El misterio de la vela doblada

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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

 

Edgar Wallace fue el primer escritor británico de novela negra que utilizó policías como protagonistas, en lugar de sabuesos aficionados, como hacía la mayor parte de los escritores de la época. Sin embargo, sus héroes solían ser investigadores especiales, como ocurre con el protagonista de
El misterio de la vela doblada,
T.X. Meredith, un joven subcomisario de Scotland Yard que debe utilizar su especial percepción e inteligencia para resolver un caso en el que se juega la vida de su amigo John Lexman, escritor de novelas de misterio.

Su ingenioso argumento, sus personajes y sus diálogos, tan rápidos e interesantes, nos atrapan desde el primer momento hasta el sorprendente final.

Edgar Wallace

El misterio de la vela doblada

ePUB v1.0

chungalitos
12.10.11

Título original:
The Clue of the Twisted Candle

Publicado por Aguilar S. A.

Copyright 1952

CAPÍTULO PRIMERO

Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges al tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes. Aunque Juan Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir éste retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.

—Si puede usted esperar media hora —le dijo el jefe de la estación—, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.

Juan Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.

—Iré andando —contestó lacónicamente.

Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.

La lluvia era incesante y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a trechos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. A no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo.

El camino de Beston Tracey a Little Beston estaba asociado en su mente con algunas de las más hermosas situaciones de sus novelas. Era en aquel camino donde había concebido
El misterio del tílburi.
Entre la estación y la casa había tejido la trama que había hecho de Gregorio Standish la novela detectivesca más popular del año. Porque Juan Lexman era un fabricante de ingeniosos argumentos. Si en el mundo literario las personas superiores le consideraban como un fabricante de folletines, le seguía un público numeroso y creciente, a quien fascinaban las novelas espeluznantes y edificantes que escribía, y a quien él mantenía sin aliento en la niebla del misterio hasta llegar al desenlace que tenía planeado.

Pero ninguna idea de libros, argumentos ni novelas ocupaba su mente atormentada mientras marchaba por la desierta carretera hacia Little Beston. Había celebrado dos entrevistas en Londres, una de las cuales, en circunstancias corrientes, le había llenado de alegría. Había visto a T. X., y T. X. era T. X. Meredith, que algún día llegaría a ser jefe del Servicio de Investigación Criminal, y que al presente era un segundo comisario de Policía encargado en aquel departamento de un trabajo muy delicado.

Con sus modales tempestuosos, T. X. le había sugerido la idea más grande para un argumento que cualquier autor podría desear. Pero no era en T. X. en quien pensaba mientras subía la cuesta en la que estaba edificada la vivienda que en otros tiempos se conoció con el nombre magnífico de Beston Priory.

Lo que embargaba su mente era el recuerdo de la entrevista que la víspera había sostenido con el griego, y Juan Lexman frunció el ceño al recordarla. Abrió la puertecilla de la verja y entró en el jardín de la casa, haciendo todo lo posible por olvidar la notable y poco edificante discusión que había tenido con el prestamista.

Beston Priory era poco más que un
cottage
, aunque uno de sus muros era una indudable reliquia de la mansión que un piadoso Howard había construido en el siglo XIII. Era un edificio pequeño y sin pretensiones, de estilo isabelino, con faldones originales y altas chimeneas; sus ventanas enrejadas, sus jardines hundidos y su pequeña pradera le daban cierto aspecto señorial, que era un motivo de gran orgullo para su dueño.

Lexman pasó bajo el porche barbado, abrió la puerta y se detuvo en el vestíbulo, mientras se quitaba el impermeable, que chorreaba.

El vestíbulo estaba a oscuras. Gracia estaría probablemente vistiéndose para cenar, y Juan decidió no interrumpirla en el estado de ánimo en que se encontraba. Por un largo pasillo llegó a su gabinete, situado en la parte posterior de la casa. En la vieja chimenea ardía un buen fuego de leña, y el confort de la habitación producía una sensación de alivio y comodidad. Juan se cambió de zapatos y encendió la lámpara de la mesa. Se veía que la habitación era un cubil masculino.

Las sillas tapizadas de cuero, la enorme y completa estantería que cubría toda una pared del despacho, la gran mesa de sólido roble, cubierta de libros y originales a medio terminar, acusaban bien a las claras la profesión de su dueño.

Después de cambiar de zapatos volvió a llenar la pipa, se acercó a la chimenea y quedó contemplando el fuego.

Era hombre de estatura algo mayor que la corriente, más bien delgado, pero con una anchura de espaldas que hacía pensar en un atleta. Por supuesto, había llegado hasta la semifinal del campeonato de Inglaterra de boxeo amateur. Tenía el rostro enérgico, fino, pero bien modelado. Sus ojos eran grises y profundos. Sus cejas eran rectas y un poco repulsivas; la boca era grande y generosa. y el saludable color tostado de su cuerpo hablaba de una vida pasada al aire libre.

No había en su aspecto nada del recluso ni del estudiante. En realidad, era el tipo clásico del inglés fuerte y sano, muy parecido a cualquier otro hombre de su clase de los que se encuentran en la mesa de oficiales del Ejército inglés, en la Armada británica o en las lejanas avanzadas del Imperio, donde se ven funcionar las ruedas administrativas de la gran maquinaria.

Sonó un golpecito en la puerta, y antes que él pudiera decir: «¡Adelante!», se abrió aquélla y entró Gracia Lexman.

Con decir de ella que era valiente y dulce queda hecha una breve descripción de su carácter y su encanto. Juan se adelantó a su encuentro y la besó tiernamente.

—No sabía que habías venido hasta que...—dijo ella, pasando el brazo por debajo del de su marido.

—Hasta que viste el charco que, sin duda, ha formado el impermeable en el vestíbulo —interrumpió él sonriendo.

Ella rió también. Luego se puso seria.

—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo—. Tenemos un visitante.

Lexman alzó las cejas.

—¿Un visitante? ¿Quién se ha atrevido a venir en un día como éste?


Mister
Kara —contestó Gracia.

—¿Kara? ¿Y cuanto tiempo lleva aquí?

—Llegó a las cuatro.

No había en la voz de Gracia nada que indicara entusiasmo.

—No alcanzo a comprender por qué no te gusta el amigo Kara —dijo el marido chanceándose.

—Tengo muchos motivos —contestó Gracia en un tono que para lo que ella acostumbraba era algo seco.

—De todos modos —observó Juan Lexman, después de un momento de reflexión—, su rival es bastante oportuno. ¿Dónde está?

—En la sala.

La sala de Beston Priory era una habitación de techo bajo, amueblada con arreglo al gusto victoriano. Confortables butacas, un gran piano, una chimenea casi medieval, una alfombra bastante usada, pero acogedora, y dos enormes candelabros de plata: éstos eran los objetos principales que llamaban la atención al recién llegado.

Había en aquella habitación una armonía, un orden sereno y una cualidad calmante que hacía de ella un paraíso de reposo para un literato con los nervios destrozados. Dos floreros de bronce estaban llenos de violetas tempranas; otro brillaba como un sol pálido cuajado de belloritas, y las primeras flores selváticas aromaban la habitación con suave fragancia.

Un hombre se levantó cuando Juan Lexman entró y cruzó la sala con soltura. Su rostro y toda su figura eran de una belleza singular. Le llevaba medio palmo de estatura al escritor, y se sostenía con tanta gracia que lograba disimular su alta estatura.

—No le pude ver en Londres —dijo—. Por eso me tomé la libertad de venir a donde sabía que había de encontrarle.

Hablaba con la claridad de modulación de quien esta muy familiarizado con las escuelas públicas y universidades de Inglaterra. No se le notaba el menor rastro de acento extranjero, y sin embargo, Remington Kara era griego, y había nacido y había sido parcialmente educado en la región más turbulenta de Albania.

Los dos hombres se estrecharon cordialmente la mano.

—¿Se quedará usted a cenar?

Kara miró sonriendo a Gracia Lexman, que se había sentado a disgusto, con las manos cruzadas sobre la falda y una expresión que no era precisamente de estímulo.

—Si
mistress
Lexman no tiene nada que objetar... —dijo el griego.

—Encantada de que se quede —contestó ella casi maquinalmente—. Hace una noche horrible y no encontrará usted en esta comarca gran cosa de comer, aunque dudo —añadió sonriendo débilmente— que la comida que yo le pueda servir merezca este nombre.

—Cualquier cosa que usted me dé será más que suficiente —dijo él, haciendo una pequeña reverencia, y se volvió hacia Lexman.

A los pocos minutos estaban enfrascados en una discusión literaria, y Gracia aprovechó la ocasión para salir de la sala. La conversación derivó de los libros en general a los libros de Lexman en particular.

—Los he leído todos, uno por uno —dijo Kara. Juan hizo un gesto.

—¡Pobre! —exclamó sardónicamente.

—Por el contrario, no hay motivo para compadecerme —objetó Kara—. En usted se ha frustrado un gran criminal, Lexman.

—Muchas gracias.

—Me refiero al ingenio que demuestran los argumentos de sus novelas. Algunas de ellas me desconciertan y me molestan. Si no adivino la solución de sus misterios antes de llegar a la mitad, me encolerizo un poquito. Claro está que en la mayor parte de los casos conozco la solución antes de llegar al quinto capitulo —Juan le miró sorprendido y algo picado.

—Tengo a gala asegurar que es imposible adivinar el desenlace de mis novelas hasta llegar al último capítulo —dijo.

Kara hizo un signo de asentimiento.

—Eso será en el caso del lector vulgar; pero usted olvida que yo soy un investigador. Yo sigo todas las hebras del misterio que usted deja sueltas.

—Debería usted conocer a T. X. —dijo Juan, lanzando una carcajada y levantándose para atizar el fuego.

—¿Quién es T. X.?

—T. X. Meredith. El individuo más ingenioso que pueda usted echarse a la cara. Está en el departamento de Investigación Criminal.

En los ojos de Kara brilló una mirada de interés, y habría proseguido la discusión si en aquel momento no hubiesen anunciado la cena.

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