse el sol, me daréis noticias suyas en la cabaña de Windhya.

—No lo dejaremos un solo instante —respondieron los dos
dondy.

El pequeño grupo descendió las escalinatas y, cuando llegó a la orilla del Ganges, se embarcó y remontó rápidamente la corriente.

El río se había quedado desierto, pues ya había pasado la medianoche. Solamente hacia el sur brillaban los faroles de los buques y las barcas ancladas ante la Ciudad Blanca.

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