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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (2 page)

No fue una comida particularmente jovial, porque Gracia, como de costumbre, no se unió a la conversación, y Kara y su marido tuvieron que suplir las deficiencias. Ella experimentaba una curiosa sensación de depresión, algo así como si sintiera aproximarse un mal cuya naturaleza no podía definir. Una y otra vez, en el curso de la comida, se esforzó en recordar los acontecimientos del día al objeto de descubrir la razón de su desasosiego.

Por lo general, cuando seguía este método encontraba las causas triviales de las que derivaba la aprensión; pero en esta ocasión le extrañó ver que no llegaba a ninguna solución. Sus cartas por la mañana habían sido agradables; ni su casa ni sus criados le habían dado ningún disgusto, y aunque sabía que Juan había experimentado un pequeño trastorno económico desde su infausta especulación con las acciones de minas de oro, en Rumania, y casi sospechaba que había tenido que pedir dinero prestado para hacer frente a sus pérdidas, el éxito de su última novela era tan prometedor, que Gracia, probablemente con una visión más clara de la importancia de aquellos apuros de dinero, estaba menos preocupada por el problema que su marido.

—Supongo que tomarán el café en el despacho —dijo Gracia—, y sé que me dispensarán. Tengo que hablar con
mistress
Chandler de una cosa tan prosaica como el lavado de la ropa.

Hizo una pequeña inclinación a
mister
Kara, y salió del comedor después de dar a Juan una palmadita en el hombro.

La mirada de Kara siguió su graciosa figura hasta que hubo desaparecido.

—Quiero hablar con usted, Kara —dijo Juan Lexman—, si me quiere conceder cinco minutos.

—Y también cinco horas si le hace falta —contestó el otro obsequiosamente.

Entraron juntos en el despacho; la doncella llevó el café y unos licores, dejó la bandeja en una mesita cercana a la chimenea y desapareció. Durante un rato la conversación versó sobre temas generales. Kara, que era un franco admirador del confort de la habitación, y que lamentaba su propia incapacidad para lograr con el dinero la comodidad que Juan había obtenido a poca costa. se dedicó a pasar revista al despacho, mientras su huésped corregía una prueba que corría prisa.

—Supongo que aquí será imposible tener luz eléctrica —observó Kara.

—Completamente imposible. Pero nos arreglamos con estas lámparas.

—No hablo de las lámparas —dijo el griego haciendo un gesto—. Aborrezco estas velas.

Señaló con la mano la mesilla de la chimenea, encima de la cual seis enormes velas de cera blanca salían de dos candelabros de pared.

—¿Por qué aborrece usted las velas? —preguntó el otro sorprendido.

Kara tardó en contestar, y se encogió de hombros.

—Si estuviera usted atado a una silla, y al lado de esa silla hubiera un barrilito de pólvora negra, y clavada en ese barril un vela cuyo pabilo encendido bajaba un poco cada minuto... ¡Oh Dios mío!

Juan quedó pasmado al ver que la frente de su huésped se cubría de gotitas de sudor.

—Pero eso es espeluznante —comentó. El griego se limpió la frente con un pañuelo de seda, y la mano que sostenía este pañuelo temblaba visiblemente.

—Fue algo más que espeluznante —dijo.

—Pero ¿cuándo y dónde ha ocurrido eso?

—En Albania. Fue hace muchos años, pero los canallas están enviándome continuamente recuerdos del hecho.

No intentó explicar quiénes eran los canallas ni en qué circunstancias pasó por aquella experiencia. Cambió rápidamente de conversación.

Se dedicó a examinar la estantería, que ocupaba todo un testero del despacho, deteniéndose de cuando en cuando para ver de cerca algún título. Al poco tiempo extrajo un volumen.


El Brasil inexplorado,
por Jorge Gathercole. ¿Conoce usted a Gathercole?

Juan, que estaba llenando la pipa, asintió.

—He hablado una vez con él. Es un individuo taciturno, muy tardo de palabra, y como todos los que han visto y hecho cosas grandes, muy renuente a hablar de sí mismo.

Kara hojeó el libro con indiferencia.

—Yo no le conozco —dijo, volviendo a colocarlo en su sitio—. Sin embargo, el nuevo viaje que ha emprendido lo ha hecho, en cierto modo, por cuenta mía.

—¿Por cuenta de usted?

—Sí. Ha ido a la Patagonia por mí. Cree que hay allí oro... Por supuesto, ya habla de ello en su libro sobre los sistemas orográficos de América del Sur. Me interesaron sus teorías, y he sostenido con él una larga correspondencia. Como resultado de ella ha accedido a hacer un reconocimiento geológico por cuenta mía. Le envié dinero para los gastos, y salió para la Patagonia.

—¿Y dice usted que no le conoce personalmente? —preguntó Lexman muy sorprendido.

—No, no le conozco.

—Pues eso no es...

—No es propio de mí, iba usted a decir. Con franqueza, no lo es; pero se trata de un hombre realmente extraordinario. Le invité a cenar conmigo antes que saliera de Londres, y en respuesta recibí un telegrama de Southampton diciéndome que ya estaba en camino.

Lexman hizo un gesto de comprensión.

—Debe de ser una vida interesantísima —observó—. Y seguramente durará mucho su viaje, ¿no?

—Tres años —contestó Kara, continuando el examen de la biblioteca.

—Envidio a esos hombres que pueden viajar por todo el mundo —dijo Juan, lanzando bocanadas de humo al techo—. Para ellos es la vida.

Kara se volvió. Quedó inmediatamente detrás, del escritor, y éste no pudo verle la cara. Había, empero, en su voz una seriedad inusitada, una vehemencia tranquila a la que no estaba acostumbrado.

—¿De qué se queja usted? —preguntó con su enunciación lenta y penosa—. Tiene usted su propio trabajo creador, la más fascinadora rama del trabajo humano. En cambio, el otro está ligado a las cosas reales. Usted tiene un margen infinito de todos los mundos que su imaginación le proporciona. Usted crea hombres y los destruye. Usted da vida a problemas fascinadores, confunde y desconcierta a diez o veinte mil personas, y luego, con una sola palabra, aclara usted el misterio.

Juan rió de buena gana.

—Algo hay de eso, sí, algo hay.

—Y en cuanto al resto de su vida —continuó Kara bajando la voz—, creo que tiene usted lo que hace a la vida digna de ser vivida..., una esposa incomparable.

Lexman giró sobre su asiento y se encontró con la mirada del otro, en la cual apreció algo que le dejó sin aliento.

—No veo... —balbució.

Kara sonrió.

—Ha sido una impertinencia, ¿verdad? —preguntó zumbonamente—. Pero no debe usted olvidar, mi querido amigo, que yo pensaba casarme con su esposa. No creo que fuera un secreto. Y cuando perdí la esperanza, pensé de usted unas cosas que no es agradable recordar.

Había recobrado su calma, y continuó su paseo alrededor de la habitación.

—Recuerde usted que soy griego, y el griego moderno es filósofo como el antiguo. Recuerde usted también que soy un niño mimado de la suerte, y desde pequeño he tenido todo lo que se me ha antojado.

—En efecto, es usted un hombre afortunado —dijo el otro, volviendo a apoyarse en la mesa y cogiendo la pluma.

Durante un momento Kara no replicó, luego hizo como que decía algo, se reprimió y soltó la carcajada.

—No sé si lo soy —dijo.

Y luego añadió con repentina energía:

—¿Qué es lo que le ha sucedido a usted con ese tal Vassalaro?

Juan se levantó y se acercó al fuego, quedando en pie mirando a las llamas, con las piernas muy separadas y las manos cruzadas a la espalda. Kara tomó su actitud por una elocuente respuesta.

—Ya le previne a usted contra Vassalaro —dijo, inclinándose sobre la estufa para encender su cigarrillo con un cucurucho de papel—. Querido Lexman, mis compatriotas son gentes muy desagradables de tratar en ciertos asuntos.

—Al principio, estuvo muy obsequioso —dijo Lexman, como hablando consigo mismo.

—Y ahora no lo está, claro. Así es como se portan los prestamistas. Hizo usted una tontería muy grande con ir a él. Yo podía haberle prestado el dinero.

—Había varias razones que me impedían solicitar de usted un préstamo —contesto calmosamente Lexman—, y creo que usted acaba de citar la principal al decirme lo que yo sabía ya que usted quiso casarse con mi mujer.

—¿Qué cantidad es? —preguntó Kara, examinando sus uñas bien cuidadas.

—Dos mil quinientas libras —contestó Juan con una risita nerviosa—, y en este momento no tengo dos mil quinientos chelines.

—¿Esperará él?

Juan Lexman se encogió de hombros.

—Óigame, Kara —dijo repentinamente—: no crea que voy a reconvenirle, pero lo cierto es que por mediación de usted conocí a Vassalaro, de modo que sabe usted perfectamente qué clase de hombre es.

El griego hizo un gesto afirmativo.

—Puedo decirle a usted que ha estado muy antipático —continuó Lexman—. Tuve ayer una entrevista con él en Londres, y está claro como el día que se dispone a armarme un escándalo. Confié en el éxito de mi última obra, y muy idiotamente le hice una porción de promesas de pago que ahora no puedo cumplir.

—¡Ya! —dijo Kara—. ¿Y está enterada de esto
mistress
Lexman?

—Un poco.

Juan paseó inquieto por la habitación, con las manos a la espalda y la barbilla en el pecho.

—Naturalmente, no le he dicho lo peor, es decir, lo inconveniente que ha estado Vassalaro.

Se detuvo y dio media vuelta.

—¿Sabe usted que me amenazó con matarme? —preguntó.

Kara sonrió.

—No se ría usted, que no es cosa de risa —dijo Lexman colérico—. Me faltó poco para cogerle por el cuello y patearle.

—No me reía de usted —contestó Kara, apoyando su mano en el brazo de Juan—. Me reía al pensar en Vassalaro amenazando a alguien. Es el cobarde más grande del mundo. ¿Qué fue lo que le indujo a dar ese paso tan radical?

—Dijo que necesita con toda urgencia el dinero, y es posible que sea verdad. Como vi que la rabia y la ansiedad le habían puesto fuera de sí, le apliqué el castigo que se merecía.

Kara se detuvo ante la chimenea, mirando con sonrisa paternal al escritor.

—No comprende usted a Vassalaro —dijo—. Repito que es el mayor cobarde del mundo. Muchas amenazas de muerte, pero no tiene usted más que sacar un revólver para verle caer al suelo. A propósito: ¿tiene usted un revólver?

—Eso es una tontería —contestó Lexman con aspereza—. Yo no puedo embarcarme en esa clase de melodrama.

—No es tontería —insistió Kara—. Cuando viaje usted por el Mediterráneo y tenga que tratar con griegos de clase inferior tendrá que emplear métodos que, por lo menos, le causarán gran impresión. Si le pega usted a uno de estos griegos, nunca lo perdonará, y probablemente le clavará un cuchillo a usted o a su mujer. Pero si a su melodrama contesta con otro melodrama y saca el revólver en el momento psicológico, conseguirá usted el efecto buscado. ¿Tiene usted un revólver?

Juan se acercó a la mesa, abrió un cajón y extrajo de él una browning pequeña.

—A esto se reduce todo mi arsenal—dijo—. Nunca la he disparado. Me la envió como regalo de Pascua un admirador desconocido.

—Es un curioso regalo —dijo Kara examinando el arma.

—Supongo que el equivocado donante juzgó por mis novelas que yo vivía en un verdadero museo de revólveres, bastones de estoque y drogas venenosas —dijo Lexman, recobrando parte de su buen humor—. Al regalo acompañaba un tarjeta.

—¿Conoce usted el manejo? —preguntó Kara.

—Nunca me he preocupado de ello. Creo que se monta tirando del cañón hacia atrás; pero como mi admirador no me envió municiones, nunca lo he usado.

Sonó una llamada en la puerta.

—Es el correo —explicó Juan.

La doncella le presentó una carta en la bandeja, y el escritor la cogió haciendo un gesto de disgusto.

—Es de Vassalaro —dijo cuando la muchacha hubo salido.

El griego cogió a su vez la carta y la examinó. Sin hacer comentarios se la devolvió a Juan. Este desgarró el sobre y extrajo media docena de hojas de papel amarillo, de las cuales sólo una estaba escrita. La misiva era muy breve:

Necesito verle esta noche sin falta. Nos encontraremos en el cruce de las carreteras de Beston Tracey y Eastbourne. Estaré a las once en punto, y si quiere conservar la vida le aconsejo que me haga entrega importante a cuenta de la deuda.

Vassalaro.

Juan leyó la carta en voz alta.

—Debe de estar loco para escribir una carta así —comentó—. Voy a su encuentro para darle una lección de educación que es probable que nunca olvide.

—Debería usted llevar la pistola —le aconsejó Kara, sorprendido.

Juan Lexman consultó su reloj.

—Dispongo de una hora, pero necesitaré veinte minutos, por lo menos, para llegar al cruce con la carretera de Eastbourne.

—¿Va usted a verle? —preguntó Kara, sorprendido.

—Naturalmente. No puedo dejarle que venga a mi casa y haga una escena, cosa muy propia de ese animalucho.

—¿Y le pagará usted? —preguntó suavemente el griego.

Juan no contestó. Probablemente habría en la casa hasta diez libras, y al día siguiente pensaba cobrar un cheque de otras treinta. Lexman miró de nuevo la carta. Estaba escrita en un papel de contextura inusitada. La superficie era áspera, casi como el papel secante, y en algunos sitios se había corrido la tinta, absorbida por la porosa superficie. Las cuartillas en blanco habían sido metidas evidentemente por un hombre tan apresurado que no reparó en la extravagancia.

—Conservaré esta carta —dijo Juan.

—Creo que hará usted bien. Probablemente, Vassalaro ignora que ha quebrantado la ley al escribirle a usted cartas amenazadoras, y este documento puede ser un arma poderosa en manos de usted en ciertas eventualidades.

Había una pequeña caja de caudales en un rincón del despacho, y Juan la abrió con una llave que sacó del bolsillo. Tiró de uno de los cajones de acero, sacó los papeles que había en él, puso en su lugar la carta, empujó el cajón y cerró la tapa. Durante todo este tiempo Kara había estado observándole con extraordinaria atención, como si aquello le interesara más de lo corriente. Poco después se despidió.

—Me gustaría ir con usted a su interesante cita —dijo—, pero, desgraciadamente, tengo que hacer en otra parte. Le aconsejo nuevamente que lleve la pistola, y a la menor señal de intenciones sangrientas por parte de mi admirable compatriota sáquela y dispare al vacío; no tendrá usted necesidad de hacer más.

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