En el más breve espacio de tiempo posible le dio un esquema del caso desde el principio hasta el fin.
—Las pruebas contra
mister
Lexman son tremendas —añadió—. Pidió a este hombre dinero prestado, y en los bolsillos del cadáver se hallaron documentos firmados por Lexman. No me explico por qué el usurero llevaba encima aquellos papeles. De todos modos, dudo mucho de que
mister
Lexman pueda inducir a un Jurado a aceptar su versión. Nuestra única probabilidad de éxito es encontrar el revólver del griego... No creo que haya una gran probabilidad, pero si queremos triunfar, hemos de empezar ahora mismo la busca.
Antes de salir celebró una entrevista con Gracia. Las negras sombras que rodeaban los ojos de la mujer hablaron de una noche de insomnio. Estaba inusitadamente pálida y sorprendentemente serena.
—Creo que debo decirle unas cuantas cosas que sé —dijo, mientras se encaminaba a la sala y cerraba la puerta cuando hubieron entrado.
—Y que supongo se refieren a mister Kara —añadió T. X.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó ella, sorprendida.
—No sé nada.
El detective vaciló un momento y estuvo a punto de caer en la petulancia de declarar su omnisciencia, pero, comprendiendo la angustia de
mistress
Lexman, contuvo su natural deseo.
—En realidad, no sé nada —prosiguió—, pero adivino mucho.
Ella empezó, sin preliminares:
—Debo decirle a usted, en primer lugar, que una vez
mister
Kara me pidió que me casara con él, y por razones que en seguida le daré, estoy horriblemente asustada de ese hombre.
Sin omitir detalle, Gracia refirió al detective el encuentro en Salónica, la cólera extravagante de Kara y el rapto frustrado.
—Y Juan, ¿está enterado de todo eso? —preguntó T. X.
Gracia movió tristemente la cabeza.
—¡Ojalá se lo hubiera confesado! ¡Cómo siento no habérselo dicho! —exclamó Gracia, retorciéndose las manos en un éxtasis de dolor y arrepentimiento.
El detective la miró un momento con simpatía. Luego preguntó:
—¿Discutió
mister
Kara alguna vez con usted los asuntos económicos de su esposo?
—No. Nunca.
—¿Cómo conoció Juan a Vassalaro?
—De eso sí estoy enterada. La primera vez que vimos a
mister
Kara en Inglaterra, fue en ocasión en que estábamos en Babbacombe, veraneando... Bueno, era más bien una prolongación de nuestra luna de miel.
Mister
Kara se alojaba en el mismo hotel. Creo que
mister
Vassalaro estaba ya allí antes; de todos modos, se conocieron, y después de la presentación de Kara a mi marido, lo demás es fácil de comprender.
Hizo una pausa, y luego preguntó con exaltación:
—¿Puedo hacer algo en favor de Juan?
T. X. movió la cabeza.
—En lo que respecta a su historia, no creo que mejorarase usted la situación contándosela. No hay ninguna hebra que pueda relacionar a Kara con este asunto, y únicamente lograría usted causarle un gran dolor a Juan. Yo he de hacer todo lo que esté en mi mano.
Gracia le estrechó la mano con calor, y en aquel momento algo pareció infundir en T. X. Meredith un nuevo valor, una nueva fe y una mayor resolución para aclarar aquel inquietante misterio.
Encontró a Mansus esperándole en un automóvil, fuera, y a los pocos minutos estaban en el lugar de la tragedia. Allí se había congregado un pequeño grupo de espectadores, que contemplaban con morboso interés el sitio donde se había encontrado el cadáver. Había un policía local, y en él delegó T. X. la desagradable tarea de mantener a distancia a sus paisanos. El terreno había sido ya registrado a conciencia. Las dos carreteras se cruzaban casi en ángulo recto, y en uno de los cuatro ángulos de la cruz así formada, el seto de zarzas estaba roto, abriendo el paso a un campo que, evidentemente, se había utilizado como terreno de pastos de una vaquería adjunta. Se había hecho una tentativa chapucera para cerrar el boquete con alambre de pinchos; pero a pesar de ello, se podía pasar por encima sin ninguna dificultad. A este boquete dedicó T. X. su principal atención. Se habían registrado cuidadosamente todos los campos sin resultado; las cuatro zanjas, que eran simplemente acequias de comunicación a los lados de las carreteras, y solamente el seto roto y su maraña de zarzas ofrecía esperanza de que una nueva investigación no sería infructuosa.
—¡Caramba! —exclamó repentinamente Mansus, e inclinándose recogió algo del suelo.
T. X. lo cogió con los dedos.
Era inconfundiblemente un cartucho de revólver. El detective señaló el sitio donde se había encontrado, clavando su bastón en el suelo, y continuaron su búsqueda, pero sin éxito.
—Me temo que no encontraremos nada más —dijo T. X., después de transcurrida media hora de pesquisas inútiles.
Estaba en pie, con la mano en la barbilla y el ceño fruncido, reflexionando.
—Mansus —dijo—, supongamos que hubiese habido aquí tres personas: Lexman, el usurero, y un testigo. Y supongamos que esta tercera persona, por algún motivo que no conocemos, tuviera interés en ver lo que ocurría entre los dos hombres y quisiera espiar sin que le vieran. ¿No parece presumible que si fue él quien preparó la entrevista eligiera este sitio como punto de observación, ya que el seto le permitiría ver sin ser visto?
Mansus reflexionó:
—Igual podría haber elegido cualquiera de los otros dos setos, que le ofrecían iguales condiciones de seguridad —dijo al cabo de una larga pausa.
T. X. hizo un gesto de asombro.
—Ha demostrado usted que sabe discurrir; estoy conforme con usted. Recuerde siempre esto, Mansus: que ha habido una ocasión en su vida en que T. X. Meredith ha pensado exactamente lo mismo que usted.
Mansus sonrió débilmente.
—Naturalmente, desde el punto de vista del observador, éste era el peor sitio posible; por ello, quienquiera que viniera aquí, si es que alguien vino, sembrando balas de revólver, debió de elegir este sitio sólo porque era accesible desde otra dirección. Evidentemente, no pudo bajar de la carretera y trepar sin llamar la atención del griego, que estaba esperando a
mister
Lexman. Podemos suponer que, más adelante, en la carretera, existe una puerta en esta valla; podemos suponer que el hombre penetró por esa puerta, recorrió el campo por el lado del seto, y en algún sitio entre éste y la puerta tiró su cigarro.
—¿Su cigarro? —preguntó Mansus sorprendido.
—Su cigarro —repitió T. X., echando a andar a lo largo del seto.
Desde el sitio en que estaban veían la puerta que daba a la carretera a unos cien metros de distancia. A una docena de metros de la puerta, T. X. encontró lo que buscaba: un cigarro medio consumido. Estaba empapado de agua de lluvia, y el detective lo recogió con la mayor solicitud.
—Excelente cigarro, si es que yo entiendo de esto —observó—. La punta no está mordida, sino cortada, y lo fumaron con boquilla.
Llegaron a la puerta y entraron en el terreno acotado. De la puerta partía otro camino que T. X. y Mansus siguieron hasta llegar a otro cruce, inclinándose el ramal de la izquierda en dirección al Sur, hacia la carretera principal de Eastbourne, y al del Oeste en dirección del ferrocarril Lewes-Eastbourne. La lluvia había borrado mucho de lo que T X. andaba buscando; pero pronto encontró el detective una débil huella de un neumático de automóvil.
—Aquí es donde dio la vuelta y volvió —observó el detective, andando despacio hacia el camino de la izquierda—, y aquí es donde estuvo parado. Hay grasa que goteó del motor.
Se inclinó y siguió adelante en la actitud de un bailarín ruso.
—Y aquí están las cerillas que encendió el chofer. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis; como la noche era tempestuosa, podemos suponer que gastó dos en cada cigarro; esto hace tres cigarrillos. Aquí hay una colilla, Mansus, fíjese..., Gold Flake. Un cigarrillo Gold Flake tarda unos doce minutos en consumirse en tiempo normal, pero solamente unos ocho en tiempo borrascoso. El coche, por tanto, estuvo parado aquí unos veinticuatro minutos... ¿Qué piensa usted de esto, Mansus?
—Magníficamente razonado, T. X. —contestó el otro con calma—, si da la casualidad de que este coche es el que usted busca.
—Busco cualquier coche viejo —contestó T. X.
No encontró más huellas de neumáticos, aunque siguió con el mayor cuidado la pequeña senda hasta que llegó a la carretera principal. Después de esto era inútil seguir las pesquisas, porque la lluvia había caído sin interrupción durante la noche y las primeras horas de la mañana. El detective y su auxiliar llegaron a la estación férrea con el tiempo justo para coger el tren de la una para Londres.
—Va usted a ir como una bala a la plaza Cadogan, y me va a detener,
ipso facto
, al mecánico de
mister
Kara —dijo T. X.
—Muy bien. ¿De qué se le acusa?
Cuando T. X. daba una orden en el cumplimiento de su deber, para Mansus se habían acabado las sorpresas.
—Dígale usted lo primero que se le ocurra. Probablemente algo le vendrá a la imaginación de aquí a que lleguemos a Londres. En realidad, va usted a encontrarse con que el chofer ha sido llamado urgentemente a Grecia, y probablemente habrá salido en el tren de esta mañana para el Continente. En este caso, nada podremos hacer, porque el barco habrá salido ya de Dover y lo habrá desembarcado en Boulogne; pero si por casualidad le hecha usted el guante, no le suelte hasta que yo vuelva.
Aquel día fue de mucho ajetreo para T. X., y hasta anochecido no pudo regresar a Beston Tracey, donde le esperaba un telegrama que decía así: «Nombre del chofer es Goole. Ha sido camarero English Club de Constantinopla. Salió para Oriente tren esta mañana temprano. Su madre, enferma.»
—¡Su madre, enferma! —dijo despectivamente T X.—. ¡Qué pobre pretexto! Yo creí que Kara habría encontrado algo mejor que esto.
Estaba en el despacho de Juan Lexman cuando se abrió la puerta y la doncella anunció a
mister
Remington Kara.
T. X. dobló cuidadosamente el telegrama y lo guardó en el bolsillo del chaleco.
Hizo una pequeña inclinación al recién llegado, y tomando el papel del dueño de la casa, acercó una silla al visitante.
—Creo que me conocerá usted de oídas —dijo Kara con desparpajo—. Soy amigo del pobre Lexman.
—En efecto, ésas son mis noticias; pero que su amistad con Lexman no le impida sentarse.
Durante un momento el griego quedó estupefacto; luego sonrió ligeramente y se sentó ante la mesa.
—Estoy angustiado por lo ocurrido —continuó—, y tanto más cuanto que me siento, en cierto modo, responsable, puesto que fui yo quien presentó a Lexman a ese desgraciado.
—Yo, en lugar de usted —dijo T. X. echándose atrás en su asiento y mirando enigmáticamente el rostro del griego—, no dejaría que esa preocupación me quitase el sueño por la noche. Muchas personas mueren asesinadas como consecuencia de una presentación. Los casos en que la gente mata a personas absolutamente desconocidas son singularmente raros. Digo yo que esto obedecerá acaso a la insularidad de nuestro carácter nacional.
De nuevo quedó el otro confundido ante la extravagancia del hombre de quien había esperado por lo menos modales oficiales.
—¿Cuándo vio usted por última vez a
mister
Vassalaro? —preguntó T. X. amablemente.
Kara levantó las cejas como si hiciera un esfuerzo de memoria.
—Creo que hará una semana.
—Vuelva usted a pensar —le aconsejó el detective.
Por tercera vez el griego quedó muy sorprendido, y nuevamente disolvió su sorpresa en una sonrisa.
—Me parece que... —comenzó.
—Bueno; no se preocupe —interrumpió T. X.—; pero permítame hacerle esta otra pregunta: ¿Usted estaba aquí anoche cuando
mister
Lexman recibió una carta? El hecho de que hubiera una carta es una prueba de considerable importancia —el detective vio que el otro titubeaba—, porque tenemos las declaraciones que lo confirman de la doncella y el cartero.
—Yo estaba aquí —contestó Kara midiendo las palabras—, y vi que, efectivamente,
mister
Lexman recibió una carta.
—¿Una carta escrita en un papel moreno y bastante grueso?
T. X. notó de nuevo la momentánea vacilación del griego.
—No me fijé en el color ni en la consistencia del papel.
—Yo habría jurado que sí se fijó, porque resulta que quemó usted el sobre, y seguramente le habría llamado la atención.
—No recuerdo haber quemado ningún sobre.
—De todos modos —continuó T. X.—, cuando
mister
Lexman le leyó la carta...
—Pero, bueno, ¿de qué carta está usted hablando? —preguntó Kara, alzando nuevamente las cejas.
—
Mister
Lexman recibió una carta amenazadora —repitió pacientemente el detective—, que le leyó a usted, y que le enviaba Vassalaro. Después le entregó a usted la carta, y usted también la leyó. Vio usted cómo
mister
Lexman guardaba la carta en su caja fuerte, en un cajón de acero...?
Kara denegó con un movimiento de cabeza, sonriendo amablemente.
—Me parece que ha cometido usted un grave error. Aunque recuerdo que
mister
Lexman recibió una carta, yo no la leí ni me la leyó él.
T. X. entornó los ojos hasta casi cerrarlos, y su voz adquirió un timbre metálico.
—Y si yo le hiciera comparecer ante un Tribunal, ¿usted juraría que no vio esa carta, ni la leyó, ni se la leyeron, y que no tiene la menor idea de que
mister
Lexman recibiera esa carta?
—Es lo más probable —contestó el otro fríamente.
—¿Y también juraría usted que no había visto a Vassalaro desde hacía una semana?
—También, sí, señor —contestó el griego sonriendo.
—¿Juraría usted que no le vio anoche ni habló con él en el andén de la estación de Lewes; que después de dejarle allí continuó su viaje a Londres, ni volvió luego en su coche a las cercanías de Beston Tracey?
El griego estaba intensamente pálido; pero no se movió ni un músculo de su cara.
—¿Juraría usted también —prosiguió inexorable el detective— que no estuvo en la encrucijada conocida con el nombre de Mitre's Lot, ni entró por una puertecita que da a la carretera y que estaba al lado de su automóvil, ni presenció toda la tragedia?
—Todo eso lo juraría —contestó Kara con voz ronca.