—A Gracia Lexman —contestó Belinda sonriendo—. Ustedes se figuran que esto no es posible; pero cuando piensen en que Kara tenía un yate propio y un automóvil a su disposición para viajar desde el punto de desembarco que le pluguiera hasta su casa de la plaza Cadogan, y que pude conducirla directamente al sótano de su casa sin que se enterase la servidumbre, comprenderán que la única dificultad estaba en mantenerla presa. Yo la encontré en el sótano inferior.
—¿Qué la encontró usted en el sótano? —pregunto
sir
Jorge.
—La encontré a ella y al perro... Ya saben ustedes el método que empleaba Kara para asustarla. Yo maté al perro con mis propias manos —dijo Belinda con cierto orgullo, y luego sintió un escalofrío.
—Era una bestia salvaje, confieso.
—¿Y ha estado viviendo contigo todo este tiempo y no has dicho nada? —preguntó T. X.
Belinda Mary asintió sonriendo.
—Y claro, por eso no querías que yo conociera tu domicilio.
—Exacto; pero tengan ustedes en cuenta que
mistress
Lexman estaba muy enferma, y yo tenía que cuidarla. Además, yo sabía que había sido Lexman quien mató a Kara, y no podía hablar de Gracia Lexman sin traicionarle. Por eso, cuando
mister
Lexman decidió contar la historia, yo pensé que el gran desenlace corriera de mi cuenta.
Los hombres se miraron unos a otros.
—¿Qué vamos a hacer con Lexman? —preguntó
sir
Jorge—. Y a propósito, T. X.: ¿se ajusta todo esto a las teorías de usted?
—Bastante bien —contestó T. X.—. Evidentemente, el hombre que cometió el crimen fue el que se introdujo en la alcoba de Kara disfrazado de Gathercole, y evidentemente también no era Gathercole, aunque, según todas las apariencias, hubiera perdido su brazo izquierdo.
—¿Por qué dice usted evidentemente? —preguntó el jefe.
—Porque el verdadero Gathercole había perdido su brazo derecho... Éste fue el único error que cometió Lexman.
—¡Hum! —dijo
sir
Jorge tirándose del bigote y mirando a todos los presentes—. Tenemos que tomar una decisión rápida con Lexman. ¿Qué piensa usted, Carlneau?
El francés se encogió de hombros.
—Por mi parte, yo no molestaría al ministro del Interior pidiendo su perdón, sino que lo recomendaría para que le dieran una pensión.
—Y usted, Savorsky, ¿qué opina?
El ruso sonrió ligeramente.
—Es una historia impresionante, y se me ocurre que si manda usted procesar a
mister
Lexman va usted a dejar al descubierto algunos escándalos que más vale mantener ocultos. Incidentalmente debo observar que mi Gobierno no vería con buenos ojos un escándalo que llamara la atención de Europa sobre las condiciones ilegales de Albania.
—Yo pienso lo mismo —dijo el jefe de la oficina italiana—. A nosotros, naturalmente, nos interesa mucho todo lo que ocurre en el litoral adriático. Me parece que Kara ha tenido un final muy misericordioso, y declaro francamente que no vería con ecuanimidad que se persiguiera ahora a
mister
Lexman.
—A nosotros —dice O'Grady— el aspecto político de la cuestión no nos afecta gran cosa; pero yo dejaría el asunto tal como está.
El jefe superior estaba sumido en hondas reflexiones, y Belinda Mary le miraba con ansiedad.
—Díganle que pase —ordenó de pronto. La muchacha trajo a Juan Lexman y a su mujer, que llegaron cogidos de la mano, suprema; serenamente felices, cualquiera que fuera el porvenir que los esperara. El jefe superior tosió para aclararse la garganta.
—Lexman —dijo—, le estamos muy agradecidos por habernos regalado con un relato y una teoría interesantísima. Lo que ha hecho usted, según mi entender —añadió, silabeando con mucha precisión—, ha sido colocarse en el lugar del matador y exponer una teoría que explica no sólo la comisión del crimen, sino el motivo del mismo. Es, como digo, una notable pieza de reconstrucción.
Hablaba muy despacio, y con un gesto de la mano acalló la interrupción de sorpresa que inició Juan Lexman.
—Para hablar aguarde a que yo haya terminado —gruñó—. Se ha introducido usted en la piel del verdadero asesino y ha hablado de un modo muy convincente. Con tan vivos colores nos ha pintado usted los hechos, tal como los reconstruye en su imaginación, que ha habido momentos en que hemos creído encontrarnos ante el hombre que mató a Remington Kara. Le repito nuestro agradecimiento por esta representación.
Sir
Jorge miró por encima de los lentes a los colegas que le rodeaban, y que contestaron con murmullos de aprobación. Luego consultó su reloj.
—Y ahora tengo que marcharme —Se acercó a Lexman y le alargó la mano—. Les deseo buena suerte —dijo, a tiempo que estrechaba también la mano a Gracia Lexman—. Un día de éstos —añadió paternalmente— iré a verlos a Beston Tracey, y su marido me contará otra historia más feliz y de colores más alegres.
Se detuvo en la puerta, volvió la cabeza y encontró la mirada agradecida de Lexman.
—A propósito,
mister
Lexman —dijo vacilante—: no creo que deba usted escribir una novela titulada
El misterio de la vela doblada
. Digo, yo no soy quién para aconsejar a un escritor como usted; pero yo en su lugar no la escribiría.
Juan Lexman hizo un gesto de asentimiento.
—Le aseguro que no la escribiré —contestó.
FIN DE «EL MISTERIO DE LA VELA DOBLADA»
[1]
Oficina del Gobierno Civil en Londres.