En el cuello tenía un collar, y unidos a él algunos eslabones de una cadena rota. T. X. subió pensativo la escalera de caracol y salió a la cocina.
—¿Mató Belinda Mary a Kara o al perro?
De que mató a uno o a otro no cabía duda. Que hubiera matado a los dos era posible.
Después de una noche trabajosa y sin dormir, T. X. entró a la mañana siguiente en el despacho del jefe superior para darle cuenta. Los periódicos de la mañana anunciaban con grandes titulares: «El misterioso crimen de Chelsea», pero la información era bastante mediocre.
—Hasta ahora —dijo T. X. a su superior— no he podido encontrar a Gathercole ni al criado. Lo único que sabemos de Gathercole es que envió su artículo al Times con su tarjeta. Los criados de su club no dan indicios sobre su paradero. Es un hombre muy excéntrico, que sólo va allí accidentalmente, y el camarero con quien he hablado me ha dicho que ocurría con frecuencia que Gathercole llegaba y se marchaba, sin que nadie se diera cuenta de su presencia. Hemos estado en su antiguo domicilio de Lincoln's Inn; pero al parecer se mudó de allí antes de marchar a Patagonia. La única pista que tengo es que un hombre, cuya descripción coincide hasta cierto punto con la suya, salió anoche en el tren de las once para París.
—Habrá usted interrogado también a la secretaria, supongo —apuntó sir Jorge.
Esta era la pregunta que T. X. había estado temiendo.
—También ha desaparecido —contestó brevemente—. En realidad no se la ha vuelto a ver desde las cinco y treinta de ayer por la tarde.
Sir
Jorge se echó atrás en su sillón giratorio y se pasó la mano por su cabellera gris.
—La única persona que parece haberse quedado —dijo con sarcasmo— es el propio Kara. ¿Quiere usted que encomiende este caso a otro? En realidad, no es trabajo para usted. ¿O quiere usted encargarse de ello?
—Preferiría encargarme de ello, señor —contestó con firmeza T. X.
—¿Ha descubierto usted algo más relacionado con Kara?
—Sí, y todo ello es eminentemente deshonroso para él. Parece que tenía ambición de ocupar un puesto elevadísimo en Albania. A este fin tenía sobornados a los funcionarios turcos y albaneses, y también ha hecho gestiones en nuestro país. Me ha dicho Bartholomew que Kara le había insinuado ya sobre la posibilidad de que el Gobierno inglés reconociera un
faît accompli
en Albania, y le había inducido a emplear su influencia en el Consejo de ministros para reconocer las consecuencias de cualquier revolución. No hay duda alguna de que Kara ha maquinado todos los asesinatos políticos que han ensangrentado a Albania durante el año pasado. También hemos encontrado en la casa grandes cantidades de dinero y documentos, que hemos entregado al Ministerio de Estado para que los descifren.
Sir
Jorge reflexionó durante largo rato, y luego dijo:
—Tengo idea de que si encontramos a la secretaria habremos recorrido la mitad del camino hacia la solución del misterio.
T. X. salió del despacho de bastante mal humor. Iba a almorzar cuando recordó su promesa de visitar a Juan Lexman.
¿Podría Lexman dar una pista para aquella trágica maraña? T. X. asomó la cabeza por la ventanilla y dio una orden al conductor del taxi. El vehículo paraba ante la puerta del hotel Great Midland precisamente cuando salía Juan Lexman.
—Venga a comer conmigo —le dijo el detective—. Supongo que ya sabrá usted la noticia.
—He leído que Kara ha sido asesinado, si es a esto a lo que se refiere usted. Si que es coincidencia que yo hubiera estado hablando de ello anoche en el preciso momento en que sonó el timbre de su teléfono... ¡Ojalá no estuviera usted metido en esto!...
—¿Por qué? —preguntó sorprendido, el comisario—. ¿Y a qué se refiere usted al decir en esto?
—En concreto: hubiera deseado que no estuviese usted presente cuando volví anoche. Quería terminar con toda la sórdida cuestión sin envolver a mis amigos...
—Creo que es usted demasiado sensible —dijo el otro sonriendo y dándole una palmada en la espalda—. Quiero que se confíe enteramente a mí y me diga algo que pueda ayudarme a aclarar el misterio.
—Haría por usted cualquier cosa, T. X. —contestó Juan Lexman serenamente—; tanto más cuanto que me he enterado de lo bueno que ha sido con la pobre Gracia; pero en este asunto no puedo ayudarle. Odié a Kara vivo y le odio muerto —gritó con una pasión inconfundible—. Ha sido la cosa mas vil que ha respirado en este mundo. No había villanía ni crueldad, por horrible que fuera, de la que no se vanagloriara este monstruo. Si alguna vez el demonio se ha encarnado en la Tierra, indudablemente tomó el cuerpo de Kara. Su muerte, a juzgar por lo que se sabe, ha sido demasiado buena. Pero si existe Dios, este hombre, indudablemente, pagará su crimen con una eternidad de tormentos.
T. X. le miró asombrado. El odio le ahogaba. Nunca hasta entonces había experimentado o presenciado el detective tan tremenda tempestad de odio.
—¿Qué le ha hecho a usted Kara? —preguntó.
El otro miró por la ventanilla.
—Siento no poder responder a eso —contestó algo más calmado—. Algún día se lo contaré todo; pero de momento será mejor que me calle. Sin embargo, le diré a usted esto...
Se volvió y miró al detective a la cara.
—Kara torturó y mató a mi esposa.
T. X. no habló más.
Cuando se hubieron sentado en el restaurante, volvió indirectamente al mismo tema.
—¿Conoce usted a Gathercole? —le preguntó el detective.
—Creo que ya me ha hecho usted esta misma pregunta o habrá sido otra persona. Sí, le conozco. Es un hombre excéntrico, con un brazo artificial.
—Exacto —confirmó T. X. suspirando—. Es uno de los pocos hombres a quienes querría encontrar ahora mismo.
—¿Por qué?
—Porque, al parecer, fue el último que vio a Kara vivo.
Juan Lexman miró a su acompañante con expresión de disgusto.
—¿Supongo que no sospechará usted de Gathercole? —dijo.
—Naturalmente —contestó el otro con sequedad—. En primer lugar, el hombre que cometió el crimen tenia dos manos, y necesitó las dos. No; sólo quería preguntar a este caballero el tema de su conversación. También quería saber quién estaba en la alcoba con Kara cuando entró Gathercole.
Lexman miró con interés al detective.
—Y aun cuando me enterara de quién era esta tercera persona, todavía me quedaría como motivo de perplejidad el hecho de que salieron y echaron desde fuera el pesado cerrojo. Ahora bien, amigo Lexman —añadió humorísticamente—: en sus buenos tiempos usted habría urdido con todo esto una magnifica novela. ¿Cómo habría hecho usted escapar al criminal?
Lexman reflexionó.
—¿Ha examinado usted la caja? —preguntó.
—Sí.
—¿Había muchas cosas en ella?
T. X. puso cara de sorpresa.
—No. Los libros y las cosas corrientes. ¿Por qué?
—Porque muy bien podría ocurrir que esta caja tuviera dos puertas, de modo que fuera factible pasar por ella al otro lado de la pared.
—Ya he pensado en ello.
—Claro está —añadió Lexman, echándose atrás y jugueteando con un salero— que al escribir una novela en la que no hay que tratar con posibilidades absolutas, siempre se podría hacer que Kara tuviera una caja en estas condiciones, a fin de poder escapar en caso de peligro. Podía tener una escala de cuerda arrollada en su interior, abrir la puerta posterior arrojar la escala a un amigo, y por algún sencillo mecanismo desprenderla cuando se hubiera utilizado y hacer que la puerta volviera a cerrarse.
—Es una idea muy ingeniosa; pero, desgraciadamente, no tiene aplicación a este caso. He visto a los fabricantes de la caja, y no hay nada original en ella, más que el hecho de montarla tal como está. ¿Se le ocurre a usted alguna otra idea?
Lexman estuvo otro rato meditando.
—No habrá que pensar en trampas en el suelo, tableros secretos en las paredes, ni resortes misteriosos que al oprimirlos descubren en la pared escaleras de caracol... Todo esto es muy vulgar.
T. X. esperaba pacientemente.
—Debo confesar que en mis primeras novelas era yo muy aficionado a esta clase de trucos; pero la edad ha traído experiencia, y he descubierto la imposibilidad de convencer a un arquitecto, aun para una cosa tan corriente como la pila de un lavadero. Sería mucho más difícil inducirle a construir una casa con muros dobles y cámaras secretas.
—¿Entonces?
—Entonces hay una posibilidad, naturalmente, de que el cerrojo de acero haya sido accionado por alguien desde el exterior por algún ingenioso dispositivo magnético y vuelto a correr de un modo parecido.
—También he pensado en ello, y esta misma mañana he hecho las pruebas más cuidadosas. Es completamente imposible mover la barra de acero, porque tiene además un vástago que encaja en un cojinete, del que no puede sacarse más que apretando el botón. Piensa en otra cosa, Juan.
Juan Lexman se echó hacia atrás, y el espectro de una sonrisa vagó por sus labios.
—No acierto a comprender por qué demonios estoy ayudándole a descubrir al asesino de Kara —dijo—, pero voy a exponerle una tercera teoría, al mismo tiempo que le advierto lealmente que a lo mejor le estoy desviando a usted de la verdadera pista. ¡Porque Dios es testigo de quo no tengo el menor deseo de que se descubra al asesino! —Reflexionó un momento— ¿La chimenea sería, naturalmente, inaccesible?
—Ardía un gran fuego en la parrilla —explicó T. X.—, tan enorme que la temperatura de la habitación era sofocante.
Juan Lexman hizo un signo afirmativo.
—Sí, ésa era una costumbre de Kara. Si le he de decir la verdad, ahora caigo en que lo que le he dicho del empleo del magnetismo para descorrer el cerrojo era imposible, porque yo era muy amigo de Kara cuando lo instaló, y conozco bastante bien el mecanismo, aunque de momento lo había olvidado. Y a propósito: ¿cuál es su propia opinión?
T. X. hizo un gesto de duda.
—Aún no he formado una opinión clara —dijo con cautela—; pero hasta ahora creo que Kara estaba acostado, probablemente leyendo uno de los libros que se encontraron al lado de la cama, cuando fue atacado repentinamente. Kara cogió el teléfono para pedir auxilio, pero sus agresores le mataron en seguida.
Hubo un nuevo silencio.
—Sí, ésa es una teoría —comentó Juan Lexman, hablando cautelosamente—; pero, como digo, me niego a quebrarme la cabeza por un asunto que no me interesa. ¿Ha encontrado usted el arma?
T. X. negó con la cabeza.
—¿Había además en la habitación otros rasgos particulares que le sorprendieran a usted y que no me haya comunicado?
T. X. vaciló.
—Había dos velitas —contestó—. Una en el centro de la habitación y otra debajo de la cama. La primera era una vela de árbol de Navidad; la otra era una vela corriente, de las que venden en las tiendas de comestibles, cortada probablemente en la misma alcoba. Hemos encontrado en el suelo pedacitos de cera, y para mí es evidente que la parte cortada fue arrojada al fuego, pues también allí encontramos un charquito de cera derretida.
—Ya. ¿Y algo más?
—La vela pequeña estaba doblada en la forma de un sacacorchos.
—El misterio de la vela doblada —murmuró Juan Lexman—. Ese sí que es buen título para una novela. Kara detestaba las novelas.
—¿Por qué?
Lexman se echó atrás en el diván y sacó de su pitillera de plata un cigarrillo.
—Mis correrías —dijo— me han llevado a muchos sitios raros. He visitado un país que usted probablemente no conocerá nunca, y que rara vez visitan los viajeros que escriben relatos de viajes. Hay en él extrañas aldeas colgadas en los más abruptos acantilados que pueda usted imaginar. He vivido en comunidades que no reconocían rey ni gobierno. Tenían sus leyes, que se transmitían de padres a hijos; es una nación que carece de lenguaje escrito. Administran sus leyes rígida y drásticamente. Los castigos que aplican son crueles, inhumanos. Yo he visto cómo a una mujer sorprendida en adulterio la apedreaban hasta hacerla morir, de acuerdo con las más puras tradiciones bíblicas, y también he visto sacar los ojos a un bandido.
T. X. se estremeció.
—He visto cómo a un testigo falso le arrancaban la lengua en un mercado público. A veces, los turcos o el abigarrado Gobierno del país enviaban unos gendarmes e iniciaban una especie de administración esporádica. Esto solía terminar en que los gendarmes caían en la barbarie ambiente o desaparecían de la faz de la Tierra, acudiendo toda una comunidad de asesinos a testimoniar como un solo hombre el hecho de que se habían suicidado o se habían fugado con las esposas de algunos ciudadanos. En algunas de estas comunidades, la vela desempeñaba un papel importantísimo. No es la vela que venden en las tiendas y que usted conoce, sino una mecha impregnada de grasa de cordero. Arrolle usted tres de estas velas entre los dedos de su mano y manténgalos separados con cuñas de madera, prenda usted fuego a las velas y déjelas que vayan consumiéndose. ¿Se imagina usted la escena? O bien, coloque usted una vela sobre un rastro de pólvora que conduzca a un montón de virutas bien impregnadas de aceite a los pies de un hombre atado. O una vela fija sobre la cabeza afeitada de un hombre... Hay centenares de variaciones, y la vela representa un papel, como le digo, muy importante en todas ellas. No sé cuál de ellas aterraba más a Kara; pero sí sé de una o dos que él mismo empleó.
—¿Tan malo era? —preguntó T. X.
Lexman le miró gravemente.
—No puede usted imaginárselo —contestó.
Cuando terminaban de comer, el camarero le trajo una carta que habían enviado a la oficina de T X. El detective leyó:
Querido
mister
Meredith: En respuesta a la pregunta que me hizo debo contestarle que me parece que mi hija está en Londres; pero esto no lo he sabido hasta esta mañana. Me informa mi banquero que mi hija fue esta mañana al Banco y retiró una considerable cantidad de dinero de su cuenta privada; pero ignoro en absoluto dónde haya ido ni lo que haya hecho con el dinero. No necesito decirle que me preocupa mucho este asunto, y me alegraría que usted me explicara francamente qué es todo ello.
Guillermo Bartholomew.
T. X. lanzó una exclamación.
—¿Por qué no se me ocurriría ir al Banco esta mañana? Estoy viendo que me van a dejar cesante.
Juan Lexman demostró gran preocupación.