Aquellas tijeras podían constituir un arma utilísima, y la muchacha arrolló su pañuelo a los ojos para manejarlas mejor y las colocó sobre la mesa al alcance de su mano. Durante todo el tiempo tenía la vaga impresión de que había oído algo relacionado con aquella bodega, algo cuyo conocimiento podía serle muy útil si lograba recordar.
Y de pronto, recordó que existía una bodega interior, que según
mistress
Beale, nunca se usaba y estaba tapiada. Tenía acceso desde el exterior por una escalera de caracol. En aquella dirección debía de haber un camino. ¿Y no podría existir alguna relación entre las dos bodegas?
Se dedicó a hacer un examen mas completo del lugar. El piso era de hormigón, cubierto con una ligera estera de junquillo. La joven arrolló ésta cuidadosamente, empezando desde la punta. Así dejó al descubierto una mitad del suelo, sin descubrir la existencia de ninguna trampa. Intentó llevar la mesa al centro de la habitación para continuar enrollando la estera, pero vio que estaba fija a la pared, y al arrodillarse descubrió que la habían lijado después de puesta la estera.
Aquella disposición obedecía seguramente a una causa, y la joven dio unos golpecitos en el suelo con los nudillos. Los latidos de su corazón se aceleraron, porque los golpes produjeron unos sonidos huecos. Ella se levantó, sacó del bolso el cortaplumas y cortó cuidadosamente los finos junquillos. Tenía que dejarlo todo como estaba, y para ello había que trabajar con primor.
Pronto quedó la trampa al descubierto. Había una argolla de hierro fija a la trampilla, y de ella tiró la joven con todas sus fuerzas. La trampa cedió sin gran esfuerzo y giró hacia atrás, como si tuviera un contrapeso en el otro extremo, lo que resultó ser verdad.
Miss
Holland se inclinó y miró al vacío. Abajo se veía una débil claridad: la reflexión de una luz distante. De allí arrancaba una escalera de caracol, y después de un segundo de vacilación la joven metió las piernas en la cavidad y empezó a descender.
Se encontró en otro sótano algo mayor que el de encima. La claridad que había visto provenía de una habitación interior que debía de estar situada debajo de la cocina.
Miss
Holland se encaminó a ella con cuidado, andando de puntillas. La primera de las habitaciones en que entró estaba bien amueblada. Tenía una gruesa alfombra en el suelo, sillas confortables, una pequeña estantería ocupada por libros y una lámpara de mesa. Aquél debía de ser el despacho subterráneo de Kara, donde guardaba sus preciosos documentos. A aquella habitación daba otra más interior que tampoco tenía puerta. La joven entró en ella, y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la semioscuridad vio que era un cuarto de baño coquetonamente acomodado.
Aquella habitación tampoco tenía ninguna luz, recibiéndola de la cámara más lejana. Cuando la joven pisaba cautamente la gruesa alfombra del suelo tropezó con algo duro. Se inclinó, pasó la mano por la alfombra y sus dedos encontraron una gruesa cadena de hierro. La muchacha quedó maravillada, casi espantada. Retrocedió hasta la entrada de la primera habitación, aterrada ante lo que podría ver. Y entonces le llegó de la tercera cámara un ruido que le hizo estremecerse verdaderamente horrorizada.
Era un suspiro largo y tenebroso. La joven apretó los dientes, avanzó resueltamente hacia la entrada y quedó con los ojos muy abiertos, helada de espanto ante una dantesca visión.
—¡Dios poderoso! —gimió—. ¡En Londres!... ¡Y en el siglo veinte!...
El inspector Mansus tenía un despachito en Scotland Yard, que, con gran disgusto suyo, más que un despacho privado era una sala de visitas, a la que iba a haraganear todo funcionario policiaco en los momentos que tuvieran libres. En la tarde de la sorprendente aventura de
miss
Holland un agente, de paisano, de la División D, introdujo en el despacho de
mister
Mansus una joven doméstica muy angustiada y llorosa. La escena era demasiado familiar para un funcionario policiaco con veinte años de servicios, y mister Mansus no se impresionó en absoluto.
—Si tiene usted la bondad de dejar por ahora las lágrimas y contestar a unas cuantas preguntas, saldremos ganando usted y yo —dijo Mansus, uniendo a su natural cortesía la seriedad propia de su cargo—. Usted es la doncella de
lady
Bartholomew, ¿verdad?
—Sí, señor —sollozó la angustiada María Ana—. ¿Y ha sido usted sorprendida en el momento en que empeñaba una pulsera de oro, propiedad de
lady
Bartholomew?
La muchacha tragó saliva, hizo un gesto afirmativo y empezó a recitar una serie de excusas.
—Si, señor; pero prácticamente me la regaló ella, señor, porque llevaba dos meses sin pagarme, señor, y a ese extranjero le puede pagar miles y miles de libras de un golpe, y a los que le servimos con lealtad no nos paga, señor. Y si estuviera enterado
sir
Guillermo de ciertas cosas, como lo de la baraja de mi señora y la tabaquera del señor, no sé lo que pensaría. Y yo he resuelto cobrarme lo que me debe, porque si a un ricacho como
mister
Kara le puede pagar miles de libras, no hay razón para que a mi no...
Mansus levantó la cabeza.
—Llévela al calabozo —dijo lacónicamente, y el agente sacó del despacho un lamentable ejemplar de ladrona inexperta, sollozante e hiposa.
A los tres minutos, Mansus estaba con T. X. y había puesto un poco de orden en las incoherencias de la chica.
—Eso es importante —dijo T. X.—; tráigame a esa doméstica.
La muchacha entró en el despacho de T. X. a punto de desmayarse.
—Tráiganle una taza de té —dijo el comprensivo comisario—. Vamos a ver, María Ana: siéntese y tranquilícese.
—¡Oh señor! Es que nunca me he visto en un lío como éste... —empezó ella cuando se hubo dejado caer en la silla que le acercaron.
—Entonces se debe usted de haber aburrido terriblemente —cortó T. X.—. Ahora, escuche.
—Yo siempre me he tenido por una respetable mujer...
—Dejemos eso ahora —interrumpió T. X. con gesto de cansancio—. Escuche: si me dice usted toda la verdad sobre
lady
Bartholomew y el dinero que pagó a
mister
Kara...
—Dos mil libras.
—Si me dice usted la verdad, yo haré una trampa y la dejaré libre.
Transcurrió bastante tiempo hasta que el comisario logró encarrilar la declaración de la criada. Había en ella grandes lagunas, que T. X. salvaba. En general, era una historia creíble.
Lady
Bartholomew había perdido dinero y había pedido prestado a Kara. Le había dado en prenda la tabaquera que uno de los zares había regalado al padre de su marido, médico, por haberle salvado de una grave dolencia. El objeto era de marfil azul y oro macizo, y tenia grabadas con diamantes palabras extranjeras. Sobre la cantidad que
lady
Bartholomew había pedido prestada, María Ana no fue muy precisa. Todo lo que sabia era que su señora había devuelto dos mil libras y que estaba terriblemente angustiada porque, al parecer, Kara se negaba a entregarle la tabaquera.
Indudablemente, había habido terribles escenas entre el marido y la mujer, ataques de nervios y cosas por el estilo, produciéndose la principal cuando Belinda Mary vino del colegio de Francia.
—Entonces, ¿
miss
Bartholomew está en Inglaterra? ¿Dónde está? —preguntó T. X.
Aquí también la muchacha estuvo vaga y titubeante. Creía que la joven señorita se había vuelto a marchar. De todos modos,
miss
Belinda había quedado muy impresionada, había visto al doctor Williams y aconsejado a su madre que cambiara de aires.
—
Miss
Belinda parece una joven muy precoz —observó T. X.—. Y ¿no vio por casualidad a
mister
Kara?
—¡Oh, no!
Miss
Belinda estaba por encima de esta clase de gentes.
Miss
Belinda era una señora de pies a cabeza.
—Y ¿qué edad tiene esta interesante joven? —preguntó T. X.
—Diecinueve años —contestó la muchacha, y el comisario quedó muy asombrado.
Dio a la sirvienta una breve lección sobre los sagrados derechos de la propiedad, le pagó los tres meses de salarios que su señora le había dejado a deber —T. X. no dudó de que en esto la joven decía la verdad—, y la despidió con instrucciones de volver a la casa, hacer el baúl y marcharse.
Cuando la muchacha hubo salido, el detective quedó reflexionando sobre la situación. Podía ir a ver a Kara, puesto que Kara le había expresado su condolencia, y probablemente estaría muy humilde. También podía no ir a verle. Mansus estaba esperando y T. X. se encaminó con él a su despachito.
—No lo entiendo, no lo entiendo —dijo desesperado.
—Si me dice usted el motivo de Kara, acaso yo podría dar una solución —observó el solícito Mansus.
T. X. negó con la cabeza.
—Es que eso es precisamente lo que no puedo decirle.
Se sentó en el borde de la mesa de Mansus y encendió un cigarro.
—Me inclino a ir a verle —dijo al cabo de una pausa.
—¿Por qué no telefonearle? —insinuó Mansus—. Ya sabe usted que tenemos un teléfono directo con su alcoba.
El inspector señaló un pequeño teléfono que había en un rincón del despacho.
—¡Ah! Por fin convenció al jefe para que se lo instalaran, ¿eh? —preguntó T. X. interesado, y se acercó al teléfono.
Tecleó en el receptor un momento y estaba a punto de llevárselo al oído cuando cambió de opinión.
—No —dijo—. Mañana iré a verle. No creo que consiga sacarle nada sobre
lady
Bartholomew, como no conseguí nada sobre el pobre Lexman.
—Supongo que no habrá usted renunciado a toda esperanza de volver a ver a
mister
Lexman —observó Mansus.
Antes que T. X. pudiera contestar sonó un golpe en la puerta y entró un guardia que saludó con respeto a T. X.
—Acaban de enviarnos una carta urgente que ha llegado a su oficina, señor. Preguntaron por teléfono, y yo dije que estaba usted aquí.
Entregó la misiva al comisario. T. X. examinó el sobre. Estaba escrito a máquina y llevaba la indicación «Urgente» y «En propia mano». El detective cogió una plegadera de sobre la mesa y rasgó el sobre. La carta constaba de cuatro páginas que, a diferencia del sobre, estaban manuscritas.
«Mi querido T. X.», empezaba, y la letra era familiar.
—¡Santo Dios! —exclamó T. X., estupefacto—. ¡Es de Juan Lexman!
Le temblaba la mano al volver rápidamente las hojas. La carta llevaba la fecha de aquel mismo día, y no tenía más indicación que Londres.
Mi querido T. X.:
Indudablemente, esta carta le emocionará un poco, porque todos mis amigos habrán creído que yo no volvería jamás. Afortunada o desgraciadamente, no ha sido así. Por lo que a mí respecta... Pero no quiero ponerme triste, pues estoy sinceramente contento ante la idea de que voy a volver a verle. Perdóneme las incoherencias que encontrará en esta carta, pero es que en este preciso momento acabo de llegar, y estoy escribiéndole desde el hotel de Charing Cross. No me alojo aquí, pero más adelante le daré mi dirección. La travesía ha sido muy accidentada, por lo que tendrá que dispensarme si encuentra mis palabras un poco deshilachadas. He de comunicarle ante todo que mi pobre esposa ha muerto. Falleció en el extranjero hará seis meses. No quiero hablar mucho de ella por razones que usted comprenderá.
Mi principal objeto de escribirle es oficial. Supongo que aún estoy sometido a la ley, y he decidido entregarme esta misma noche a las autoridades. Usted tenía un excelente auxiliar en el inspector Mansus, y si le conviene a usted, como creo, iré a presentarme a él a las diez y quince. De todos modos, mí querido T. X., no quiero mezclarle a usted en mis asuntos, y si me deja usted que me entienda exclusivamente con Mansus le quedaré muy reconocido.
Ya sé que no me espera un gran castigo, pues, al parecer, mi perdón fue firmado la noche anterior a mi fuga. No tengo mucho que contarle, pues no hay grandes cosas en estos pasados dos años de las que quiera acordarme. Hemos sufrido muchísimo, y la muerte fue piadosa al llevarse a mi adorada Gracia. ¿Ha visto usted a Kara en este tiempo?
Tenga la bondad de decirle a Mansus que me espere de diez a diez y media, y que dé instrucciones al oficial de guardia en el sentido de que me pasen inmediatamente a su despacho.
Reciba usted un fuerte abrazo de su sincero amigo, Juan Lexman.
T. X. leyó dos veces la carta y sus ojos se nublaron.
—¡Pobre muchacha! —dijo suavemente, entregando la carta a Mansus—. Evidentemente, quiere verle a usted, porque teme que yo utilice nuestra amistad en favor suyo. Sin embargo, yo también me quedaré aquí.
—¿Que formalidades hay que cumplir? —preguntó Mansus.
—Ninguna —contestó el otro con animación—. Yo obtendré el necesario perdón del ministro del Interior, que prácticamente me lo tiene prometido.
Volvió a su oficina de Whitehall con la mente ocupada por los acontecimientos del día. Era una lluviosa noche de febrero; la cellisca caía en las calles y un cruel viento del Este traspasaba el grueso abrigo del detective.
T. X. atravesaba con la mirada la semioscuridad de la calle al acercarse a la puerta de su oficina.
Alguien estaba en pie ante la entrada, pero evidentemente era una persona muy respetable..., una dama regordeta, enfundada en un impermeable y con un sombrero absurdo.
—¿Desea usted algo? —preguntó T. X., sorprendido.
—Quiero hablar con usted,
mister
Meredith —dijo la mujer en el tono de voz melindroso y afectado de quien justifica la fuente vulgar de su prosperidad haciendo frecuentes alusiones a los días mejores que ha conocido.
—Muy bien —contestó gravemente T. X.—. Su espera no habrá sido en balde.
Abrió la pesada puerta, pasó por un corredor desnudo —en las oficinas del Gobierno no hay alfombras ni lujos —y guió a su visitante hasta la escalera que conducía al primer piso, donde estaba el juego de habitaciones que constituía sus oficinas.
Encendió todas las luces y atendió solícito a su visitante, persona de aspecto distinguido.
«No está mal —pensó T. X.—, si se quitara los lentes y el impermeable.»
—Usted me dispensará por venir a verle a esta hora tan intempestiva; pero, como suele decir mi padre:
Honni soit qui mal y pense
.
—¿Acaso su padre tiene un negocio de ligas? —preguntó humorísticamente T. X.—. Pero siéntese,
mistress
...