El misterio de la vela doblada (22 page)

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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

En aquellos tres meses vi a Albania tal como es. Jamás olvidaré este viaje.

Dudo que haya en el mundo un hombre más bueno que Hiabam Hussein Effendi. Fue él quien me proporcionó el dinero necesario para salir de Albania. También me dio, a petición mía, el cuchillo con el que había matado a Salvolio. Había descubierto que Kara estaba en Inglaterra, y algo me refirió de las ocupaciones del griego, que hasta entonces yo no había sospechado. Crucé Italia y me detuve en Milán. Allí me enteré de que un inglés excéntrico había desembarcado en Génova pocos días antes, procedente de América del Sur y estaba bravísimamente enfermo en mi hotel.

No necesito decirles que el hotel en que yo me hospedaba era de los más caros, y nosotros éramos, evidentemente, los dos únicos ingleses en él. Como es natural, subí a ver lo que podía hacer por mi pobre compatriota, que estaba ya desahuciado cuando le vi.

Me pareció que aquella cara no me era del todo desconocida, y al mirar alrededor en busca de algo que lo identificara recordé en seguida de quién se trataba.

Era Jorge Gathercole, que había regresado de América del Sur, enfermo de fiebres malignas y con la sangre envenenada. Durante una semana un médico italiano que le busqué luchó por su vida con todo el empeño que puede ponerse en un caso de éstos. Gathercole era un mal enfermo, violento en su lenguaje, impaciente e imperioso en su actitud para con sus amigos. Por ejemplo, era terriblemente sensible en lo que se refería a su brazo artificial, y no nos permitía al médico ni a mí que entráramos en su habitación hasta que se había tapado hasta el cuello, como tampoco consentía en comer ni beber en nuestra presencia. Sin embargo, era el más valiente de los valientes, y solamente le enojaba el no haber podido terminar su libro nuevo. Su indomable espíritu no pudo salvar su cuerpo. Murió el diecisiete de enero de este año. Yo estaba en Génova en el momento de su fallecimiento; había ido allí, a petición suya, a recoger todos sus efectos. Cuando volví a Milán le habían enterrado. Examiné sus papeles, y entonces se me ocurrió el medio de acercarme a Kara.

Encontré una carta que el griego le había dirigido a Buenos Aires en espera de su llegada, y entonces recordé que Kara me había dicho que había enviado a Jorge Gathercole a América del Sur para que le informara sobre posibles yacimientos de oro. Yo estaba resuelto a matar a Kara, y a matarle de un modo que no despertara contra mí la menor sospecha.

Del mismo modo que él había planeado mi ruina, discurriendo todos los pasos y borrando todas las huellas, así planeé yo su muerte, sin dejar de mí ningún peligro de descubrimiento.

Conocía su casa. Conocía algunas de sus costumbres. Sabía el miedo que sentía cuando estaba en Inglaterra y lejos de los guardias feudales que le rodeaban en Albania. Conocía su famosa puerta con el cerrojo de acero, y resolví desbaratar todas estas precauciones y darle no solamente la muerte que merecía, sino un pleno conocimiento del destino que le esperaba antes de morir.

Gathercole tenía algún dinero, alrededor de ciento cuarenta libras. Tomé de ellas ciento para mi uso particular, sabiendo que en Londres tendría yo el dinero suficiente para recompensar a sus herederos, y el resto del dinero y todos los documentos que tenía, salvo los que se referían a sus relaciones con Kara, se los entregué al cónsul inglés.

Yo tenía cierto parecido con el difunto. Me había crecido la barba hirsuta y enmarañada, y conocía bastante las excentricidades de Gathercole para representar la comedia. El primer paso que di fue anunciar mi llegada de un modo indirecto. Soy bastante buen periodista y tengo una excelente cultura general, y con estos elementos y la ayuda de los necesarios libros de consulta que encontré en la biblioteca del Museo Británico pude componer un artículo muy respetable sobre Patagonia y sus costumbres.

Envié este articulo al
Times
con una de las tarjetas de Gathercole, y como saben ustedes, me lo publicaron. El paso siguiente fue encontrar un alojamiento conveniente entre Chelsea y Scotland Yard. Tuve la suerte de hallar un piso amueblado, cuyo dueño marchaba al sur de Francia a pasar tres meses. Pagué el alquiler por adelantado, y como recurría generosamente a las excentricidades que habían de apoyar mi parecido con Gathercole, debí de impresionar al propietario, que me admitió sin necesidad de informes.

Me hice varios trajes, no en Londres, sino en Manchester, y me arreglé todo lo posible para evitar mi identificación. Cuando todo estuvo dispuesto elegí mi día. Por la mañana envié dos baúles con mis ropas y objetos personales al hotel Great Midlans.

Por la tarde me encaminé a la plaza Cadogan, y esperé hasta que vi salir a Kara. Era la primera vez que le veía desde mi salida de Albania, y tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no saltarle al cuello y desgarrarle entre mis manos.

En cuanto le perdí de vista entré en la casa, adoptando los modales excéntricos del pobre Gathercole. Debuté mal, porque, estremeciéndome, reconocí en el criado a un compañero del presidio, que había estado conmigo en la casa del vigilante precisamente la mañana en que escapé de Dartmoor. No cabía la menor duda, sobre todo cuando oí su voz. Y temblando por dentro, me pregunté si él me habría reconocido a pesar de mi barba y mis gafas.

Parece que no me conoció. Yo le di todas las ocasiones posibles, acercando mi cara a la suya, y en la segunda visita le desafié, del modo excéntrico del infortunado Gathercole, a comprobar el color gris de mi barba. De momento quedé satisfecho con mi breve prueba, y salí después de un razonable intervalo, volviendo a mi domicilio y esperando hasta la noche.

En el reconocimiento que hice de la casa, mientras esperaba la salida de Kara, había notado la existencia de dos hilos telefónicos distintos que bajaban del techo. Adiviné, más que supe, que uno de aquellos teléfonos debía de ser privado, y conociendo el miedo de Kara supuse que este hilo le pondría en comunicación con la Jefatura de Policía o con alguna Comisaría cercana. La misma disposición tenía Kara en Durazzo: un teléfono que conectaba el palacio con el puesto de gendarmes de Alesso. Esto me lo dijo Hussein.

Por la noche hice otro reconocimiento de la casa; vi luz en la alcoba de Kara, y diez minutos después toqué el timbre, y creo que fue entonces cuando hice la prueba de la barba. Kara estaba en su alcoba, según me dijo el criado, y subió a anunciarme. Yo tenía un interés especial en que aquel hombre no fuera interrogado por la Policía, y con objeto de alejarle de la casa llevaba escrito en una tarjeta el número con que se le conocía en el penal de Dartmoor, y estas palabras: «Te conozco. ¡Fuera de aquí en seguida!» Cuando el criado hubo desaparecido dejé en la mesa del vestíbulo el sobre con la tarjeta. En un bolsillo interior, lo más cerca que las pude guardar de mi cuerpo, llevaba dos velas. Ya había decidido el uso que debía hacer de ellas. El criado me introdujo en la alcoba de Kara, y una vez más me encontré en presencia del hombre que había matado a mi adorada Gracia y había borrado para mí todo lo hermoso que tiene la vida.

Hubo un profundo silencio cuando Juan Lexman se calló. T. X. se recostó en su asiento con los brazos cruzados y mirando atentamente al orador.

El jefe superior, con los labios fruncidos y una profunda arruga vertical en la frente, se tiraba del bigote, y por debajo de sus cejas hirsutas contemplaba al conferenciante. El francés, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza ladeada, no perdía sílaba. El ruso, impasible, parecía una máscara de marfil. O'Grady, el norteamericano, con la colilla de un cigarro apagado entre los dientes, hacía un gesto de disgusto cada vez que una pausa retrasaba el
dénouement
.

Juan Lexman reanudó su narración.

—Kara se levantó de la cama y vino a mi encuentro mientras yo cerraba la puerta.

—¡Ah
mister
Gathercole! —exclamó con su voz amable, y alargó la mano.

Yo no contesté. Me limité a mirarle con una especie de alegría feroz que me desbordaba del corazón y que hasta entonces jamás había experimentado.

Y entonces él leyó en mis ojos la verdad y se acercó al teléfono.

En un segundo caí sobre él, y ya no fue más que un niño en mis brazos. Todo el dolor y toda la amargura que había derramado sobre mí, las penalidades de los días de hambre y las noches heladas me habían fortalecido y endurecido el cuerpo. Había vuelto a Londres con un brazo artificial fingido, del que me apresuré a desembarazarme. No era más que un cilindro hueco de madera fina que me había hecho fabricar en París.

Arrojé a Remington sobre la cama y me puse encima de él, medio arrodillado, medio tumbado.

—Kara —le dije—, vas a morir de una muerte más piadosa que la que diste a mi mujer.

Intentó hablar. Sus manos suaves gesticularon en el vacío; pero yo le sujeté un brazo con la rodilla y le contuve el otro con la mano. Al oído le susurré:

—Nadie sabrá quién te ha matado, Kara; piensa en eso. Yo saldré libre, y tú serás el centro de un terrible misterio. Se leerán todas tus cartas, se examinará toda tu vida y el mundo entero te conocerá, ¡sabrán quién eres!

Le solté el brazo el tiempo justo de sacar el cuchillo y herir. Creo que murió instantáneamente.

Le dejé donde estaba y me acerqué a la puerta. No disponía de mucho tiempo. Saqué las velas del bolsillo. Ya estaban dúctiles del calor de mi cuerpo.

Levanté el cerrojo de acero de la puerta y lo dejé apuntalado con la menor de las velas, uno de cuyos extremos introduje en el alvéolo del centro, dejando el otro debajo del cerrojo. Sabia que el calor sofocante de la habitación ablandaría más aún la vela, y correría el cerrojo en breves momentos.

Me dirigí al teléfono que tenía al lado de la cama, aunque todavía no sabía cómo operar. Me decidió la vista de la plegadera de plata. La coloqué sobre la caja de los cigarrillos, de tal modo que uno de sus extremos cayera justamente debajo del receptor del teléfono; debajo del otro extremo puse la segunda vela, que tuve que recortar para que ajustara. Sobre la plegadera, en el extremo sostenido por la vela, puse en equilibrio los dos únicos libros que encontré en la habitación, y que, afortunadamente, fueron lo bastante voluminosos.

No podía saber cuánto tardaría en fundirse la vela hasta alcanzar la consistencia pastosa que permitiría que todo el peso de los libros gravitara sobre la plegadera, sin el sostén de la vela, la hiciera bascular y levantara su otro extremo hasta hacerle alzar el receptor del teléfono. Esperaba que Fisher hubiera recibido mi amenaza y se hubiera marchado. Cuando abrí suavemente la puerta oí sus pasos en el vestíbulo de abajo. No había otra cosa que hacer que terminar rápido la comedia.

Me volví hacia el interior de la alcoba y sostuve una imaginaria conversación con Kara. Ustedes juzgarán esto horrible; pero lo cierto es que había algo en su aspecto que despertó en mí un curioso sentido del humorismo, ¡y tenía unas ganas locas de reír, reír, reír!

Oí al criado subir las escaleras y cerré la puerta con cuidado. ¿Cuánto tardaría la vela en doblarse?

Para establecer completamente la coartada resolví entretener a Fisher con una conversación cualquiera, lo que me resultó fácil, pues al parecer no había reparado en el sobre que le aguardaba. No tuve que esperar mucho para oír el estrépito del cerrojo al encajar en sus alvéolos. Bajo el efecto del calor, la vela se había doblado antes de lo que yo había calculado. Pregunté a Fisher qué significaba aquel ruido, y el hombre me lo explicó. Bajé la escalera hablando todo el tiempo. Encontré un taxi en la plaza Sloanes y me dirigí a mi casa. Bajo mi abrigo estaba ya, en parte, vestido de etiqueta.

Diez minutos después de haber entrado en mi domicilio volví a salir sin barba e impecablemente vestido, no distinguiéndome de los millares de transeúntes que a aquella hora se encaminaban a los grandes music-halls. Un taxi me llevó de la calle Victoria a Scotland Yard. Fue una mera coincidencia la que hizo que mientras hablaba con los jefes de la Policía se doblara la segunda vela y el teléfono diera la alarma precisamente a la misma habitación en que yo estaba sentado.

Les aseguro a ustedes, con toda seriedad, que no sospeché la causa de aquellos timbrazos hasta que habló
mister
Mansus.

Juan Lexman alzó los brazos a la altura de los hombros.

—¡Señores, ésta es mi historia! —exclamó—. Pueden ustedes hacer conmigo lo que tengan por conveniente. Kara era un asesino, manchado muchas veces con sangre inocente. He hecho todo lo que me había propuesto hacer..., ni menos ni más. Había pensado embarcar para los Estados Unidos; pero cuanto más se acercaba el día de mi partida, más vivido se me representaba el recuerdo de los planes que ella y yo habíamos formado... ¡Ella, mi pobre esposa, martirizada hasta morir!

El orador se dejó caer sobre la silla con el rostro oculto entre las manos. —¡Y éste es el fin! —dijo repentinamente, alzando la cabeza.

—¡No! ¡Falta algo!

T. X. se volvió estupefacto hacia la puerta de la habitación. Era Belinda Mary quien había hablado.

Tenía un aplomo admirable, según pensó T. X.; pero era que T. X. nunca pensaba en nada de ella que no fuera admirable.

—La mayor parte de su historia es verídica,
mister
Lexman —dijo aquella asombrosa muchacha, sin reparar en los pares de ojos que la asaeteaban—; pero Kara le engañó en un detalle.

—¿Qué quiere usted decir? —balbució Juan Lexman, levantándose con movimientos inseguros.

Por toda respuesta, la joven se volvió a la puerta y descorrió las cortinas de quimón. Hubo una espera que pareció una eternidad, y al cabo apareció una muchacha esbelta, grave y hermosa.

—¡Dios poderoso! —murmuró T. X.—. ¡Gracia Lexman!

CAPÍTULO XXIII

Todos los presentes salieron y los dejaron solos. Eran dos personas que en aquel momento encontraban un cielo que no está fuera del alcance de la Humanidad, pero que rara vez se alcanza. Belinda Mary se encontró rodeada de hombres ansiosos que la acosaban a preguntas.

—Naturalmente que no murió —dijo desdeñosamente—. Kara estuvo representando dos comedias a la vez. Ni siquiera la hizo sufrir del modo físico que temía
mister
Lexman. Kara le dijo a
mistress
Lexman que su marido había fallecido, exactamente como a Juan Lexman le anunció la muerte de su esposa. Lo que ocurrió es que la trajo a Inglaterra.

—¿A quién? —preguntó incrédulamente T. X.

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